Javier Arjona | 15 de enero de 2018
Han transcurrido más de treinta y cinco años desde que José Gibert halló el resto fósil VM-O, popularmente conocido como el Hombre de Orce. Las pruebas de la hipótesis del primer poblamiento peninsular desde el norte de África son ya poco cuestionables. Sin embargo, la figura del paleoantropólogo catalán, fallecido hace una década, sigue pendiente de reconocimiento.
Corría el verano de 1879 cuando el abogado Marcelino Sanz de Sautuola, cántabro de origen hidalgo aficionado al naturalismo y a la antropología, descubrió en Santillana del Mar una cavidad rocosa que albergaba el mayor tesoro artístico de la prehistoria europea. La curiosidad infantil de su hija María, que entonces contaba ocho años de edad, puso al descubierto el techo de la Gran Sala de los Polícromos que acabó valiéndole a aquella Cueva de Altamira el calificativo de Capilla Sixtina del Arte Rupestre.
El formidable hallazgo pronto chocó con la crítica de las principales eminencias de la arqueología europea, que pusieron en duda la autenticidad de aquellas pinturas aparecidas al sur de los Pirineos. España era un país en franca decadencia que vivía sus primeros pasos de la etapa de la Regencia de María Cristina de Habsburgo y que estaba próximo a caer en el Desastre del 98. Gabriel de Mortillet, Edouard Harlé y, sobre todo, Emile Cartailhac iniciaron una campaña de desprestigio que tocó a su fin cuando se hallaron en el sur de Francia otros vestigios similares de arte rupestre. No fue hasta 1902, ya fallecido Sanz de Sautuola, cuando Cartailhac se retractó públicamente escribiendo el famoso artículo titulado «La grotte d’Altamira, Espagne. Mea culpa d’un sceptique«.
Lamentablemente no fue aquella la última vez que la comunidad científica europea, representada casi siempre por eruditos franceses y británicos, descartase en España cualquier hallazgo que en importancia y trascendencia histórica pudiera hacer sombra al patrimonio francés. En el verano de 2017 se cumplieron 35 años desde que en 1982 el equipo del paleoantropólogo José Gibert encontrase en el yacimiento granadino de Venta Micena un fragmento craneal, presuntamente humano, denominado VM-O y comúnmente conocido como Hombre de Orce.
La situación geológica del yacimiento y su estratigrafía dataron los restos hallados en el rango de entre 1.6 y 0.9 millones de años, lo que situaba a VM-O como el fósil humano más antiguo de Europa. Durante dos años, la hipótesis de que el fragmento encontrado era humano fue avalada por los principales expertos europeos en la materia, personalizados en el prestigioso matrimonio francés Henry y Marie Antoinette de Lumley. Ambos visitaron el yacimiento en el verano de 1983 y confirmaron entonces su autenticidad. El fósil VM-O estaba todavía adherido a una ganga calcárea que únicamente permitía observar su cara externa.
Cuando se limpió el fósil por su cara interna, apareció una cresta endocraneal que hizo tambalear el origen humano del fragmento. Al notificarse dicha anomalía al matrimonio Lumley, estos cambiaron su diagnóstico inicial estableciendo desde ese momento que los restos pertenecían a un asno joven y no a un homínido. Era el mes de marzo de 1984 cuando el Dr. Henry de Lumley llamó a José Gibert a su domicilio en Castellar del Vallés, conminándolo a realizar una rectificación pública sobre el origen de VM-O. A partir de este momento, comenzó para el paleoantropólogo catalán una larga carrera de obstáculos, sin éxito alguno, para demostrar la validez de su hipótesis.
José Gibert murió en 2007 y, como le sucediera a Sanz de Sautuola casi un siglo antes, no logró en vida que su argumentación, sólida en muchos aspectos, como se puede comprobar analizando el detalle de sus investigaciones en El Hombre de Orce (Editorial Almuzara), fuese considerada ni por sus colegas europeos, ni lo que es más triste, por la mayor parte de los españoles. De nada sirvió que además del hallazgo del controvertido VM-O se encontraran en Venta Micena otros restos que daban testimonio de la presencia humana en el Pleistoceno Inferior, como una diáfisis humeral infantil (VM-1960) o una diáfisis humeral adulta (VM-3691) hallada en 1990. Además, en el yacimiento de Barranco León, también localizado en la región granadina de Orce, se encontró un fragmento de molar (BL-0) y en Cueva Victoria, ubicada en Cartagena, una segunda falange de mano del dedo quinto (CV-0). Además de estos fósiles, recientes investigaciones han podido confirmar la autenticidad de un diente de leche descubierto en Barranco León en 2002 que se ha datado en 1.4 millones de años de antigüedad.
En el año 2016, publiqué en el libro Viajeros del Pasado (Chiado Editorial) el resultado de una investigación en la que simulé el descenso del nivel del mar en el Estrecho de Gibraltar durante la glaciación Donau (1.8–1.4 millones de años), demostrando la existencia de una lengua de tierra entre África y Europa que pudo permitir la entrada de homínidos de la especie Ergaster hasta el sur de la Península Ibérica. Este trabajo daba más argumentos a la hipótesis de poblamiento africano que el propio Gibert sostenía para justificar la presencia de los fósiles humanos hallados en la región de Guadix-Baza.
Es justo reconocer que la acomplejada España del siglo XX supo aprender en parte de la decepción de Sanz de Sautuola en Altamira. Cuando en la década de los 90 el equipo de Atapuerca sacó a la luz los restos fósiles de Heidelberguensis en la Sima de los Huesos y de Antecessor en Gran Dolina, todo un aparato mediático se puso en marcha para proteger y difundir unos hallazgos que pronto lograron una repercusión mundial y una difícil contestación en el plano académico. La sierra burgalesa logró blindarse ante la injerencia foránea y cada nuevo fósil encontrado en los distintos yacimientos ha sido portada de las principales revistas científicas internacionales. Lástima que, quizá con ese afán proteccionista, los profesores Juan Luis Arsuaga, José María Bermúdez de Castro y Eudald Carbonell tampoco hayan querido mirar hacia el sur peninsular.
Han pasado diez años del fallecimiento de José Gibert y las pruebas de la primera presencia humana en el Pleistoceno Inferior son cada vez más concluyentes, con lo que, al margen de la autenticidad del Hombre de Orce, parece poco discutible que los primeros homínidos llegaran a la Península Ibérica desde el norte de África en el periodo de 1.8 a 1.4 millones de años y se establecieran en la zona donde el equipo de Gibert encontró los primeros fósiles. Sería de justicia que un Emile Cartailhac del siglo XXI pudiera conceder al paleoantropólogo catalán su lugar de privilegio en la historia.
Su vida política sirve para explicar el periodo que llevó a España desde la monarquía de Alfonso XIII hasta la Guerra Civil.