César Cervera | 09 de diciembre de 2018
La llegada de Cristóbal Colón a América fue el primer paso para la construcción de un nuevo mundo más allá del Atlántico. Isabel la Católica, Reina de Castilla, lo supo entender desde el principio.
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Cuenta la leyenda que Isabel la Católica, Reina de un país pobre y austero, tuvo que vender hasta sus joyas para financiar la aventura de un misterioso genovés que, solo tras ser rechazado por Francia, Inglaterra y Portugal, recaló en un lugar tan tétrico como la España de los Reyes Católicos. Aquella venta de joyas permitió al italiano, un auténtico genio de la navegación (tan genio que, de haber sido cierto que se dirigía a Asia, hubiera conducido a la muerte a 90 hombres, 85 de ellos castellanos), descubrir un nuevo continente y regar de oro y esclavos Castilla. Fue así, según la visión anglosajona, como de forma inconsciente, sin querer ni merecerlo, España pudo pagarse un bonito y maligno imperio para dominar Italia, los Países Bajos y, durante un momento, la corona germánica.
La teoría del imperio inconsciente es tan vieja y absurda como los propios imperios. Los griegos, sometidos y a la vez protegidos por Roma, creían firmemente que los bárbaros latinos habían aprovechado las enseñanzas y experiencia de su cultura para crear un gran imperio que, por supuesto, ellos merecían más. ¡Ay, si los verdaderos herederos de Alejandro Magno tuvieran una oportunidad igual!, se decían a modo de lamento. Del mismo modo, los ilustrados franceses, remilgados y poco dados a mancharse los tacones de barro, se tiraron de los pelos (de la peluca) al saber que los salvajes rusos habían formado un vasto imperio sin darse cuenta. ¡Ay, si nosotros, cabeza de la cultura europea, hubiéramos tenido tanta tierra fácil de conquistar por delante! Afirmaban, convencidos, mientras languidecía su aventura en Norteamérica.
Ciertamente, el éxito de Cristóbal Colón fue una carambola. La opción más obvia para el navegante hubiera sido usar los barcos de Portugal, que había protagonizado grandes hitos de la navegación a mediados del siglo XV. Debieron juntarse muchas circunstancias para que Colón acabara pidiendo de rodillas a los Reyes Católicos que le financiaran una expedición de unos pocos barcos hasta lo que -él pensaba- era algún punto de Asia. Sin embargo, Castilla no era para nada un país pobre ni manco en cuestiones navales.
Los marinos vascos y cántabros se movían desde la Edad Media con maestría en el Mare Tenebrosum. Tras superar la inestabilidad interna de tiempos de Enrique IV, el reino de Isabel la Católica estaba en disposición de pagar y conducir una expedición de envergadura en el Atlántico. La anécdota de la venta de joyas es falsa y malintencionada, aunque sí es cierto que Fernando e Isabel la Católica tenían su economía volcada en ese momento sobre la guerra de Granada. Tres carabelas no era, en cualquier caso, un esfuerzo hercúleo.
Pudo así ser casual la oportunidad, palabra que procede del latín opportunitas y significa «delante del puerto», como lo son todas las oportunidades. No así la forma de aprovecharla, de colocarse literalmente delante del resto. Los españoles, especialmente los castellanos, demostraron pronto que ninguna otra nación europea estaba preparada para una empresa de tamaña escala. Solo seis meses después del primer viaje, la corona autorizó otra expedición de 17 barcos y 1.500 personas embarcadas. Siguiendo la anécdota falsa: ¿cuántas veces tendría que vender Isabel la Católica sus joyas para pagar aquella otra flota?
¿Sabías que la nao Santa María que participó en el viaje de Colón era de Juan de la Cosa y se llamaba "La Gallega"? pic.twitter.com/QAXE9E1vc6
— Fund. Museo Naval (@Museo_Naval) February 28, 2015
En este sentido, hubiera sido fácil que las colonias hubieran perecido con el invierno, como más tarde les ocurriría a Inglaterra y Francia en sus primeras pisadas en Norteamérica; o que simplemente los españoles se hubieran atrincherado en algunas islas del Caribe. Decidieron ir «más allá» porque estaba en su forma de entender el mundo, en consonancia con el lema Plus Ultra que asumió el emperador Carlos V. Y, desde luego, la empresa no resultó un camino de rosas o un regalo.
El primer asentamiento creado por los europeos, el fuerte La Navidad, sobrevivió pocos meses a la marcha de Colón a consecuencia de la forma en que trataron a la población local. Los 39 españoles fueron asesinados como represalia por los robos de comida y mujeres. Solo a base de prueba y sangre, los aventureros aprendieron que la colaboración era la clave si querían fabricar un imperio perdurable.
Mientras los portugueses concentraban sus esfuerzos en intercambios mercantiles y en ampliar su red de rutas comerciales, los castellanos buscaron inmediatamente nuevos asentamientos, mezclaron su sangre con los nativos y dieron pie a un nuevo mundo. En cuestión de 120 años, crearon más de 3.000 escuelas y hospitales, exploraron de arriba abajo el continente y levantaron puentes, carreteras y ciudades a un ritmo desconocido desde tiempos de la Antigua Roma. Su forma de expandirse y de urbanizar replicaba lo realizado en la Reconquista, tanto en lo militar como a nivel urbanístico, de igual manera que fue en aquel conflicto donde obtuvieron su experiencia para interactuar con “el otro”, algo que los anglosajones nunca han terminado de asimilar, permitiendo a los conquistadores brotar un pueblo mestizo.
Si el Imperio español resistió de pie 400 años fue porque era capaz de generar prosperidad y de convencer a los locales de la necesidad de participar en la defensa común. No es casualidad que el proyecto británico en Norteamérica, basado en el control militar, falleciera de asfixia económica y demográfica en cuestión de un siglo y medio. Como no lo es que en la América española nunca se produjera una rebelión parecida al episodio de los cipayos (1857) de la India. En sus primeras directrices para el Nuevo Mundo, Isabel la Católica ordenó «tratar a dichos indios muy bien y con cariño, y abstenerse de hacerles ningún daño, disponiendo que ambos pueblos debían conversar e intimar y servir los unos a los otros en todo lo que puedan». Ni los castillos ni los imperios se mantienen tantos siglos flotando en el aire o en la inconsciencia.
Su vida política sirve para explicar el periodo que llevó a España desde la monarquía de Alfonso XIII hasta la Guerra Civil.