Isaac Blasco | 20 de abril de 2017
La catedral del Salvador de Ávila se quedó pequeña para acoger los funerales del expresidente Adolfo Suárez, un acontecimiento del que acaban de cumplirse tres años. Los restos de uno de los pilotos de la Transición reposan, junto a los de su esposa, en el claustro del templo abulense, muy cerca de los de otro expresidente, en este caso de la II República en el exilio: el historiador Claudio Sánchez Albornoz.
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El de Cebreros garantizó su última parada en el emplazamiento escogido mediante una solicitud formulada muchos años atrás ante el cabildo catedralicio. El boato que rodeó los funerales de una figura de su relieve no resultó excepcional; sí lo fue el respeto a la voluntad del finado, raramente observada en España, por mucho que esta pertenezca a un estadista, como es el caso. Una mirada a la historia de España revela que la peripecia de los muertos ilustres está repleta de disposiciones no seguidas, episodios de lamentable dejadez y hasta detalles que basculan entre lo macabro y lo surreal.
Poco que ver con la interiorizada conciencia de honrar «dignamente» el sueño de esas figuras sobresalientes en países como Francia o el Reino Unido. Todavía perdura en la memoria de muchos los honores tributados en Leicester a los restos de Ricardo III -el que daba su reino por un caballo en la obra homónima de Shakespeare-. Sus huesos, hallados hace casi un lustro en el subsuelo de un garaje municipal de esa ciudad del centro de Inglaterra, recibieron un sepelio tres años después en la catedral local tras ser acompañados por un solemne y multitudinario cortejo. Fue el cierre a un periplo de más de cinco siglos para un cuerpo que por fin descansó en el lugar escogido tras caer durante la batalla librada el 22 de agosto de 1485 en los Campos de Bosworth, muy cerca de donde hoy reposan.
Las convulsiones del siglo XIX provocaron que la iniciativa de velar con todas las dignidades el sueño eterno de esas figuras perdurables en nuestra historia nacional acabara mal. En este periodo (1864-1874), el Gobierno de los generales Prim y Serrano, de un odio mutuo inefable, culmina la creación de una especie de «mausoleo patrio» con sede en la madrileña Basílica de San Francisco el Grande. El criterio, muy ambicioso y de vocación retrospectiva, llevó a trasladar los cuerpos de ilustres de todos los ámbitos y épocas, entre ellos los de Quevedo o Calderón de la Barca.
Los vaivenes de aquel periodo malograron el proyecto y, por el camino, tanto Quevedo como Calderón acabaron en paradero desconocido. En ese panteón fallido fueron depositados también los restos de Alonso de Ercilla, Juan de Villanueva, Garcilaso de la Vega o Ventura Rodríguez. Tras quedar el asunto en vía muerta, todos fueron devueltos a sus lugares de sepultura originarios.
El permanente ruido de sables decimonónico no logró enterrar la veleidad de dotar un lugar común en el que reunir los despojos de las figuras principales del país. Pero, en esta ocasión, la iniciativa se ciñó a la época contemporánea y a los ámbitos militar y político.
La regente María Cristina dio el impulso para que la Basílica de Atocha, tras ser reedificada por la amenaza de ruina del templo original, se convirtiera en una suerte de copia de los Inválidos de París donde tuvieran acomodo los restos de militares y políticos con un papel destacado en el devenir común de los españoles. Esta vez ni poetas ni arquitectos: solo generales y hombres de Estado. Era el precedente directo del Panteón de los Hombres Ilustres.
Con el tiempo, políticos como Canalejas, Dato o Cánovas del Castillo, asesinados durante el desempeño del cargo, tuvieron su hueco allí
Esta reserva del «derecho de admisión» enlaza precisamente con el uso de la parte aneja de la iglesia como cuartel de los Inválidos. Allí comenzaron a ser inhumados quienes lo habían dirigido –Palafox, Prim, Castaños…–. Con el tiempo, se dio cabida a políticos de esos años, varios de ellos -como Canalejas, Cánovas del Castillo o Dato– asesinados durante el desempeño del cargo.
Aparte de los de esos tres expresidentes, otros tantos túmulos acogen los restos del marqués del Duero, Ríos Rosas y Sagasta. En otro, colectivo, yacen Martínez de la Rosa, Argüelles, Muñoz-Torrero, Olózaga y Mendizábal.
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El conjunto, de una estética muy de la época pero de indudable valor artístico, es obra de escultores como Benlliure, Estany o Querol. De hecho, los mausoleos suntuarios son el mayor reclamo de un recinto desconocido por la mayoría de españoles.
Fue el general Primo de Rivera el que «dejó morir» el Panteón, sobre todo por las connotaciones alfonsinas del recinto, obra del arquitecto Fernando Arbós. Tampoco antes Cánovas resultó ser un gran entusiasta del lugar que, paradójicamente, sería su última parada.
Pese a los tímidos intentos de «reverdecer» el Panteón de Hombres Ilustres para preservar la memoria de los más destacados de la historia de España, la «psicología colectiva» -vinculada normalmente con los colores políticos- ha frenado cualquier iniciativa dirigida a dar proyección al lugar. Allí faltan, entre otros muchos, los presidentes de la I República Pi i Margall, Salmerón o Figueras -enterrados en el cementerio civil de Madrid-, Castelar -en el de San Isidro, Madrid-, Alcalá-Zamora -en el de La Almudena- o Calvo Sotelo -en Ribadeo, Cantabria–.
Su vida política sirve para explicar el periodo que llevó a España desde la monarquía de Alfonso XIII hasta la Guerra Civil.