Javier Pérez Castells | 06 de mayo de 2021
Modificar las creencias que están enraizadas en aspectos emocionales y muy nucleares de la personalidad es complejo y lleva tiempo, a veces generaciones. La resistencia a las nuevas ideas no solamente ocurre entre creyentes y teólogos.
Siempre se ha considerado a Newton como el primer científico moderno. Hasta entonces, ciencia (o pre-ciencia), filosofía y teología andaban mezcladas en un batiburrillo de ideas. Sus campos del saber, su acceso a la verdad, estuvieron irremisiblemente mezclados hasta que el método científico fue definitivamente establecido.
Se ha dicho que ciencia y fe llevan en conflicto muchos siglos, pero en realidad antes del inicio de la ciencia moderna no está claro si se puede considerar conflicto lo que era un intercambio y una oposición de ideas dentro de un único cuerpo del saber en el que todo estaba revuelto. Después de Newton, con los ámbitos de búsqueda de la verdad mejor definidos, sí podríamos hablar de enfrentamientos, pues además era menos frecuente que las mismas personas se ocuparan de ambas alas del saber.
Los supuestos conflictos entre la Iglesia católica y la ciencia han servido para construir una imagen del catolicismo sembrada de inmovilismo, rechazo a las ideas novedosas, dogmatismo reaccionario y freno del progreso y la ciencia. Y eso a pesar de que, hasta mediado el siglo XIX, todos los científicos importantes eran cristianos y la mayoría de ellos, católicos. Siempre pregunto a mis alumnos cuáles han sido los conflictos de la ciencia con la Iglesia y todos señalan el caso Galileo. Galileo es anterior a Newton, pero ya es un científico en los albores de la modernidad. Su caso es ciertamente un conflicto en el que la Iglesia tuvo una posición errónea. Aunque se trató de una discusión entre católicos, más motivada por la situación política y religiosa derivada del enfrentamiento con el mundo protestante y la contrarreforma que por el asunto científico en sí. Muchos (demasiados) años después, la Iglesia reconoció su error y pidió perdón.
Pero, cuando pregunto a los alumnos por otros casos, se suelen quedar callados y hacen bien, porque el caso Galileo es único. A veces señalan erróneamente conflictos que, o bien no fueron de naturaleza esencialmente científica, como el de Giordano Bruno, o bien no fueron con la Iglesia católica, como el de Servet (que Calvino envió a la hoguera), o bien nunca existieron, como el supuesto conflicto con el evolucionismo de Darwin. Y es que la Iglesia nunca condenó a Darwin, aunque sí hubo iniciativas al respecto. Como muestra, valga recordar un famoso momento vivido durante el Concilio Vaticano I en el que el cardenal Flores se levantó en mitad de las discusiones sobre la posible condena del evolucionismo y exclamó: «¡Mementote Galileo!». Es decir, no se nos ocurra volver a cometer el mismo error condenando una teoría científica para que dentro de unos años tengamos que pedir disculpas.
Pero aun sin condena, para muchos teólogos católicos y una gran masa de creyentes el evolucionismo fue siempre un engorro y una dificultad a la hora de conciliarlo con los relatos bíblicos. Hubo escritores evolucionistas que sí fueron condenados por la Iglesia (generalmente explicaban el evolucionismo plagado de metafísica atea), y no fue hasta bien entrado el siglo XX cuando algunos teólogos, y después los papas Juan Pablo II y Benedicto XVI, se dieron cuenta del inmenso regalo y el acicate para la fe y la teología que supone el relato evolucionista de la vida. Así pues, una verdad científica se abrió camino entre las reticencias de muchos creyentes y de la propia Iglesia para convertirse al final en un indicio de fe verdaderamente precioso.
La historia humana es un relato en el que la imagen de Dios se va enriqueciendo y modificando al hilo de las cosas que le suceden a la humanidad, tanto si son eventos históricos, cambios políticos, desastres naturales o si se trata de nuevos descubrimientos científicos, que en los últimos dos siglos son lo que más ha influido en la cosmovisión humana. En otros artículos hemos relatado cómo la teología natural ha ido poco a poco entendiendo que la imagen divina se tenía que ver afectada por lo que la evolución darwiniana nos dice sobre la vida. Y ese esfuerzo ha desembocado en una imagen de Dios mucho más estimulante y en una mejor comprensión de asuntos especialmente complejos como es el problema del mal en el mundo.
