Cristina Barreiro | 12 de mayo de 2017
No había pasado ni un mes desde la proclamación de la Segunda República cuando comenzó la quema de conventos en España. La prensa, en especial El Debate y ABC, sufrió la censura y no se pudo contar todo.
Fue un domingo 10 de mayo de 1931 cuando los incidentes en torno al Círculo Monárquico de la calle Alcalá desencadenaron la primera quema de conventos de la recién proclamada II República. Apenas habían pasado tres semanas desde que el 14 de abril irrumpiese con sus aires modernizantes y democráticos en la sociedad española. Era la primera prueba de fuego para un gobierno provisional que precipitadamente había tomado el poder gracias a la confianza de las masas en el nuevo modelo político. Alcalá Zamora, como flamante presidente, lideraba una amalgama de republicanos, regionalistas y socialistas en la que Miguel Maura, al frente del Ministerio de Gobernación y, por tanto, del orden público, tendría que haber sabido mostrar dotes de avezado estadista para frenar unos radicalismos que comenzaban a mostrarse vivos.
Si tomamos los propios testimonios de los protagonistas de la época -escritos bajo forma de ensayos o memorias-, el nombre de Manuel Azaña explosiona tanto como sus ofensivas frases lapidarias. No sabemos a ciencia cierta si ese “ningún convento de Madrid vale la vida de un republicano” determinó la no intervención de la fuerza pública en los disturbios que en esa jornada ya del lunes día 11 de mayo convirtió la capital de España en pasto de las llamas. El Convento de las Maravillas, en Cuatro Caminos, las monjas bernardas de Isabel la Católica, el colegio de jesuitas de Alberto Aguilera… ardían como consecuencia de la reacción vandálica de quienes, en días de aparente optimismo por las posibilidades que el cambio de régimen prometía, recurrieron a la violencia anticlerical como forma de revanchismo. En un tiempo en el que la “Ley de Defensa de la República” trataba de asentar el modelo de transformación establecido tras las elecciones municipales, la reacción alborotada de sectores intransigentes con la moderación inicial anunciada por el Gobierno evidenció que la cuestión religiosa terminaría convertida en uno de los principales lastres para, incluso, quienes desde postulados republicanos abogaron por los lazos de tolerancia. La declaración del Estado de Guerra ya en ese temprano mes de mayo era una muestra.
Cierto también que el testimonio que ha dejado la prensa de aquellas jornadas puede parecer sesgado. Conviene recordar cómo el ABC, cuyo entonces director tuvo un papel principal en las horas iniciales del conflicto, y el católico El Debate fueron suspendidos y no pudieron volver a publicarse hasta varias semanas después. Eso incluso a sabiendas de que el quiosco de venta del diario de Ángel Herrera en la calle Alcalá había sucumbido a la fuerza de los desmanes y que los talleres en la calle Serrano del periódico de Juan Ignacio Luca de Tena resultaron asaltados por elementos incendiarios. Con todo, los rigores de la censura –de la Doña Anastasia con manto rojo y largas tijeras, como se la venía representando en los periódicos- hicieron mella en los rotativos más influyentes sobre la sensibilidad confesional española. Pero el relato que nos han dejado el resto de publicaciones que se libraron del cierre certifica una realidad difícil de exculpar.
El Sol, convertido en estandarte de la burguesía media ilustrada tutelada por Ortega, habla de la “gravedad de los sucesos” y titula a ocho columnas: “Varios conventos e iglesias fueron pasto de las llamas” y publica fotografías de edificios religiosos en llamas (convento de las monjas de clausura de Bravo Murillo, el templo del convento de la calle Flor…) que no ocultan la deriva de incidentes que en Málaga, Sevilla, Cádiz o Alicante sembraron la semilla de una radicalización que minó la prometida convivencia democrática. Desde su editorial, titulado “Revolución, sí: pero republicana”, pidieron “orden y severidad”, pero el periódico de Urgoiti también se convirtió en la plataforma que utilizaron los miembros de la influyente “Agrupación al Servicio de la República” para publicar, ese mismo 14 de mayo, un manifiesto (“La multitud caótica e informe no es democracia, sino carne consignada a tiranías”) en el que, aun condenando lo ocurrido, consideraba que “las órdenes religiosas significan en España poco más que nada”.
El Socialista, órgano central del Partido Obrero con una posición de privilegio en el Gobierno de la República –con los ministros Prieto, Largo Caballero y Fernando de los Ríos– se atrevió a descargar todas las responsabilidades en los núcleos de la derecha inmovilista. Y aunque menciona “sangrientos sucesos”, incide en que “en el asalto a los conventos no hubo atentados contra personas” (12 mayo 1931). Por todo ello, es interesante constatar cómo desde las primeras horas republicanas el material que aporta la prensa para el establecimiento de la verdad histórica resulta fragmentario.
La complejidad de los acontecimientos que se sucedieron después sí llevó a Ortega a una reflexión ulterior en la que afirmaba que “la República es una cosa. El radicalismo es otra”, entendido ese radicalismo, en sus propias palabras, como “el modo tajante de imponer un programa”. Todo un aldabonazo que vio la luz en Crisol, el 9 de septiembre, cuando lo ocurrido con el cardenal Segura y el obispo Múgica se confirmó como una advertencia de los intentos de secularización de la administración pública que se preveía en el proyecto constitucional.
En el también conflictivo contexto estatutario, los debates en torno al artículo 26 de la Constitución celebrados en el mes de octubre abrieron la brecha del descontento, incluso entre quienes habían votado republicano. Estos temas no son nuevos y han sido bien trabajados por los profesores Víctor Manuel Arbeloa, Manuel Álvarez Tardío o Julio de la Cueva, pero también conviene poner en valor cómo la falta de sensibilidad que demostraron muchos afamados parlamentarios y juristas al establecer un modelo de Estado laico provocó una fractura social de la que difícilmente los españoles de los años treinta iban a recuperarse. En este sentido, la tormenta provocada por la retirada de la minoría agraria y vasco-navarra, junto con otros diputados católicos, es solo la constatación de una quiebra política reflejo de una realidad contraria a la secularización social. Azaña, el hombre que había “republicanizado” el Ejército y gestado la alianza entre la izquierda burguesa y el socialismo caballerista en torno a la laicidad del Estado, pronunciaba entonces su “España ha dejado de ser católica” y se erigía como presidente del Gobierno.
En adelante, decretos como el de la disolución de la Compañía de Jesús (24 enero de 1932), aprobado en un clima de movilización cenetista y propaganda revolucionaria, no harán más que debilitar las muestras de concordia con las que se había presentado la jerarquía eclesiástica ante la República y acentuar un clima de polarización que irá in crescendo como germen de extremismos. El Debate, que se había erigido como portavoz de los derechos de los católicos y abanderado de la campaña revisionista iniciada por Acción Nacional, volvía a ser suspendido. La creación de la CEDA de Gil Robles varios meses después responde, en este sentido, a la reacción de una enorme masa “accidental” no conforme con los postulados de radicalización laicista, contrarios a los intereses de la Iglesia, que habían visto fracasada su opción política inicial del año 31, cuando la reacción anticlerical quiso imponer con violencia su arbitrariedad partidista.
Su vida política sirve para explicar el periodo que llevó a España desde la monarquía de Alfonso XIII hasta la Guerra Civil.