César Cervera | 16 de marzo de 2019
El presidente filipino Rodrigo Duterte utiliza la historia para hacer política y pretende borrar la huella española en el país, que siempre fue una fuente de oportunidades y crecimiento.
España vive una encrucijada frente a su pasado imperial. Su historia la ha colocado como puente cultural y político entre Europa y América, entre Europa y África e incluso entre Europa y el Pacífico, con un gran número de islas con rastro hispánico. Y, sin embargo, la España actual ha ido dinamitando uno a uno todos estos puentes, empecinada en ser una pieza más de esta Unión Europea articulada por y para Alemania y Francia, países donde crecen los euroescépticos a pasos agigantados.
La falta de presencia española en América y en el Pacífico ha supuesto pérdidas económicas, pero, sobre todo, una vía de escape para el prestigio nacional. Lo que debería ser una fuente de oportunidades se ha convertido misteriosamente en una agonía.
Solo un siglo después de la salida de España, en Filipinas hay solo dos idiomas oficiales, el filipino y el inglés, se ha borrado toda presencia ibérica de los libros de historia y, a ojos del presidente, Rodrigo Duterte, incluso habría que cambiar el nombre del país para desligarse de la «brutalidad colonial» que sufrieron a manos de Felipe II.
Duterte justifica este cambio, ya planteado en el pasado por el dictador Ferdinand Marcos, en que el nombre de Filipinas, ligado a la herencia hispánica y cristiana, discrimina a la comunidad musulmana, que se concentra principalmente en la isla sureña de Mindanao, esto es, en torno al 5 y 10% de la población, frente al 90% de cristianos. Sin concretar una alternativa, el controvertido dirigente desliza la posibilidad de asumir el nombre de Maharlika, que hace referencia a las primeras civilizaciones feudales que habitaron la isla de Luzón antes de la arribada europea.
Cambiar el nombre para contentar a una minoría de la población conllevaría dar la espalda a nada menos que cuatro siglos de la historia de Filipinas. El periodo hispánico supuso la unidad política y religiosa del archipiélago por primera vez. El llamado Galeón de Manila, una ruta comercial clave entre Acapulco y Manila, introdujo en el archipiélago alimentos como el maíz, el tomate, la patata, el chile y la piña, todos procedentes de América, al tiempo que desde España se envió el arado, la imprenta, el reloj, la construcción en piedra, aparte de construirse iglesias (muchas consideradas Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO), escuelas, hospitales, carreteras, puentes, ciudades y universidades. El primero de estos centros, la Universidad de Santo Tomás (Filipinas), fue fundada el 28 de abril de 1611 por el arzobispo español Miguel de Benavides, siendo hoy la más antigua de la región y un lugar donde se han formado santos, presidentes del país, héroes nacionales y figuras de todo orden cultural.
Si bien Fernando de Magallanes pasó por Filipinas, de hecho murió en Mactán, el auténtico desembarco cultural y religioso que acompañó a los españoles llegó con la búsqueda de un «tornaviaje» que permitiera no solo ir a Asia desde América, sino regresar de allí sin necesidad de rodear África. Fue con este anhelo que el malagueño Ruy López de Villalobos alcanzó este archipiélago, en 1543, nombrando el lugar como Filipinas en honor del todavía príncipe Felipe con la expedición de Miguel López de Legazpi y del cosmógrafo Andrés de Urdaneta, en 1565, se establecieron los primeros asentamientos europeos en Filipinas, a la par que se dio con una ruta de regreso a Nueva España por el Pacífico a través de la corriente de Kuro-Shiwo.
En nombre de la Corona española, Legazpi tomó posesión de varias de las islas y fundó las ciudades de Cebú y Manila, las primeras piedras para la colonización de las Filipinas. Como Hernán Cortés en México o Francisco Pizarro en Perú, el navegante vasco se valió de pactos con los naturales, divididos en un crisol de tribus, para prender una sociedad mestiza. En 1599, un sínodo celebrado Manila, con la asistencia de los principales jefes tribales del archipiélago, decidió aceptar al Rey de España «como su natural soberano» e incorporar sus respectivos estados étnicos a la Administración española establecida en Manila, «la muy noble y siempre leal ciudad».
