César Cervera | 23 de febrero de 2019
La leyenda negra reduce la hazaña de Hernán Cortés a una especie de asalto contra una gran civilización.
El ministro de Cultura dice que la conmemoración de los 500 años de la conquista de México es cosa «complicada», pero si hay algo realmente complicado es lo que hizo Hernán Cortés. La leyenda negra ha reducido la aventura de este grupo de españoles en las entrañas del Imperio azteca a una suerte de atraco al banco. Entraron en Tenochtitlan, se valieron de sus armas y su tecnología superior para robar el oro y, luego, Cortés se dio a la fuga con los polis pisándole los talones, hasta terminar la noche llorando frente al árbol más triste de la historia.
Hubiera sido el gran golpe del siglo XVI, la fuga de D.B. Cooper multiplicada por cien, salvo porque los españoles no se fueron a ninguna parte (pese a quien le pese, México tiene más de español que de azteca) y, digámoslo ya, es una tomadura de pelo creer que medio millar de españoles lograra escapar, sin más, de la organización militar más despiadada alumbrada en la América precolombina.
No, lo que nos cuenta la leyenda negra no responde a las principales dudas sobre qué ocurrió en la conquista de México. ¿Se impusieron los españoles por la superioridad de su tecnología? Lo cierto es que llevaban muy pocas armas de fuego, arcabuces y alguna pieza de artillería ligera; los caballos asustaron a los indígenas, sí, hasta que se percataron de que no eran más que animales de carga; y el acero era una enorme ventaja sobre las armas aztecas, pero no lo suficiente como para explicar una victoria europea contra un imperio formado por millones de personas.
Era necesaria la llegada de un libertador, un elemento foráneo, para encabezar una revolución contra el terror azteca
¿Fue entonces una cuestión de superioridad táctica? Desde luego, debió ser un impacto tremendo para los aztecas encarar de golpe los retos que supone la guerra moderna, entre otras cosas porque sus armas y estrategias no estaban pensadas para matar a los enemigos, sino para inmovilizarlos y sacrificarlos más tarde en sus ceremonias. Sin embargo, se puede decir que tan grande era la confusión azteca como el terror que tenían los españoles encima frente a la posibilidad de acabar torturados y sacrificados por guerreros primitivos, a miles de kilómetros de sus familiares. La confusión no los hacía menos peligrosos.
¿Y qué hay de las enfermedades frente a las cuales los indígenas no estaban inmunizados? Pues sí. Buena parte de lo que se califica de genocidio en América fue el desembarco en el continente de enfermedades desconocidas por los indígenas, cuyo sistema inmunológico había evolucionado al margen del resto del mundo. La viruela, el sarampión, las fiebres tifoideas e incluso la gripe diezmaron el continente de una forma brutal, si bien no se trató de un fenómeno concentrado en pocos meses. A Tenochtitlan los españoles debieron entrar y salir frente a miles de guerreros completamente sanos. Atletas que vivían y morían dedicados a la guerra.
El conjunto de factores tecnológicos, tácticos y epidémicos solo explica una parte de la ecuación de la conquista de México, cuya auténtica esencia es lo que el estadounidense Philip W. Powell definió como un ejercicio de alta diplomacia en El árbol del odio. Si Hernán Cortés llegó tan lejos fue porque supo improvisar en la realidad política de la región y entenderse con las tribus sometidas por la Triple Alianza (Texcoco, Tlacopan y México-Tenochtitlan), imperio que mantenía un sistema de dominio a través del pago de tributos sobre numerosos pueblos, especialmente en el centro de México, la región de Guerrero y la costa del golfo de México, así como en algunas zonas de Oaxaca.
La cultura azteca era, en resumen, un totalitarismo sangriento que se valía de tribus sometidas para realizar sacrificios humanos durante tres meses de festejos. Se calcula que entre 20.000 y 30.000 personas morían cada año para alimentar estas ceremonias.
Atrapado entre los aztecas y los hombres del gobernador de Cuba, Hernán Cortés huyó hacia delante, hacia la capital azteca, y, al igual que haría años después Francisco Pizarro en Perú, se valió del diálogo y de la persuasión para aprovechar en beneficio español el odio extendido contra los aztecas. Los conquistadores lograron el apoyo de los nativos totonacas de la ciudad de Cempoala y, tras imponerse militarmente a otro pueblo nativo, los tlaxcaltecas, sumaron a miles de guerreros a sus huestes, que nunca pasaron del medio millar de europeos. No es que Cortés estuviera engañando con espejos o hipnotizando a los caciques, simplemente ofreció a los pueblos oprimidos por los aztecas algo que querían, un cambio de poderes.
De esta opinión es Iván Vélez, autor de un estudio sobre Hernán Cortés que analiza la caída del héroe de los altares imperiales a las miserias de la leyenda negra, que ahora se adentra con su nuevo libro, La conquista de México: una nueva España (La Esfera de los libros), en los pormenores de la campaña sobre suelo azteca. «Cortés puede verse como un libertador de los pueblos sometidos por Moctezuma, que vieron en la llegada de los barbudos la oportunidad de sacudirse el yugo tributario mexica. Sin duda, uno de sus mayores méritos fue percibir las grietas de aquel imperio, fisuras que se encargó de estimular», explica Vélez en una entrevista para eldebatedehoy.es.
La conquista de México
Iván Vélez
La esfera de los libros
346 págs.
23,90€
Si bien Tlaxcala había desafiado recientemente a la Triple Alianza, la salud azteca parecía resistente a medio plazo. Era necesaria la llegada de un libertador, un elemento foráneo, sí, para encabezar una revolución contra el terror azteca. En el Sitio de Tenochtitlan (1521), que supuso la caída de la capital, cientos de miles de guerreros indígenas oprimidos lucharon del lado español. No sin mala leche, comenta la antropóloga australiana Inga Clendinnen que lamentar la desaparición del Imperio azteca es como sentir pesar por la derrota nazi en la Segunda Guerra Mundial.
No se olvidó Cortés de sus aliados al establecer el nuevo orden social. Tras su victoria, tanto en México como en España, donde se aseguró el favor de Carlos V, el conquistador regresó a América para crear una sociedad mestiza vertebrada por una administración moderna e integradora que, en parte, aprovechaba las estructuras aztecas.
Así lo resume Vélez: «Después de la victoria, Tlaxcala reclamó para sí los privilegios propios de su condición de ciudad aliada. El Lienzo de Tlaxcala es un documento elaborado para recibir mercedes por motivos bélicos pero también religiosos, pues se reclaman como los primeros católicos de la Nueva España. En cuanto a la élite azteca, algunos de sus miembros, incluso los descendientes de Moctezuma, retuvieron parte de su grandeza».
Como el extremeño prometió a la Corona, la nueva sociedad se sustentó en la «conservación y perpetuación de los naturales». Hernán Cortés, que tuvo un hijo mestizo al que adoraba, animó a sus lugartenientes a emparejarse con princesas aztecas con el objeto de integrar ambos mundos. Como resultado de este espíritu, Nueva España, germen de lo que hoy es México, conservaba en tiempos de la independencia al menos un 50% de la población indígena, y un 20%, mestiza. Cifra que, paradójicamente, no ha dejado de disminuir desde que se marcharon los malvados conquistadores. Solo el 23% de los mexicanos se considera indígena o descendiente de indígenas, según una encuesta interracial realizada en 2015.
Su vida política sirve para explicar el periodo que llevó a España desde la monarquía de Alfonso XIII hasta la Guerra Civil.