César Cervera | 20 de enero de 2019
A veces se dice que los españoles son más papistas que el Papa. Que son de extremos. O de frío burgalés o de calor almeriense: sin término medio. Todo ello se contradice con que todas las elecciones de nuestra historia, al menos durante el periodo democrático, se hayan ganado desde el centro político. Tal vez solo somos personas muy pasionales, pero de boquilla, no de actos. Porque si algo ha caracterizado de verdad la mentalidad española a lo largo de la historia es una autocrítica feroz que las redes sociales han expuesto en toda su envergadura en los últimos años.
Los españoles pensamos que nuestra historia es un desastre, porque así nos lo dice la historiografía europea y –aquí entra la cuestión de la autocrítica– nosotros lo hemos asumido con cierto deleite porque nos gusta analizar nuestro pasado desde una visión implacable. Todo nos parece que se ha hecho fatal, al menos en comparación con lo óptimo. Por eso cuando analizamos, por ejemplo, las deficiencias de nuestra Armada a finales del siglo XVIII la vemos calamitosa en comparación con la mejor Marina de la época, la Royal Navy.
La armada española . La gran desconocida junto a nuestro Servicio de Inteligencia
Somos incapaces de usar referencias más próximas, más realistas. Decimos que nuestro siglo XIX fue un desastre, pero, ¿en comparación con quién? ¿Con Italia y Alemania, que ni siquiera existían hasta muy avanzado el siglo? ¿Con la Francia de la revolución? ¿La Francia que Napoleón llevó al desastre tras un imperio efímero y que lo único que legó es muerte? ¿La Francia que restauró la monarquía tras la alegre y sangrienta revolución?
Las comparaciones siempre son odiosas. La ácida pluma de Francisco de Quevedo, que helaría el hígado a cualquier otro rey de Europa, presentó el reinado de Felipe IV como un océano de corrupción política y judicial en el que se estaban ahogando los españoles, lo cual desde luego era cada vez más cierto, pero estaba en las antípodas del envilecimiento que se vivía en otros países de nuestro entorno. Mientras aquí nos tirábamos de los pelos porque los cargos empezaban a comprarse y venderse entre nobles, en Francia acostumbraban desde hace generaciones a que los hijos heredaran el cargo de juez de sus padres. Aunque lo que haga el vecino no exime de los pecados propios, da la medida de cuánto del problema es del país y cuánto de la naturaleza humana.
Esta tendencia a una autocrítica desmesurada ha hecho muy complicado alcanzar consensos y nos condena a encarnizadas discusiones de bar incluso por los asuntos más triviales. También nos condena a no saber valorar nuestros logros colectivos, como lo fue la Transición, cada vez más vilipendiada. Pero, sobre todo, perjudica nuestra capacidad para aunar fuerzas en proyectos que son importantes para todos.
Los costes del guerracivilismo . Pedro Sánchez carga un lastre político, económico y social
Nos hace autodestructivos y, al mismo tiempo, nos hace más democráticos que aquellos países que ahogan sus disidencias en una solitaria copa de alcohol de algún frío y silencioso bar, sin discusiones sobre si Messi es mejor que Cristiano o si Franco debe seguir o no en el Valle de los Caídos. No se ha estudiado suficientemente la íntima relación entre autocrítica y una buena democracia, en tanto que es a través del reconocimiento de los errores, defectos o maldades propias y del diagnóstico de su causa como se han obtenido algunos de los grandes avances de la humanidad.
Y no era un grupo minoritario o marginal. El célebre Bartolomé de las Casas elevó hasta el rey los maltratos que estaban sufriendo los indígenas en una obra escrita en 1552, La Brevísima relación de la destrucción de las Indias, que se usó como puntal de la leyenda negra. El fraile, que no dudó en exagerar algunos datos, al estilo de las disputationes in utramque partem habituales entre clérigos, fue escuchado en la corte castellana y consiguió materializar sus protestas, en 1542, con las Nuevas Leyes para el Tratamiento y Preservación de los Indios, que resultó una legislación pionera en la defensa de los pueblos indígenas.
Fue, del mismo modo, la autocrítica española la que alumbró las bases del derecho internacional a través de las premisas de Francisco de Vitoria, quien defendía que «aunque los indios no quisieran reconocer ningún dominio al Papa, no se puede por ello hacerles la guerra ni apoderarse de sus bienes y territorio». Resulta difícil encontrar otro imperio que en plena expansión se detuviera en consideraciones morales tales como si conquistar a otro pueblo era legítimo o no. Pero es que en pocos países, ninguno lejos del Mediterráneo y del entorno católico, había una tradición de libertad de palabra tan cultivada como aquí. Criticar al poder establecido le estaba permitido (dentro de ciertos límites) a los clérigos y, por ósmosis, a amplios sectores sociales y al mundo literario.
Las críticas volaban de forma más libre que en otros países de Europa, como pudo comprobar el primer Borbón a su llegada a España. Felipe V se mostró incapaz de imponer una censura efectiva contra los numerosos pasquines y sátiras que, nacidos al calor de la Guerra de Sucesión, jamás abandonaron su reinado. La reserva y el silencio no estaban prescritos para el mundo hispánico, a pesar de la imagen que se tiene desde la leyenda negra de una sociedad controlada por una inquisición de corte orwelliano. Como prueba de la llegada de un nuevo sheriff a la ciudad, la obra El Parnaso español del irreverente Quevedo, impresa en 1648 sin que entonces se incluyera en el índice de libros prohibidos del Santo Oficio, fue expurgado con saña en 1707 y, de nuevo, en 1747, ya en tiempos de esta nueva dinastía. No resultaba fácil acostumbrarse a palabras tan afiladas.
Su vida política sirve para explicar el periodo que llevó a España desde la monarquía de Alfonso XIII hasta la Guerra Civil.