Sería una ingenuidad pensar que todo el proceso de conquista se efectuó sin violencia o abusos contra los nativos. Legazpi estableció allí las encomiendas, que tanto iba a perseguir la Corona española, y no dudó en guerrear con tribus hostiles. No obstante, los españoles perseguían objetivos que iban más allá de meros intereses comerciales o militares, siendo la conversión de los habitantes al cristianismo vista como un fin y no como un simple vehículo para la conquista, que es lo que se traduce de las palabras de Duterte. Hacerlo a la fuerza no hubiera servido para nada. No cuando la empresa consistía, como en América, en integrar a la población en un proyecto que replicaba a España fuera de España.
Filipinas se elevó así en un enclave comercial de primer orden en Asia, el único cristiano a cientos de kilómetros a la redonda. Aprovechó para ello que había comerciantes chinos establecidos en Luzón desde antes de la llegada de los españoles, así como la conexión comercial privilegiada con México. Como la propia historia de España, el paso de los siglos alternó momentos de prosperidad y otros de decadencia en Filipinas, sin que fuera necesaria nunca la presencia de un gran número de tropas para espantar revueltas. Ni siquiera en 1898, con el ruido de tambores de guerra de fondo, España pudo trasladar a estas islas a más de 50.000 efectivos, de los que, curiosamente, más de la mitad eran locales. Antes de este momento de excepcionalidad, la guarnición era ridícula si se tiene en cuenta que en el archipiélago vivían casi ocho millones de habitantes.
La independencia de Filipinas fue seguida de un periodo de dominio estadounidense, justificado en que, según el presidente William McKinley, «los filipinos eran incapaces de autogobernarse» y no cabía más opción que «educarlos y cristianizarlos», cruel afirmación viniendo de quien había echado a los que establecieron mediante decreto, en 1863, la educación pública gratuita en el país. EE.UU, que dado su historia fundacional estaba en contra de imponer modelos coloniales, hizo una excepción en el caso de Filipinas.
Según fray Manuel Arellano Remondo, autor de Geografía General de Las Islas Filipinas, las guerras para aplastar a la insurgencia filipina provocaron matanzas, ejecuciones sumarias y un millón de muertos en el archipiélago, aparte de abrir un periodo de exterminio de toda herencia española. El idioma inglés fue impuesto a la fuerza sobre los habitantes como lengua vehicular y oficial, lo cual no supuso un reconocimiento a los filipinos de la ciudadanía estadounidense. El cónsul en Manila, O. F. Williams, en una comunicación al secretario de Estado, Mr. Day, en la temprana fecha del 2 de julio de 1898, sugirió las líneas de actuación respecto a la política lingüística:
«Cada empresa norteamericana en cada uno de los cientos de puertos y populosos pueblos de las Filipinas será un centro comercial y escuela para nativos dóciles conducentes a un buen gobierno según el modelo de Estados Unidos. El español o idioma nativo no es esencial. Con la expulsión de los españoles, sigue que nuestro idioma se adopte inmediatamente en los tribunales, puestos públicos, escuelas e iglesias nuevamente organizadas y que los nativos aprendan inglés».
Un tanque estadounidense penetra los muros blasonados con el escudo de España del Fuerte de Santiago en Manila el 26 de febrero de 1945. pic.twitter.com/jDcKVbvpuJ
— Archivos de la Historia (@Arcdelahistori) March 3, 2018
Este acoso estatal explica cómo el castellano pasó de ser, en 1898, la lengua más hablada de Filipinas (es cierto que una gran parte seguía usando lenguas indígenas) a ocupar un papel marginal en la actualidad. No parece una casualidad que durante la Segunda Guerra Mundial los bombardeos americanos sobre Manila y otras regiones se concentran especialmente en los distritos de habla española y en los templos católicos, a pesar de que allí no quedaban soldados japoneses.
Aunque no lo sepa o quiera reconocerlo, Rodrigo Duterte debe su aversión hacia lo hispánico al genocidio cultural llevado a cabo por los «colonizadores» estadounidenses más que a las inquietudes filipinas por sus raíces malayas. Tal vez habría que preguntarle si él también está dispuesto a cambiarse el nombre por el de algún caballero campante malayo, con tal de no coincidir con el muy castellano don Rodrigo Díaz de Vivar.
Su vida política sirve para explicar el periodo que llevó a España desde la monarquía de Alfonso XIII hasta la Guerra Civil.