David Solar | 11 de noviembre de 2018
El final de la Primera Guerra Mundial, hace hoy cien años, silenció temporalmente las armas en Europa. Dejó millones de muertos y heridos en una contienda que, por su mala cicatrización, derivó en otro cruento conflicto bélico.
A las 11 del 11 de noviembre de 1918, al cabo de 51 meses de guerra, entró en vigor el armisticio de la Primera Guerra Mundial, hasta entonces el conflicto más sangriento y universal de la historia. Fue un final casi inesperado, porque solo tres meses antes los alemanes trataban de rebasar el río Marne, último obstáculo en su avance hacia París, y su artillería de largo alcance disparaba sobre la capital francesa. Sin embargo, el agotamiento alemán era estremecedor: habían abandonado la lucha sus aliados, Bulgaria, Turquía (septiembre/octubre), y sus tropas y arsenales estaban en las últimas.
Paul Bäumer, el protagonista de una obra maestra sobre la Gran Guerra, se lamentaba días antes de morir: “Nuestra artillería está acabada. Le faltan municiones. Los tubos de los cañones están tan gastados que disparan con poca precisión y, frecuentemente, envían sus obuses sobre nuestras líneas. Nos faltan caballos. Nuestras tropas de refresco son muchachitos anémicos que necesitan un tratamiento médico, que no pueden llevar ni la mochila y que tan sólo saben morir” (Sin Novedad en el Frente, Erich Marie Remarque).
Fue en noviembre cuando los Imperios Centrales se rompieron por dentro. Derrotados en el frente alpino, los austriacos firmaron el armisticio el 3 de noviembre. Alemania se quedaba sola y, además, su estructura interior se desmoronó: los marinos de Kiel se sublevaron el 28 de octubre y Berlín se quedó sin flota. El 8 de noviembre, el Gobierno del príncipe Von Baden, perdida toda esperanza de una paz ventajosa tras sus contactos con el presidente norteamericano Woodrow Wilson, envió a Francia una misión de segundo nivel a negociar el armisticio de la Primera Guerra Mundial y el día 9 exigió la inmediata abdicación del káiser Guillermo II, como paso imprescindible para poder negociar, entregando, a continuación, la Cancillería al socialdemócrata Friedrich Ebert (SPD), que tuvo que apechugar con la responsabilidad de rendirse en una guerra a la que inicialmente se había opuesto.
Ese mismo día abdicó el káiser. El mariscal Paul Hindenburg lo contó así: «Estuve al lado de mi supremo señor de la guerra durante aquellas fatales horas. Me confió la misión de reintegrar el Ejército a la patria. Cuando dejé al emperador en la tarde del 9 de noviembre sería para no volver a verlo más. Se fue para ahorrar a Alemania nuevos sacrificios y para obtener las condiciones de paz más favorables».
Mientras Guillermo II se refugiaba en Holanda, los alemanes continuaban resistiendo en los puntos fuertes que habían logrado mantener tras la ofensiva de “los Cien Días” (agosto/noviembre) de los Ejércitos de la Entente. Sus tropas se extendían a lo largo de 700 kilómetros, dominando Bélgica y el Norte de Francia, pero estaban exhaustas: menudeaban las deserciones, se arrebañaban los hospitales para cubrir bajas, estaban hambrientas y padecían continuos problemas estomacales y diarreas a causa de pésima alimentación, y Berlín, consciente de esas miserias, negociaba con urgencia, dispuesta a aceptar casi cuanto se les exigiera.
Y se les exigió mucho, pero con escaso cálculo político, porque también los Ejércitos de la Entente estaban cansados y en sus filas nadie quería ser el último muerto de la contienda. Por eso, París y Londres no exigieron que el armisticio de la Primera Guerra Mundial lo firmara una delegación del máximo rango, conformándose con la representación del diputado Matthias Erzberger, asesorado por un funcionario de Exteriores, un desconocido general y un capitán:
Berlín se crispó ante las demandas, pero tuvo que asumir la capitulación en esas condiciones ante la amenaza de la continuación de la lucha. Así, el 11 de noviembre, el Ejército alemán emitió su último parte militar: “Como consecuencia de la firma del armisticio, a partir del mediodía de hoy quedan suspendidas las hostilidades en todos los frentes”.
Para entonces, los militaristas germanos ya habían comenzado a justificar la derrota y una frase hizo fortuna: “La puñalada por la espalda”. Según esto, el Reich no había sido derrotado en los campos de batalla, sino en la retaguardia, carcomida por socialdemócratas, comunistas y judíos… La idea complacía a los belicistas y nacionalistas y, sobre todo, al Ejército, que de esa forma salvaba sus responsabilidades en la derrota. Para Hitler sería como el maná.
El escritor y periodista francés Raymond Cartier lamentaba aquel final: “La Primera Guerra Mundial, nacida de errores y equívocos, habría debido tener como conclusión una victoria aliada indiscutible, seguida de una paz de reconciliación. Pero se haría lo contrario: de una victoria incompleta saldría una paz ridículamente rigurosa”.
Su vida política sirve para explicar el periodo que llevó a España desde la monarquía de Alfonso XIII hasta la Guerra Civil.