Muchos científicos ateos y demás opinadores se afanan en recordar lo que le cuesta a la Iglesia aceptar los avances de la ciencia, intentando caracterizarla como un estorbo y freno en el avance de la misma. Pero ¿es la resistencia a las nuevas ideas y los paradigmas un patrimonio exclusivo de la Iglesia católica, de los cristianos, o de las personas religiosas? No, más bien es una simple característica general del ser humano.
Modificar las creencias que están enraizadas en aspectos emocionales y muy nucleares de la personalidad es complejo y lleva tiempo, a veces generaciones. La resistencia a las nuevas ideas no solamente ocurre entre creyentes y teólogos. Veamos un ejemplo que es prácticamente simétrico al del evolucionismo darwiniano. Unas décadas después de Darwin, fueron científicos ateos o agnósticos los que frenaron el desarrollo de otra teoría científica, porque tenía un cierto aroma religioso y parecía una prueba teísta. Nos referimos al cambio de modelo cosmológico, desde un universo estático, necesario e infinito a un universo con principio y, por tanto, contingente. La teoría evolutiva hizo necesario ver la vida como un proceso con inicio, siempre cambiante, y que va adquiriendo mayor complejidad.
El modelo del universo cambiante, con un principio, era mucho más coherente con el proceso vital desarrollado en la Tierra. Parece lógico que todo el universo esté inmerso en una evolución global. Si no, la vida en la Tierra constituiría una extraña excepción rodeada de un cosmos fijo. Solo desde un sesgo ideológico ateo se explica la resistencia a aceptar el relato del big bang que manifestaron grandes científicos, incluido Einstein. No parece irrelevante el hecho de que en el centro de este giro en la cosmovisión se situara Georges Lemaître, un científico sobresaliente que además era sacerdote católico. Tomando las observaciones de los astrónomos relevantes de la época, y con la ayuda de otros eminentes físicos, Lemaître actuó de catalizador, proponiendo un nuevo modelo no estático del universo que además tenía principio.
Einstein era partidario de un universo estático, cerrado y con una densidad alta. Para lograr una solución de sus ecuaciones de campo que condujera a ese resultado, consideró necesario introducir la constante cosmológica. También el modelo de Sitter consistía en un universo estático y en este caso abierto, pero con una densidad muy baja. Las ecuaciones propuestas por el astrónomo ruso Alexander Friedman fueron utilizadas por Lemaître y le daban como solución el crecimiento del universo desde radio cero hasta un radio límite, para después decrecer y por fin expandirse definitivamente. La velocidad de expansión del universo la calculó utilizando las distancias que había establecido Hubble pocos años antes con sus observaciones de los movimientos de las galaxias.
En la Conferencia Solvay de 1927, a la que asistieron la mayoría de los principales físicos de la época, Lemaître presentó su modelo, que significaba que la materia del universo estaba concentrada inicialmente en un punto que él llamó el átomo primitivo o quantum. Ante sus propuestas, Einstein le dijo: «Tus cálculos son correctos, pero tu comprensión de la física es abominable». El famoso astrónomo británico Fred Hoyle, el mayor y más contumaz opositor a la hipótesis de Lemaître, denominó a la teoría, despectivamente, como del big bang, en una entrevista de radio. Paradójicamente, el nombre dado por Hoyle ha quedado establecido para todo el modelo cosmológico actual que goza de aceptación casi unánime.
No es frecuente actualmente que se recuerden tantas dificultades para aceptar un cambio de modelo por parte de aquellos insignes e inteligentísimos científicos, y sí es habitual ver cómo se ataca a la Iglesia por haberle costado aceptar otros cambios. La historia humana está plagada de resistencias al cambio. Desde el final del vitalismo en química en el siglo XIX, los problemas de Lynn Margulis para que se aceptara su visión sobre la endosimbiosis (combinación de distintos organismos microscópicos para dar lugar a la célula eucariota) o, más recientemente, la aceptación de la existencia de los priones, responsables de la enfermedad de las vacas locas. Y también la resistencia a aceptar el cambio climático o el agujero de la capa de ozono se podrían encuadrar en esta resistencia innata a las nuevas ideas. No es cuestión de creyentes o ateos. Todo el mundo cree en algo y se resiste a aceptar lo que en principio parezca chocar con sus creencias.
La Sábana Santa sigue siendo signo de contradicción. ¿Se trata de la reliquia más importante de la cristiandad o del fraude más ingenioso y colosal de la historia?
Me encantaría ver una película española de historia en términos tan optimistas como los de Master and Commander, con un grupo de paisanos colaborando entre sí y mostrando algunas de las cualidades con las que lograron domar océanos y patear de arriba abajo un continente entero.