Álvaro de Diego | 27 de julio de 2017
Del 26 de mayo al 4 de junio de 1940 tuvo lugar la «Operación Dinamo». Acosados por la Wehrmacht, casi 340.000 soldados anglofranceses fueron evacuados a las islas británicas. Christopher Nolan, que lo acaba de llevar al cine, perdió a su abuelo en el episodio. Entre las tropas que lo arrojaron al Atlántico, figuraba el periodista español Ismael Herráiz, «empotrado» en las vanguardias alemanas.
Hitler pudo machacar a los británicos en el sitio decisivo de Dunkerque. No obstante, detuvo sorpresivamente la ofensiva. Quien dio la orden de embarcar justificaría luego el traspiés táctico de su enemigo. A juicio de Churchill, el delirante Führer «pensó que la Fuerza Aérea alemana imposibilitaría la huida y que, por tanto, le convenía reservar sus formaciones blindadas para asestar el golpe final de la campaña, lo que, aunque fue un error, no dejaba de tener sentido». La acción amortiguada de las bombas sobre la arena, la contención protagonizada por la RAF y la disciplina en los reembarques frustraron sus planes.
Sea como fuere, un reportero español pisaba Dunkerque cuando en sus playas aún no se había borrado la huella del último evacuado. Se llamaba Ismael Herráiz y no por casualidad trabajaba como corresponsal para el periódico Arriba. De hecho, era un «camisa vieja» que había combatido como oficial de Regulares en la Guerra Civil española. En ese momento, remitía sus crónicas bélicas para una cabecera que tomaba su nombre del antiguo semanario fundado por José Antonio Primo de Rivera. Franco la había transformado en diario para satisfacción de sus exaltados falangistas.
La Segunda Guerra Mundial había comenzado en septiembre de 1939 con la invasión alemana de Polonia. No obstante, y salvo por la ocupación de Noruega, la conflagración entró en un punto muerto de varios meses. Solo se rompió el 10 de mayo de 1940. Ese día, las divisiones acorazadas del Tercer Reich penetraban por las presuntamente infranqueables Ardenas. La blitzkrieg («guerra relámpago») embolsaba a los ejércitos holandeses, belgas, franceses y británicos, y Winston Churchill recibía de Jorge VI el encargo de formar gobierno. Antes de ello, Herráiz ya se encontraba en Berlín para cubrir la campaña bélica alemana y reflejar en sus crónicas el clima que respiraba el país. Publicada con algo de retraso, su primera pieza dio cuenta de la capitulación holandesa. Acto seguido, recogía la rendición de los belgas, cuyo monarca había entregado «honrosamente su espada». El reportero había prometido actuar como «el observador minucioso y atento», capaz de «recoger cada día con exactitud la vibración de estas horas dramáticas de la Historia». Sin embargo, pronto se mostraría militante. Atribuyó, así, al sistema democrático la debacle militar que se avecinaba, acusó a los británicos de abandonar a los galos a su suerte y desveló el «arma secreta» alemana. No era otra que la unidad que el nazismo había llevado a la vida colectiva de sus compatriotas.
La primera de sus crónicas desde el frente la firmó el 7 de junio. Lo hizo precisamente en Dunkerque, «pavorosa ciudad» a la que se le permitió acceder a mediodía del día 4. Apenas unas horas antes, aún había algún pequeño transporte británico zarpando hacia Inglaterra. Ahora, el hedor del humo y de los caballos muertos se podía percibir a gran distancia. Se agradecía que el olor a gasolina amortiguara el de la carroña. «Nada ha quedado en su sitio en un espacio aproximado de 200 kilómetros cuadrados», aseveró. El español acusaba a los británicos de haber vendido a los franceses solo por salvar su Cuerpo Expedicionario. Los prisioneros expresaban ese sentimiento en sus rostros. Ni el más leve rencor, por el contrario, dispensaban los vencedores a «estos batallones de hombres viejos».
Acabada la guerra, Herráiz publicaría el libro Europa a oscuras. Allí relataría con más detalle aquel escenario en que el desastre adquirió «proporciones cósmicas». Describía cómo una mujer lloraba entre los escombros de una ciudad reducida a ruinas. En el puerto, «la expresión más acabada del cataclismo», se amontonaban los «cadáveres de ingleses y de franceses, negros, caídos entre las baterías, entre los montones de carbón, debajo de los coches». Un punto de piedad se asomaba al detenerse en los seis cuerpos carbonizados en las literas de una ambulancia británica. Y también reconocía el heroísmo de los soldados al cargo de las baterías antiaéreas. Sin ellos, las bajas de los suyos hubieran sido mucho mayores.
Es difícil minusvalorar el valor de las crónicas de Herráiz sobre el terreno. Solo pudieron acceder a Dunkerque cinco de los doce corresponsales extranjeros que habían salido de Berlín: dos estadounidenses, un japonés, un sueco y nuestro protagonista. Los reporteros italianos, no pudiendo aguardar, habían partido a Bruselas para telegrafiar la destrucción de Burgues. Resulta llamativo el trato deferente que los nazis dispensaban, siempre a juicio de Herráiz, a los profesionales norteamericanos. Según su testimonio, el alto mando alemán facilitaba a los profesionales de Associated Press (AP) y United Press International (UPI) los automóviles que precisaban para regresar a retaguardia y radiar sus informaciones. Herráiz llega a relatar cómo brindaron con champán junto a los alemanes en Cambrai.
El periodista español cubriría también la rendición francesa en el vagón de Compiègne, la firma del Pacto Tripartito o el derrumbe del fascismo en Italia. Acudió a decenas de frentes y, con el tiempo, dirigiría Arriba. Décadas después, lamentaría amargamente que Franco hubiera relegado a los falangistas en favor de los «tecnócratas». Pero, por encima de todo, fue siempre el periodista español que acudió a Dunkerque.
Su vida política sirve para explicar el periodo que llevó a España desde la monarquía de Alfonso XIII hasta la Guerra Civil.