Antonio Martín Puerta | 27 de junio de 2017
La II República reconoció en septiembre de 1932 un estatuto en cuyo artículo inicial se mencionaba: “Cataluña se constituye en región autónoma dentro del Estado español”. Algo parcialmente satisfactorio para los nacionalistas, cuyo programa de máximos había quedado reflejado en la llamada Constitución de La Habana de 1928, que así se iniciaba: “Las delegaciones del separatismo catalán de dentro y fuera de Cataluña, convocadas en la ciudad de La Habana bajo la presidencia del señor Francesc Macià…”. Un documento que apelaba a la ruptura con España, como antes lo habían hecho Cuba y Puerto Rico, en cuyas banderas se inspiraron para crear la secesionista catalana.
https://www.youtube.com/watch?v=ko2NmhoBfckEl 4 de octubre de 1934, se anunciaba que Alejandro Lerroux sería el nuevo presidente de un gobierno en el que aparecían tres ministros de la CEDA: Manuel Aizpún, Manuel Giménez Fernández y Oriol Anguera de Sojo. La reacción general de la izquierda fue de hostilidad declarada y, así, el Heraldo de Madrid de ese día comentaba: “La República del 14 de abril se ha perdido, tal vez para siempre. La que hoy inicia su vida no nos interesa”. El resultado fue un conjunto de reacciones como, junto a otras menores, la sublevación armada en Asturias y la promovida desde la Generalidad de Cataluña el 6 de octubre. Lluís Companys proclamaría desde el balcón de la Generalidad “el Estado Catalán de la República Federal Española”, lo mismo que había hecho unilateralmente Macià en 1931. República Federal que no se contemplaba en la Constitución.
Junto al papel jugado por el Consejero de Gobernación, Josep Dencàs – que según Jaume Miravitlles “era un sincero nacionalsocialista”-, hay que destacar el de las juventudes de Estat Català, dirigidas por Miquel Badía y discretamente apoyadas desde el consulado fascista de Italia en Barcelona. De hecho, Dencàs se exilió a ese país tanto en octubre de 1934 como en 1936, ahora huyendo de la CNT-FAI. No ha de olvidarse que estos procesos siempre cuentan con algún taimado avalista exterior.
Lerroux actuó con la constitución en la mano, declarando el estado de guerra– firmado por el presidente de la República, Niceto Alcalá Zamora, entre lacrimosos suspiros, según su costumbre- liquidándose la sublevación al día siguiente por el jefe de la Cuarta División, general Domingo Batet. Las cosas no podrían seguir igual y las discusiones en las Cortes evidenciaban serias discrepancias en torno a la pervivencia del régimen autonómico. El Debate de 9 de diciembre recogía las siguientes declaraciones de Lerroux: “La rebeldía de la Generalidad fue una rebeldía de unos cuantos. No fue la rebeldía de Cataluña. Por lo tanto, sobre Cataluña no pueden recaer las consecuencias del movimiento subversivo”. Por su parte, José María Gil Robles había manifestado el 6 de diciembre en las Cortes: “El Estatuto de Cataluña nadie ha admitido que sea un pacto; con la soberanía no se pacta. El Estatuto de Cataluña es un acto unilateral de la soberanía del Estado; un acto en virtud del cual el Estado español cede una parte de sus facultades a una región autónoma para que ejercite esas facultades que originariamente eran facultades del propio Estado”. Por su parte, Francisco Cambó y los diputados de la Lliga Regionalista, cuyo papel fue importante en el mantenimiento -ahora transitoriamente atenuado- de la autonomía, pusieron de manifiesto las tendencias ferozmente excluyentes de los hombres de la Esquerra dirigidas contra aquellos catalanes que deseaban seguir colaborando en las instituciones del Estado.
Finalmente, en la Gaceta de Madrid de 3 de enero de 1935 aparecía el siguiente texto: “Artículo 1º. Quedan en suspenso las facultades concedidas por el Estatuto de Cataluña al Parlamento de la Generalidad, hasta que las Cortes, a propuesta del Gobierno y después de levantada la suspensión de garantías constitucionales, acuerden el restablecimiento gradual de régimen autonómico.” El artículo segundo preveía la designación de “un Gobernador general que nombrará el Gobierno”. El primero de tales gobernadores sería Manuel Portela Valladares, llegando a haber nada menos que cinco, todos vinculados al Partido Radical. La duración de las restricciones a la autonomía vino a durar un año, pues ya desde abril de 1935 aparecieron en la Gaceta decretos restaurando el sistema anterior, salvo en lo referente a las potestades conexas con el orden público.
En realidad, desde los mismos inicios del nuevo régimen era perfectamente claro que los nacionalistas catalanes funcionaban con agenda propia. Cabe recordar las palabras de Indalecio Prieto en el Diario de Sesiones de 25 de noviembre de 1931: “…en los treinta y dos años de vida política que llevo no he conocido un caso de deslealtad más característico que el realizado por los republicanos catalanes con relación a lo que en el Pacto de San Sebastián se convino”. Por su parte, Josep Pla, al referirse a lo que había sido la gestión de la Esquerra, escribiría en su Historia de la Segunda República que se había instaurado “una verdadera dictadura izquierdista, indotada para el gobierno, para la administración y para el más elemental trato humano”. En esa misma obra efectúa una observación digna de ser recordada: “Los que afirman que la República trató de resolver el problema catalán no tienen una idea clara de la significación de los verbos tratar y resolver”.
Su vida política sirve para explicar el periodo que llevó a España desde la monarquía de Alfonso XIII hasta la Guerra Civil.