Marcelo López Cambronero | 16 de septiembre de 2020
La apertura de los colegios no puede realizarse con un exceso de confianza. Las clases online y la libertad de los padres para poder elegir deberían ser fundamentales en una situación excepcional como esta.
Empecemos aceptando lo común: no podemos frenar el proceso educativo de nuestros jóvenes. Incluso aunque nuestro extraño sistema educativo se fundamente en una repetición casi compulsiva de contenidos, la educación es el pilar del desarrollo personal y del futuro de nuestra sociedad. Además, el cierre de los colegios supone una traba más para las muchas familias que están atravesando severas dificultades económicas.
Ahora bien, ¿cómo podemos afrontar de la mejor manera posible la reapertura de los colegios en una situación tan grave como la que tenemos, con un número de contagios similar al que nos encontramos a finales de marzo? Lo digo porque en la primera ola del virus nosotros vimos con mucha antelación y casi en directo lo que estaba sucediendo en China, Taiwán, Corea del Sur y otros países asiáticos, y aun así, cuando la pandemia llegó hasta nosotros carecíamos de los mínimos instrumentos básicos para hacerle frente. Tal vez si ahora reflexionamos sobre la experiencia de otros países que ya han comenzado el curso escolar podamos prever lo que sucederá en las próximas semanas y tomar las decisiones más correctas.
Vamos a atender, pues, a algunos datos y opiniones de expertos que pueden ser interesantes para esta circunstancia particular que atravesamos.
Hace unos días, la Academia Americana de Pediatría publicó un artículo en The New York Times analizando cómo ha afectado el inicio presencial de las clases en todo el país. Aunque en Estados Unidos, como sucede en España, a veces es complejo reunir las cifras que dan los distintos territorios, las conclusiones fueron las siguientes: los contagios entre los niños y adolescentes se incrementaron en un 720%, las hospitalizaciones en un 356% y el número de fallecimientos en un 229%. Esto también derivó en una mayor expansión de la enfermedad entre los adultos, con un 270% más de contagios, un 122% de hospitalizaciones y un 115% de muertes.
Las autoridades nos intentan tranquilizar señalando que los niños suelen cursar la enfermedad de manera asintomática. Es un argumento que se exagera. En el mismo artículo citado podrán leer al Dr. Sean O’Leary, vicepresidente de la citada sociedad médica, advirtiéndonos de que el virus también puede tener un grave efecto sobre los pequeños. Hace unos días, el 27 de agosto, la epidemióloga líder de la Organización Mundial de la Salud, Maria Van Kerkhove, insistió en una rueda de prensa oficial en que es un error pensar que la enfermedad es universalmente leve o asintomática para los más pequeños: hay casos que han presentado síntomas graves e incluso, como hemos visto, que han tenido un desenlace fatal. En esa misma intervención, señaló dos aspectos relevantes: no se han realizado estudios en la población infantil que permitan ofrecer conclusiones significativas sobre la evolución de la COVID-19 en los menores y no parece que haya ninguna diferencia en el efecto de la enfermedad cuando hablamos de mayores de 10 años respecto a jóvenes de 20 años o más.
The Washington Post lo expresó el pasado abril con un contundente titular: «Los números son bajos hasta que le toca a tu hijo: el coronavirus también puede ser mortal para los niños». ¿Cómo reaccionará la opinión pública cuando, al aumentar inevitablemente el contagio entre los peques, sus muertes se multipliquen?
Una última consideración antes de presentar algunas conclusiones. Se insiste en que el virus ha sufrido mutaciones que hacen que esta segunda ola sea menos grave, y para demostrarlo se compara el número de defunciones que tenemos actualmente con el que sufrimos hace unos meses, a pesar de que el número de contagios sea ya similar. Tal vez sea cierto, pero también es una forma manipulada de presentarlo. En la actualidad, hacemos un gran número de test en los que encontramos a personas que no tienen síntomas o estos no son graves, mientras que los contagios que se contabilizaban en los meses previos al verano correspondían solo a enfermos que se veían en la necesidad de acudir al hospital, es decir, que requerían atención médica urgente.
