Armando Pego | 16 de mayo de 2021
Para mi padre, la ciencia médica que profesaba era indisociable de su dimensión instrumental, pero la téchne debía permanecer siempre bajo el arte del cuidado.
Como precipitación primaveral, fresca y racheada, en la última semana de cada mes de abril cúmulos de emociones desbordan en sus pliegues más íntimos mi sentimiento de paternidad. En una ocasión debí correr, peregrino y errante, desde el lecho en que agonizaba mi padre a la cuna del hospital adonde mi hijo recién nacido había adelantado su venida. En este valle de lágrimas y gozo, quise creer que un nieto y un abuelo que jamás se encontrarían se apresuraron o se retrasaron para coincidir unos instantes. «Ha nacido» y «está muriendo» fueron las palabras de despedida y de bienvenida que pude casi simultáneamente dirigirles.
En las siguientes semanas, más que un deber kantiano, me esforcé por cumplir el oficio de consolar a una madre y de sostener a otra mientras me apoyaba en ambas. Hijo, esposo y padre, caí en la cuenta de que aprender esta condición es posible solo cuando uno alcanza a ser contemplado por una mirada femenina. Este tipo de experiencia sola, presente, irreparable, aun provisional, eterna en su fugacidad, casi mineral por su naturaleza, encarna también la resistencia definitiva a los proyectos de ingeniería social que se proponen abatir cualquier diferencia que no admita ser igualada.
En la incipiente cincuentena, al mirarme en el espejo, empiezo a advertir no en mis arrugas sino en mis gestos colarse los de mi padre, como si aún pudiera escuchar el eco divertido de su consejo: «Chato, no te preocupes tanto; que todavía eres muy joven». Son sus ojos risueños los que todavía pugnan por atisbarme, como entonces, tras los de mi hijo.
De aquí que se considere a la medicina como una segunda filosofía. Una y otra disciplina reclaman para sí al hombre entero; pues si por una se sana el alma, por la otra se cura el cuerpoSan Isidoro de Sevilla
Ya jubilado como médico, le gustaba sorprenderme trayendo de sus incursiones por los puestos de la Cuesta de Moyano un ejemplar a precio de saldo, por ejemplo, de la Minerva de El Brocense. Como de una tesis circunstancial, bajo la dirección de Pedro Laín Entralgo, le había quedado el gusto por las etimologías, he querido este año rendirle homenaje musitando silenciosamente el Libro IV sobre Medicina que san Isidoro incluyó en las Etimologías, uno de esos libros que, según la clasificación de Pierre Bayard, forman parte de los que, aun apenas conociéndolos, he hojeado al menos con delectación.
A falta de tantos medios técnicos como los actuales, mi padre médico había desarrollado una portentosa capacidad diagnóstica a partir de la etiología. En las pocas ocasiones en que me dejaba acompañarlo observaba maravillado cómo, sin ningún aspaviento, se transformaba delante del paciente. Con gestos seguros y rápidos, tomaba la tensión, notaba el pulso y exploraba el cuerpo desde algún lugar meditativo.
Durante el proceso se había convertido en oído de todo lo que el cuerpo quisiera contarle. Al acabar, suspiraba y sonreía. «Un poquito descompensada; hay que cuidarse. No se preocupe más de lo debido». Mientras se retiraba, hablaba en un tono muy suave con los familiares a quienes, además de entregarles la receta, solía aconsejar entre líneas. Al llegar a casa, se abalanzaba sobre el Vademécum para comprobar que no existieran contraindicaciones. Era un médico de otra época, tal vez para cualquier época.
Me han venido no pocos recuerdos desde el momento en que san Isidoro comienza definiendo la Medicina como el arte que no solo busca los remedios de las enfermedades, sino que se ocupa también del vestido y de la comida, en suma, de todos aquellos aspectos que contribuyen a la salud de cuerpo. Para mi padre, la ciencia médica que profesaba era indisociable de su dimensión instrumental, pero la téchne debía permanecer siempre bajo el arte del cuidado. Aunque no pudiera restablecerse la salud por completo, la vida constituía el bien superior innegociable, sin el cual aquella perdía todo sentido.
El juramento hipocrático era su profesión de fe. Mostrando una desconfianza instintiva por los médicos apolíneos que deslumbraban perorando, también se sentía heredero de la sabiduría de Esculapio, básicamente empírica, pues «los lógicos, como Hipócrates, sumaban el raciocinio a la experiencia».
Puede que no creyese en la teoría de los humores y que dejase al poeta de su hijo sacar conclusiones apresuradas y estéticas sobre las relaciones entre los elementos naturales y las dolencias agudas y crónicas. Pero formaba parte de su idiolecto, con el que definía con precisión la realidad que le era familiar, un vocabulario que he heredado y que a duras penas intento transmitir a mis hijos: almirez, caquexia, cataplasma, elefantiasis, emplasto, erisipela, escalpelo, forúnculo, ictericia, lavativa, pústula …
Al final, el obispo de Sevilla, a la pregunta de por qué la Medicina no se incluía entre las siete artes liberales, respondía argumentando que ella sola abarca la materia de todas: «De aquí que se considere a la medicina como una segunda filosofía. Una y otra disciplina reclaman para sí al hombre entero; pues si por una se sana el alma, por la otra se cura el cuerpo». De esa hermandad han brotado estas líneas filiales.
Para el hombre, la supervivencia no es un mero hecho físico ni económico, y no sale del todo vivo de la dificultad quien no lo puede contar.
Aunque ahora es necesario concentrarse en evitar los “males comunes”, y “aplanar la curva” parece una necesidad, no podemos dilatar la necesaria reflexión y deliberación sobre quién queremos ser.