Raúl Mayoral | 12 de enero de 2019
La Universidad de Salamanca (1218), nuestra decana de la alta cultura, ha cumplido ochocientos años y perdura como potente faro para España y para el mundo, especialmente el americano. Siempre resultará inabarcable el espectacular niágara de fecundidad que aquel magistral foco de estudios universitarios y conocimientos científicos ha proporcionado a la humanidad. Un aspecto poco tratado ha sido el de la silenciosa contribución de la universidad salmantina al concepto, que se acuñará centurias más tarde, de hispanidad. Sin aquella aportación, no se entendería este.
A partir del siglo XI, Europa vive una era con predominante tendencia al imperio y a la unidad. Los europeos tienen en común religión, lengua, soluciones políticas, estilos artísticos y modos de vida. Prima un fortísimo y unitario imperio espiritual: la Cristiandad, en cuya cúspide de las jerarquías residen el Papa y el emperador, aunque los templos son aún más relevantes que los palacios, cuyos salones se decoran como las naves de las iglesias. Es la época de las grandes universidades, corporaciones de maestros y escolares, en donde se universalizan y perfeccionan los métodos de la venerable tradición de las escuelas (schola) monacales y catedralicias medievales. Es también la época del triunfo de la liturgia romana, de las peregrinaciones a Roma y a Compostela, de las cruzadas como ideal colectivo.
Menéndez Pelayo, defensor de España y su hispanidad . Lectura en tiempos convulsos
En este contexto, surge la Universidad de Salamanca, impregnada de espíritu católico al servicio de la verdad católica y cuyo trabajo constante de investigación y docencia se conforma con las supremas leyes que rigen el desarrollo de la verdad científica. España asciende a gendarme de todo ese orbe ampliado con la doble gesta del descubrimiento y de la evangelización. Nuestra fortaleza no eran solamente tierras infinitas, sino sobre todo maestros en las universidades europeas, teólogos en los concilios ecuménicos, literatos en las academias, políticos en los tratados o misioneros y colonizadores en todos los continentes.
España y Portugal, dos pueblos tan afines por lengua, religión y cultura, que cruzarán en ultramar grandes rutas por su espíritu común de aventuras, temple épico y vocación universalista, se dan las manos en la Universidad de Salamanca. Hombro con hombro y sin volverse de espaldas, sientan en su bello claustro a Francisco de Vitoria, Domingo de Soto, Luis de Molina y Francisco Suárez, sin cuyo alto pensamiento hubiera sido quizás hoy tenue balbuceo y tanteo vacilante lo que es firme línea de justicia internacional y de derecho de gentes. Desde Bartolomé de las Casas a Junípero Serra, todos los ejemplares misioneros españoles no fueron a América a buscar oro, sino a llevarlo, trasplantando a las montañas, valles y planicies del Nuevo Mundo el hogar cristiano. Sobre aquel intrépido apostolado, diría Pío XII, siglos después, que «la más preciosa herencia que la Madre Patria ha legado a sus hijas es la incondicional fidelidad a Cristo y a su Iglesia».
En el primer tercio del siglo XX, Ramiro de Maeztu se erige en constructor de las bases graníticas de las ideas de España y de hispanidad. Maeztu concibe esta adaptándola del vocablo ‘raza’, imperfecta palabra propuesta en Buenos Aires por el gran vasco monseñor Zacarías de Vizcarra. La idea de hispanidad se funda sobre la fe católica, sobre la armonía del poder temporal y el espiritual, sobre la justificación histórica de la obra de España en América, sobre la concepción de la independencia americana como una guerra civil, sobre la idea de patria como un valor del espíritu y sobre la tesis de que la misión de todos los pueblos hijos de la gran España, incluida también la madre, es reanudar la obra católica allí realizada, depurarla de sus imperfecciones y continuarla hasta el fin de los tiempos. Buena parte de estos materiales se cocieron en Salamanca.
La hispanidad no es tanto un recuerdo como una esperanza; no es la mera conmemoración de un pasado, sino la estirpe ibérica como vigoroso elemento de paz y de orden para el mundo futuro; no es el solar vacío, sino el edificio que puede levantarse. Es la solidez del vínculo familiar que nos une en comunidad de naciones, en hermandad de pueblos, enlazados por el mismo idioma y sentido de la vida, los mismos valores éticos y la común fe cristiana. Conservamos el lazo espiritual de servir a un ideal colectivo. Quizás, tras ocho siglos impartiendo cátedra, la Universidad de Salamanca sí pueda exceptuar la regla del proverbio latino «lo que la naturaleza no da, Salamanca sí lo otorga»: la Cristiandad de naciones hispánicas rezando a Dios en lengua castellana sobre las dos orillas del mar de la hispanidad.
Su vida política sirve para explicar el periodo que llevó a España desde la monarquía de Alfonso XIII hasta la Guerra Civil.