Juan Caamaño | 20 de mayo de 2017
Fue en una noche primaveral del año 1926 cuando Javier Martín Artajo lanzó a su hermano Alberto una simple y sencilla pregunta: “Oye, Alberto, ¿y si fuéramos a Santiago andando?”, pregunta que mantuvo despiertos a los dos hermanos hasta el amanecer, pues al atractivo de la aventura se unía el hecho de ser Año Santo y, como tal, el deseo de ganar el jubileo compostelano.
Siendo jóvenes responsables -Alberto, 21 años y Javier, 20-, decidieron que la peregrinación debían comenzarla con los deberes cumplidos, es decir, una vez finalizados sus respectivos cursos en la Universidad Central de Madrid, aprovechando, además, ese período de tiempo para buscar algún compañero y prepararse físicamente. El compañero lo encontraron en la persona de Rafael Solana y sus fuerzas las probaron caminando de Madrid a Jadraque (Guadalajara), distantes 108 kilómetros, en dos días. Quedaba claro que estaban en forma.
El día escogido fue el martes 15 de junio; el lugar, la puerta de su casa, muy cerca del Paseo de Rosales, y, como despedida, un beso muy largo de su madre y unas cariñosas pero enérgicas palabras de su padre quien, haciendo honor a su dignidad castellana, les dejó bien claro el compromiso que adquirían como peregrinos: “Si queréis, aún estáis a tiempo de quedaros; pero si salís, no volváis a casa sin haber llegado a Santiago”, mandato que metieron en la mochila para tenerlo presente en los momentos de desfallecimiento.
La peregrinación, en sus detalles, la conocemos por haberla plasmado Javier en el libro Caminando a Compostela, editado en 1954, y reeditado en 1976, por la Editorial Católica, coincidiendo con que ambos eran Años Santos. Escrito veintiséis años después de la peregrinación, la obra, como señala en el prólogo el agustino padre Félix García, O.S.A., recoge con sencillez y fidelidad la emoción de cada jornada, así como “el camino y la tierra, los pueblos y los hombres reflejados en la mirada limpia de los peregrinos al viejo estilo… venciendo fatigas y tentaciones de volver la vista atrás, por el puro gozo de ver, de medir leguas, de sorprender al paso las cosas y los paisajes, como si ellos fueran los primeros que gozaran de su contemplación”.
Para su escritura, hubo Javier de apoyarse, además de en sus recuerdos, en los apuntes de Alberto, pues los suyos se perdieron en la Guerra Civil, lo cual nos permite intuir y conocer los sentimientos de peregrino de un comprometido propagandista, fiel colaborador de don Ángel Herrera Oria, que llegaría a ser presidente de la Asociación Católica de Propagandistas entre los años 1959 y 1965. Javier es agradecido con el trabajo de su hermano, a quien define como el “incansable cronista de los sucesos de cada día”, mientras que el valor de los apuntes lo refleja al señalar que son “objetivos como un acta notarial”.
Los dos hermanos confiesan que no había promesa o sacrificio alguno que los llevase a Compostela, solo peregrinar a Santiago, “sin pena ni gloria… pero con una inmensa ilusión por llegar”. La aventura de hacer algo fuera de lo ordinario pesaba mucho en la decisión, siendo, como eran, andariegos por naturaleza y contemplativos del mundo que los rodeaba, pero no dudan en afirmar que los encantos del caminar se acentúan si al final del camino alguien los espera y, en este caso, “nos esperaba Santiago Apóstol con la redención general de nuestras culpas”.
Un lector ajeno a la vida de los hermanos Martín Artajo descubrirá en las primeras páginas del libro la profunda y sencilla fe que les anima a ponerse en camino, una fe que quieren afianzar cada día “ayudando a misa al párroco de cada pueblo” y que pondrán en práctica en las cuentas del rosario: “Cada día lo dirige el que camina en medio y los otros dos contestan, sin perder el paso”. No puede extrañarnos su compromiso religioso, cuando los tres peregrinos que partieron de Madrid, más el cuarto que se les unió en Ponferrada, hermano de Rafael Solana, eran miembros de la Congregación de los Luises y a través de ella mantenían contacto y relaciones con la Asociación Católica Nacional de Propagandistas. En el caso de Alberto, esta relación acabará fructificando, al ser admitido como socio inscrito en el Centro de Madrid en el mes de noviembre, tal como aparece reflejado en el Boletín de la Asociación correspondiente al 20 de noviembre de 1926, en el apartado de noticias. Habían pasado algo más de cuatro meses desde su llegada a Compostela.
