Roberto Villa | 13 de marzo de 2018
Los historiadores de la política estamos de enhorabuena. Antonio Moral Roncal, profesor titular de Historia Contemporánea de la Universidad de Alcalá de Henares, ha vuelto a situar en el candelero la monarquía constitucional de Isabel II y la ejecutoria de los partidos políticos en aquellas apasionantes décadas centrales del XIX. Lo ha logrado gracias a su reevaluación de la figura de Leopoldo O’Donnell, uno de los “militares políticos” del periodo que lideró el partido de la Unión Liberal. Este se interpuso a finales de los años cincuenta en aquel estruendoso duelo que el Partido Moderado, la derecha constitucional, y el Progresista, la izquierda liberal, protagonizaban ya desde la Primera Guerra Carlista.
ANTONIO MANUEL MORAL RONCAL | O’DONNELL. EN BUSCA DEL CENTRO POLÍTICO | FAES FUNDACIÓN | 2018 | 207 PÁGS. | 15 € | EBOOK: 7,99 €
Precisamente porque el anhelo de los integrantes de la Unión Liberal era suavizar las luchas que impedían consolidar el gobierno representativo en España, el subtítulo de la obra queda plenamente justificado. En efecto, esa búsqueda del centro político debe su impronta a aquellos progresistas hastiados con los procedimientos revolucionarios del “todo o nada”. Y también a los moderados llamados “puritanos”, que se negaban a entender la nueva monarquía constitucional bajo criterios exclusivistas y deseaban que las alternativas en el poder político, principalmente la mudanza de partidos en el gobierno, no conllevaran modificar a cada instante la Constitución y los mecanismos del sistema representativo.
Como deja traslucir el libro de Moral, el rápido ascenso de O’Donnell, hasta los años cuarenta un militar que había hecho carrera en la guerra carlista y luego en la capitanía general de Cuba, a jefe de partido y de gobierno derivaba de una práctica disfuncional del liberalismo en España. En aquel tiempo, la lucha por el poder no solía encauzarse en una paciente labor parlamentaria y de influjo en la opinión pública, aprovechando las libertades constitucionales. Por el contrario, los políticos trataban de forzar a su favor, acudiendo al pronunciamiento militar, la prerrogativa de la Corona en la provisión de los gobiernos. Como Cánovas apuntó con sorna, los progresistas y los moderados se sucedían “cada vez que el uno podía más que el otro, le fusilaba, le cañoneaba, le vencía y ocupaba el poder”.
Leopoldo O’Donnell, aniversario de un político centrista que trabajó en tiempos convulsos
La costumbre de acudir a los cuarteles para derribar al adversario, o para defender la posición adquirida en el gobierno, hizo que los políticos civiles ligaran su fortuna a los generales con “prestigio”, capaces de arrastrar por sí mismos a un número importante de sus conmilitones para una u otra labor. Y aquellos acabaron desplazando a los políticos civiles del liderazgo de gobiernos y partidos. ¿Cómo podría ser de otra forma si de los militares dependía la consecución del poder y si la Corona, inquieta ante el descontento de los «espadones», se obligaba a pulsar su opinión antes de ejercer la prerrogativa? He aquí por qué los puritanos del moderantismo, insatisfechos con la política de Narváez y de los notables del partido, buscaran en O’Donnell al personaje que les otorgaría esa influencia en el Ejército, tan necesaria para dotar de apoyos su proyecto de unión liberal y para procurarse una expectativa real de gobernar.
Su oposición a la reforma restrictiva de Bravo Murillo y, posteriormente, al gobierno Sartorius, cuyos modos autoritarios habían provocado una grave crisis constitucional, dio a los puritanos tan anhelada oportunidad, vía pronunciamiento. Pero lo que se pretendía una operación incruenta para forzar la prerrogativa de la Reina se convirtió en un gravísimo motín que dejó a O’Donnell y a los suyos a merced del Partido Progresista. Aquel hubo de conformarse con secundar al «espadón» del progreso, Espartero, en un gobierno conjunto desde el que se ocupó del Ministerio de la Guerra.
