Antonio Manuel Moral Roncal | 08 de noviembre de 2017
La carrera política de Leopoldo O’Donnell está marcada por la moderación, la defensa de la monarquía y los intentos de conseguir un sistema equilibrado entre la libertad y el orden en una época complicada de la historia de España.
El día 5 de noviembre de 2017 se cumplieron los 150 años de la muerte, en Biarritz, de uno de los personajes más interesantes del siglo XIX español: Leopoldo O’Donnell (1809-1867). Nacido en la isla canaria de Tenerife, procedente de una familia de militares católicos de origen irlandés, hizo sus primeras armas en defensa de la causa constitucional durante la Primera Guerra Carlista (1833-40), donde alcanzó los máximos honores. En 1837, contrajo matrimonio en Barcelona con Manuela Bargués y Petre, viuda con dos hijas de un rico comerciante. Pese a no tener descendencia directa, O’Donnell tuvo que mantener a una extensa familia, ya que, además de su entorno más íntimo, dependieron de él su madre, su hermana y tres sobrinos huérfanos. Quizá por ello comprendió la necesidad de contar con amistades y apoyos políticos en la España liberal que había obtenido los laureles de la victoria militar.
En los inicios del reinado de Isabel II, la vida política se organizó en torno a dos grandes partidos, el Progresista y el Moderado. En este último, O’Donnell encontró acomodo y viejas amistades de los tiempos de la guerra, como Ramón María Narváez -líder de los moderados-, que lo nombró capitán general de Cuba entre 1844 y 1848, senador vitalicio y director general de Infantería. Desde esos puestos se ganó una acreditada fama en los medios castrenses, que lo convertirían en uno de los jefes más respetados del Ejército español en las siguientes décadas.
En 1854, habiendo degenerado el Gobierno moderado bajo el conde de San Luis hacia posiciones autocráticas y ultraconservadoras alejadas de las ideas de la mayoría del partido, O’Donnell participó en un movimiento nacional que -secundado por corrientes revolucionarias populares- abrió un bienio de hegemonía política del Partido Progresista. Leopoldo se integró como ministro de la Guerra en un gabinete presidido por el general Baldomero Espartero, mientras ayudaba a fundar un partido propio de vocación centrista, la Unión Liberal, que aspiró a situarse entre progresistas y moderados. En 1856, ante el caos político provocado por la mala gestión administrativa y la escasa capacidad política de Espartero, fue nombrado por la reina Isabel II presidente del Consejo de Ministros, regresando a la Constitución moderada de 1845, si bien enmendada con un Acta Adicional que reflejaba la voluntad unionista de conservar algunas conquistas del liberalismo avanzado.
Se abrió entonces un periodo de consolidación de los unionistas de O’Donnell en la escena política, frente a los dos partidos tradicionales, los cuales en muchas ocasiones decidieron autoexcluirse y pasar a la oposición. O’Donnell fue presidente en tres ocasiones, en 1856, 1858-63 (el «Gobierno Largo») y 1865-66. Su mayor periodo de gobierno se caracterizó por la apertura política y un gran auge económico, con expansión de los ferrocarriles, reorganización de la Hacienda Pública, promoción de la Armada y el Ejército, inversiones estatales para impulsar sectores económicos nacionales, construcción de obras públicas y mejora del aparato administrativo y estadístico del Estado. La bonanza económica fue empleada para reforzar una política exterior española propia, consolidación de una línea abierta desde la desaparición de la Cuádruple Alianza y la intervención española en Portugal en 1846.
Tradicionalmente, la política internacional de O’Donnell fue presentada como una serie de quijotadas y desventuras inconexas, fruto de un nacionalismo exacerbado. Sin embargo, no fue así. Esta interpretación debe rechazarse, ya que, en los años centrales del siglo XIX, España no fue ajena a las corrientes que ligaban el prestigio de una nación con una mayor presencia en el escenario mundial. En este contexto debe situarse la victoriosa guerra de África (1859-1860), que provocó una auténtica oleada de patriotismo y unión entre los españoles. Todos los partidos, desde republicanos a carlistas, pasando por todas las ramas del liberalismo monárquico, se entusiasmaron con una campaña exterior que pareció resucitar la glorias militares de la época de los Austrias y llevar la civilización y el progreso a tierras africanas. Sin embargo, tras las victorias militares y los tratados de paz, el político tinerfeño fue suficientemente realista para declarar ante el Congreso que España no tenía todavía la capacidad para emprender una ocupación colonial de Marruecos.
Por otra parte, O’Donnell, si intervino con expediciones en la Conchinchina y México al lado de la Francia de Napoleón III fue sobre todo para salvaguardar el dominio español de Cuba, la perla económica del Caribe. Quiso demostrar a norteamericanos y europeos la capacidad de defensa que todavía podían tener las armas españolas, al tiempo que intentaba favorecer el traslado de mano de obra de otros países a las plantaciones cubanas. De ahí también los intentos de solucionar la breve unión de Santo Domingo con España o la guerra del Pacífico con Perú, salvaguardando su imagen internacional.
O’Donnell se esforzó por apuntalar la Monarquía constitucional, rechazando las conspiraciones carlistas. Apoyó un mayor contacto entre la Corona y la sociedad mediante los viajes oficiales de la reina a las provincias, que fueron un auténtico éxito de multitudes. Fracasó, sin embargo, en su intento por reincorporar a los progresistas al sistema político, los cuales denunciaron la falta de limpieza en las elecciones. Durante su último gobierno, O’Donnell logró que las Cortes -con mayoría moderada- aprobasen una nueva ley electoral, prometida en su programa, que superó a la progresista de 1837. Triplicó el número de electores, que fue de 150.000 a casi 420.000. La ley abolió igualmente el viejo sistema de distritos electorales, proclive a abusos, y estableció circunscripciones que, aunque más extensas que los distritos, eran más pequeñas que las provincias. En consecuencia, se agrandaron los censos electorales con mayor peso de votantes urbanos. La importancia de esta ley española se acrecienta si tenemos en cuenta que fue anterior a la famosa reforma electoral del primer ministro británico Disraeli, en 1867, que también amplió el número de votantes en el Reino Unido.
Político y militar, conde de Lucena y duque de Tetuán con Grandeza de España, Leopoldo O’Donnell buscó conciliar libertad y orden. Su partido, la Unión Liberal, tendió hacia ideas progresistas, aplicándolas con el sentido práctico de los moderados. Convencido de la necesidad de una España monárquica y liberal, fue de los primeros políticos en sugerir la sustitución de la reina Isabel II -ante el desgaste de su imagen pública- por su hijo, Alfonso XII, al final de la década de los años 60. Su inesperada muerte en tierras francesas precipitó la desaparición del régimen isabelino.
El duque de Tetuán intentó crear un turno político con los progresistas -que llegaría en los años de la Restauración alfonsina (1875-1885)- pero fracasó finalmente, aunque en sus filas tuvo un colaborador destacado que sería clave para el futuro: Antonio Cánovas del Castillo. Este político conservador lograría llevar a cabo muchos de los ideales que O’Donnell no pudo lograr en su convulso tiempo de construcción de la Nación liberal. Pero su «Gobierno largo» será recordado como una época dorada de estabilidad, relativa paz social y crecimiento económico.
Su vida política sirve para explicar el periodo que llevó a España desde la monarquía de Alfonso XIII hasta la Guerra Civil.