Sobre el equipaje, deciden cargar con mochilas de soldado que llenan de ropa tradicional, rechazando cualquier atuendo deportista, a lo que añaden botiquín, cantimplora y una ‘pequeña biblioteca’ compuesta por el “Kempis”, las obras de Santa Teresa, el Quijote, un tomo de poesías líricas y, por si no fuera suficiente, un libro de poemas de Rabindranat Tagore. No puede dejar de sorprendernos la literatura que escogen, por el número de libros y los temas -el Kempis dice que quien mucho peregrina, poco se santifica- todo lo cual hará que el peso total de la mochila sea de 14 kilos por barba, un peso que hoy consideramos como un mal comienzo de peregrinación.
La enseña como peregrinos no era la tradicional concha de vieira, sino el bordón que cada uno llevaba, una vara de fresno, “símbolo de todo lo noble y sublime que significa peregrinar”, cuya principal misión, además de servir de apoyo en el caminar y defenderlos de algún perro poco amistoso, era, dice Javier, “susurrar en nuestro oído una perenne canción al rozar contra la tierra…”.
Castillo de la Mota ¡orgullo de Medina del Campo! #Valladolid @spain pic.twitter.com/q3BDcruVTk
— Turismo Castilla y León (@CyLesVida) March 6, 2017
En cuanto a la ruta a seguir, los dos hermanos decidieron seguir la carretera nacional en dirección a Galicia, comprobando que cada 30 o 35 kilómetros había un pueblo o ciudad donde hacer parada, De esta manera, calcularon que en veinte días llegarían a Santiago, quedando libres los domingos para descansar en Medina del Campo, Astorga y Lugo. En total, 616 kilómetros. Como medida de precaución, Alberto fue el encargado de escribir a los curas de los pueblos informándolos de su peregrinación y solicitándoles hospitalidad, no fuera a ser que los tomaran por vagos y maleantes y les aplicaran la citada ley.
Ya están los caminantes en marcha, y escribo ‘caminantes’ porque dos días tardaron en dejar a un lado la inquietud, la prisa y el desaliento propio del excursionista para, poco a poco, transformarse en peregrinos y empezar a descubrir el mayor regalo que se le ofrece al peregrino: la contemplación. Dejando atrás el pueblo de San Rafael, Javier escribe: “Mientras los pies caminan, la vista se pone en Dios, se desparrama amorosamente por todo cuanto a uno le rodea y después se mira uno a sí mismo, también con benignidad”. Realmente ya eran peregrinos.
Insignia del Año Santo Jacobeo de 1926 | Juan Caamaño
Es Alberto quien suele abrir la marcha; tras él, Rafael, y Javier, más inquieto, suele caminar de un lado a otro como un perro perdiguero. Disfrutan del paisaje castellano, de la conversación con los pastores, con algún maletilla que encuentran, los curas de los pueblos y otras gentes humildes que los acogen con respeto. Todo es emoción y felicidad, pero también sintieron la desolación, propia de quien ve en Castilla lo que no es: “La digna austeridad castellana se me antojó miseria; la sequedad de aquel páramo como un castigo del Cielo; la desnudez de la tierra, desidia de sus hombres; la inmensidad de la llanura, campo infinito para la desesperanza; los surcos paralelos, una inmensa parrilla de asar; los pueblos recocidos, costrones levantados de la propia tierra”. El sol castellano, hoy como ayer, exige mucho a los peregrinos.
En seis días, atraviesan la llanura castellana y entran en tierras leonesas, en Benavente, bajo una fuerte tormenta. Las dificultades para encontrar alojamiento en ciertos pueblos les obligan a caminar más de lo previsto: de Benavente a La Bañeza, 40 kilómetros, y 54 entre Astorga y Bembibre. En Ponferrada se les une Luis Solana, que es recibido con alegría por los tres peregrinos, entre otras cosas porque trae buenos ‘cuartos’, ya que los fondos estaban agotados. Aquí será bueno mencionar que, respecto a los gastos, iban a lo justo, como corresponde a la condición de peregrino: “Tres pesetillas por barba nos costaba el condumio de almuerzo o cena, y con otro tanto para dormir o desayunar, llegábamos al límite presupuestario de doce o catorce pesetas por día y peregrino”
La entrada en Galicia por Piedrafita la viven con enorme ilusión, al sentir que pisan la tierra del Apóstol: “En el puerto de Piedrafita nos sentimos muy cerca del cielo”. Son los primeros días de julio y la naturaleza se engalana, mostrando las flores desde la más pequeña hierbecilla hasta los grandes robles y castaños; donde menos se piensa, brota un manantial y el agua en su perseverancia acaba por abrir cauce y formar un arroyuelo. Así caminan por las tierras gallegas, sorprendidos y admirados, sin ser conscientes de la sorpresa que les espera en Lugo ante la expectación que su llegada produce en la ciudad. Aquí vivieron las atenciones del obispo, el cariño y admiración de sus gentes y “el meloso hablar de las muchachas lucenses, que por poco causan víctimas entre los peregrinos”. Pero también les esperaba el Señor, expuesto en la catedral en la permanente custodia: “Los cuatro estudiantes madrileños, todavía jadeantes, renegridos y polvorientos, cargados con mochilas y cantimploras, rendían ante Jesús Sacramentado sus bordones de peregrinos”.