O’Donnell solo comenzó a brillar con luz propia cuando lideró a quienes se oponían a la pretensión de los progresistas de hacer una nueva Constitución al calor de unas Cortes propias. Su éxito fue indudable cuando pudo apartar, sin nuevas conmociones, a Espartero del gobierno y atraerse a la parte más valiosa del progresismo para fraguar, junto con sus puritanos, un nuevo partido. La bandera de la Unión Liberal dotó a España, a partir de 1858, del gobierno estable que tanto estaba necesitando. O’Donnell descontaminó al país de pulsiones sectarias, gobernó maximizando las oportunidades que la Constitución de 1845 otorgaba para una política liberal, promovió el desarrollo económico mediante la difusión de la propiedad y de una red de infraestructuras que permitió articular un mercado nacional, y hasta dotó al país de un papel activo en la política exterior, donde se combinaron empresas de fuste con improvisaciones aventureras, tales como la intervención en Méjico o la incorporación de Santo Domingo.
Pero el libro de Moral, precisamente porque es producto de un historiador profesional y honesto, deja entrever los límites del proyecto de la Unión Liberal y el liderazgo de O’Donnell. Don Leopoldo, hombre de notable intuición, fino y frío, secundado por un plantel excelente de colaboradores civiles, no supo sin embargo qué hacer, después de 1863, con su partido. Ríos Rosas, la figura del unionismo más destacada, le marcó un camino razonable. Retraídos unos progresistas abonados, como de costumbre, a la política del “todo o nada”, no cabía otro papel, si se quería estabilizar la monarquía constitucional, que ocupar su espacio político. La Unión Liberal debía pasar del centro a una izquierda pro-sistema asumiendo con decisión lo “gacetable” del programa progresista y absorbiendo a la facción de este partido contraria al retraimiento. Esta segunda opción era plausible, atendiendo al fracaso continuado del general Prim de resituar en una táctica legalista a la izquierda liberal. Además, para hacer política conservadora ya estaba el Partido Moderado, hacia el que podrían derivar, renovándolo, todos aquellos miembros de la Unión Liberal que no aceptaran ese giro a la izquierda.
No hay más que ver la política española entre 1856 y 1868, y compararla con el Sexenio posterior, para atisbar las posibilidades que ofrecía una alternancia que, acordada entre unionistas y moderados, guiara el ejercicio de la prerrogativa regia. O’Donnell, sin embargo, se empecinó en buscar un turno imposible con los progresistas, que despreciaron incluso los cambios legales liberalizadores llevados a cabo entre 1864 y 1866, entre ellos una reforma electoral expansiva y estimable. El empeño de O’Donnell suscitó, además, la hostilidad de su contraparte moderada, en peligro de verse desplazada para siempre del poder. Por ello, sus notables apelaron para evitarlo, y cuantas veces hizo falta, al influjo de su «espadón», el veterano Narváez, y a sus contactos en la Corte.
Después de acabar dislocando, sin fruto alguno, el sistema de partidos, O’Donnell se negó a ejercer de leal oposición al Partido Moderado y, tras dejar el gobierno en 1866, se fue a Francia. La inmadurez política del general interpretaba como desaires de la Corona las tres veces que se marchó de la presidencia, lo que demostraba a las claras que su política de conciliación no estaba exenta de una consideración cuasipatrimonial del poder. Era sencillamente falso que Isabel II lo pretiriera respecto de Narváez. Entre 1856 y 1868, este gobernó tres años y medio, por más de seis de O’Donnell. Contrario al intento de Cánovas de que el unionismo no rompiera con la legalidad, pero también a la pretensión de su “partido militar” de unirse a los progresistas para destronar a la Reina, O’Donnell se mantuvo en la indolente tercera vía de “hacer el vacío” a la monarquía constitucional: ni acudir a palacio, ni a las elecciones de 1867. Apretado el cerco en torno de Isabel II, abandonada por O’Donnell como antes lo había sido por Prim, ¿qué otra cosa podía hacer la Corona que confiarse a la capacidad de Narváez para desmontar una conspiración que iba directamente contra su titular? La decisión de la Reina era de una lógica aplastante. Solo la ineptitud con la que el sucesor de un Narváez ya fallecido, González-Bravo, practicó la política represiva, sin respeto por la legalidad vigente, fabricó los amplísimos apoyos que dieron al traste con el trono de Isabel II.
Como puede observarse, Antonio Moral ha escrito una biografía que ha reabierto el debate sobre la política en tiempos de aquella Reina. En esta obra, el lector podrá apreciar un O’Donnell que intentó representar una política de conciliación, pero que acabó devorado por las convulsiones de una praxis política distinta de la nuestra. No obstante, y eso es lo importante, su trayectoria política puede enseñarnos mucho en punto a las condiciones institucionales y los tipos de liderazgo que son cardinales para el buen funcionamiento de la democracia representativa.
Su vida política sirve para explicar el periodo que llevó a España desde la monarquía de Alfonso XIII hasta la Guerra Civil.