El día 6 de septiembre, Alessandro Vergallo, presidente de la Asociación de Anestesistas Reanimadores de Italia, quiso salir a la palestra para matizar esta creencia. Si bien es cierto que los hospitales cuentan con más recursos y conocimientos para controlar la enfermedad y salvar un mayor número de vidas, los pacientes que llegan a las Unidades de Cuidados Intensivos, decía, «no son menos graves que los que llegaron en marzo o abril» y «tienen una edad media más baja».
A la vista de estos datos y opiniones de especialistas, no podemos aceptar la idea de que los niños se van a contagiar de manera masiva sin asumir, al mismo tiempo, que muchos de ellos enfermarán gravemente y no pocos morirán, y que el aumento de los contagios en los colegios tendrá un efecto importante en el incremento general de los ingresos y las muertes entre los adultos. No podemos predecir el futuro, ni quiero parecer catastrofista, pero mucho me temo que es difícil que nuestro sistema nacional de salud esté listo para la que se nos viene encima
Hemos visto cómo la apertura de los colegios ha tenido un efecto demoledor en Estados Unidos, pero no es el único país que ha iniciado esta difícil travesía. No les agobiaré con las cifras, que además aumentan cada día. Bastará con decir que en Francia han cerrado 22 colegios en los primeros cuatro días (me dirán que sobre más de 3.000, pero hagan ustedes cuentas de lo que sucederá si se mantiene la progresión), hay 825 escuelas afectadas solo en Berlín o 51 casos detectados en los primeros días de clase en Quebec. En el mundo ya hay unas cuantas decenas de miles de estudiantes confinados.
¿Podemos compatibilizar el inicio de las clases escolares con la máxima seguridad para nuestros hijos? En cualquier otra época de la historia, no habría más remedio que clausurar temporalmente todo el sistema educativo, pero hoy, siendo siempre preferible la educación presencial, tenemos todo tipo de recursos, aunque nos falte formación para aprovechar su potencial. Podemos, por ejemplo, manejar con habilidad la «clase invertida», mejorar la madurez, la responsabilidad y la capacidad de autoaprendizaje de los alumnos y dar mayor protagonismo a los padres en la formación de sus retoños.
La tecnología no tiene por qué ser un problema: durante el confinamiento, los profesores de mis hijos impartían sus clases a través de un teléfono móvil y mis hijos las recibían por el mismo medio. También podemos hacer un esfuerzo para ayudar a quienes tengan problemas para adquirir el equipamiento necesario. Incluso en el aula bastaría con una sencilla cámara web. Todo mucho más barato que aumentar la presencia de profesores en las aulas, es decir, la masificación de los centros escolares.
Las tabletas, entretenimiento y educación en tiempos de coronavirus. Escucha el programa:
¿Cuál es, entonces, el problema? El de siempre: la ideología. La ideología que se empeña en trastocar y menospreciar la verdad y la realidad.
¿Por qué no permiten a los padres, en esta situación excepcional, elegir entre llevar a sus hijos al colegio o seguir las clases online —como, por cierto, se hace en otros lugares-? Es un bien para todos: muchos, los que quieran, podrán ayudar a sus hijos y mantener el ritmo que llevaron durante el confinamiento (aunque fue duro), mientras que quienes no tengan más remedio o deseen aprovechar la presencialidad contarán con espacios más seguros y un número menor de alumnos en cada aula. ¿No es lo mejor, pensando siempre que es una situación temporal?
Me encantaría escuchar datos y argumentos sensatos de personas que opinen de otra manera, porque esta propuesta me parece, con mucho, la postura más razonable.
Testimonios de profesores universitarios, de Formación Profesional y de colegios que se adaptan para convertir el salón de casa en un aula.
Reunimos a un claustro de profesores de todas las etapas formativas para analizar y valorar un curso escolar que tuvo que transformarse y adaptarse en cuestión de días.