A partir de Lugo, caminan con prisa, inquietud y nervios ante la proximidad de Compostela: “La ilusión nos pone alas en los pies”, unas alas que los llevan al Monte del Gozo, donde caen de rodillas y lloran de alegría al divisar las torres de la catedral compostelana. Y, en un santiamén, ya están en Compostela, recorriendo sus calles sin prestar atención a las palabras de los amigos que los acompañan; en esos momentos nada les interesa, solo sus propios pensamientos: “Nuestros amigos lo comprenden así y no tratan de distraernos con explicaciones propias para turistas; las varas de fresno, consagradas como bordones, en nuestras manos cantan su canción más sonora; un recodo a la izquierda, unas escalerillas y, frente a nosotros, ¡la Puerta Santa!”.
Una vez dentro de la catedral, abrazados a los barrotes de la reja, caen de hinojos y de sus labios surgen los agradecimientos: “¡Gracias, Señor, que nos has permitido llegar! También la oración personal, el abrazo a Santiago y más oraciones en la cripta, ante la urna que guarda los restos del Apóstol para, ya de anochecida, cruzar el Pórtico de la Gloria y salir a la Plaza del Obradoiro. Era el miércoles 7 de julio. La peregrinación había llegado a su término felizmente.
La peregrinación de los estudiantes madrileños era bien conocida por la prensa. Ya el 25 de junio, cuando se encontraban a la altura de Medina del Campo, el Diario de Compostela, con el título «De Madrid a Santiago, a pie», mencionaba a los peregrinos y resaltaba las dificultades de la empresa: “Inútil nos parece exponer las dificultades que se oponen a los expedicionarios para salvar la respetable distancia que media entre el Centro y uno de los extremos más distantes de la Península… por todas partes van recibiendo cariñosas manifestaciones de simpatía”.
Cartel del Patronato Nacional de Turismo con motivo del Año Santo de 1926 | Juan Caamaño
Similares noticias aparecen los días siguientes en El Progreso de Pontevedra, La Región de Orense, El Correo Gallego o El Regional de Lugo que, además, en este caso, dice que “el Sr. Obispo les ha invitado a oír la misa que él les dirá en su oratorio particular”.
Completada la peregrinación, La Región de Orense recoge la noticia el 9 de julio: “Procedentes de Madrid llegaron a Santiago los dos hermanos Sres. Martín Artajo y los también hermanos señores Solana, estudiantes todos de la Universidad Central que desde la Corte hicieron el viaje a pie… Los cuatro pertenecen a la Asociación de los Luises y son devotísimos católicos”
El compromiso de Alberto Martín Artajo con la Asociación Católica Nacional de Propagandistas y con la Acción Católica, en los años posteriores a la peregrinación, no le impidió llevar muy dentro aquella experiencia de peregrino y fueron muchas las ocasiones en que lo recordaba. Entre las más expresivas, se encuentra la que reflejó en el Boletín SIGNO de fecha 24 de junio de 1948, semanario fundado por Manuel Aparici en junio de 1936, y que dice así:
“El año de gracia de 1926, que fue Año Santo en Compostela, tres estudiantes madrileños saliendo por la Moncloa mochila a cuestas, se echaban a andar camino de Santiago, y al cabo de veintitrés jornadas daban gozosa vista a las alegres torres de la Catedral jacobea.
Era uno de ellos el que hoy esto escribe …; era otro su hermano, y el tercero, a quien es justo rendir homenaje en esta añoranza, goza de Dios porque le cupo el honor del martirio en los días aciagos y gloriosos de la dominación comunista de nuestra Patria.
Acabo de escribir que empleamos veintitrés días en nuestra caminata, pero sería más exacto decir que las jornadas de marcha fueron sólo veinte, puesto que los tres domingos que cayeron en ese tiempo no caminamos; los dimos al descanso. El primero, en Medina; el segundo, en Astorga, y el tercero, en Lugo. Descontados, pues, esos días, el promedio de nuestra marcha para aquellos 616 kilómetros fue de seis leguas diarias, lo cual no quiere decir que no las hubiera mayores; y así, recordamos todavía con cansancio aquella tremenda jornada de Astorga a Bembibre, que no supuso menos de 45 kilómetros en marcha de montaña.
Entre las muchas venturas y no pocos infortunios con que cuenta una vida como la mía, ya más que mediada, pocos episodios se recuerdan con tan grata evocación como aquellas andanzas.”
Su vida política sirve para explicar el periodo que llevó a España desde la monarquía de Alfonso XIII hasta la Guerra Civil.