Agustín Domingo Moratalla | 31 de julio de 2019
Vincent Lambert pasará a la historia de la bioética europea. Sus padres emprendieron una batalla judicial que ayudará a otros pacientes en “estado de mínima conciencia” .
El caso de Vincent Lambert volvió a saltar a la primera página de los medios de comunicación cuando el pasado 2 de julio, diez días antes de su muerte, el equipo médico que lo atendía en el hospital de Reims (Francia) retiró los tubos que lo mantenían alimentado e hidratado. Falleció el día 11 de julio a las 8.24 de la mañana y, a juicio de algunos analistas, estamos ante una muerta “impuesta por el Estado”.
La retirada de la alimentación no se ha producido por un juez de primera instancia, sino después de todo un proceso de judicialización y politización, no solo porque el propio Lambert no había elaborado el documento de voluntades o directrices anticipadas (testamento vital), sino porque las discrepancias entre sus familiares polarizaron la opinión pública. El conflicto se planteó entre la esposa, que tenía la tutela legal y pidió la desconexión completa, y los padres, que lo consideraron como un caso de “eutanasia encubierta”.
Vincent Lambert fue un enfermero psiquiátrico que quedó tetrapléjico después de un accidente de tráfico en el año 2008. Durante una década ha permanecido en “estado de mínima conciencia”, descrito en algunos manuales como “estado vegetativo persistente”. No necesitaba respiración asistida, recibía hidratación periódica y alimentación nasogástrica. Como otros enfermos crónicos del sistema sanitario, abre los ojos, está despierto y sus respuestas a los estímulos que se le provocan no siempre son todo lo significativas que se esperan.
Ahora que descansa en paz y una vez que ha remitido la polémica, podemos sacar algunas lecciones de bioética cívica que nos orienten ante situaciones análogas. El caso requeriría un estudio más completo y pasará a la historia de la bioética europea, porque los padres emprendieron una batalla judicial que ayudará a otros pacientes en estas situaciones. Propongo tres lecciones básicas para mantener despierta la conciencia bioética este verano.
Una primera tiene que ver con el lenguaje que utilizamos para describir las situaciones de enfermos crónicos. Cada vez es más habitual describir su estado como “estado vegetativo” y, si dura más de un mes, lo llamamos “estado vegetativo persistente”. Técnicamente, aunque el cerebro haya perdido casi la totalidad de sus funciones, el hipotálamo y el tronco siguen funcionando. No sufría, no estaba al final de la vida. Aunque mínima y a veces casi imperceptible, la comunicación entre el paciente y los cuidadores se mantiene. Esto exige describir la situación como “estado de mínima conciencia”, un término semánticamente más preciso que el de “estado vegetativo”.
Cuando se nos dice que el paciente crónico se encuentra en estado vegetativo, el imaginario público lo desplaza del mundo personal para situarlo en el mundo natural. Con ello parece disminuir la gravedad moral de la desconexión, porque no es lo mismo desconectar los tubos que mantienen personalmente vivo a un ser humano que desconectar los tubos que mantienen personalmente vivo a un ser poco más que vegetal. La semántica del mundo natural vegetal minimiza la gravedad de la decisión, no solo mitiga la responsabilidad, sino que apenas se plantea culpabilidad alguna.
Una segunda tiene que ver con el principio de justicia y la escasez de recursos. Un paciente crónico que lleva más de 10 años recibiendo atención médica compleja puede suponer un gasto desproporcionado y quizá los recursos empleados con él podrían beneficiar a muchos. El sistema sanitario público tiene tales niveles de medicalización y especialización que la percepción social que se tenga de los cuidados sanitarios que recibe es que puedan resultar inútiles y desproporcionados. Recordemos que la ministra de Sanidad francesa no ostenta únicamente el cargo de responsable de la “salud”, sino de la “solidaridad”. Una ministra de “Salud y Solidaridad” que ha intervenido directamente para que las autoridades judiciales y la opinión pública legitimen y hagan plausible la retirada de los tratamientos.
Sin embargo, Vincent solo necesitaba una hidratación y alimentación nasogástrica muy poco costosa, por eso los padres pidieron amparo al presidente, Emmanuel Macron, para que no consintiera que nadie muriera en Francia “de hambre y sed”. Lo que para la opinión pública parecía una atención excesivamente costosa, realmente eran unos recursos técnico-sanitarios mínimos que requerían unos recursos sociales máximos. Lo más fácil en una sanidad tecno-gerencial y una sociedad individualista o atomizada es describir los enfermos crónicos como simples “pacientes”, “usuarios”, “contribuyentes” o incluso “vegetales” que ya cuadran en las tablas de Excell que optimizan la gestión. Como afirmó su sobrino, “la racionalidad se impuso”. ¿Qué razón: la instrumental o la comunicativa?
Una tercera tiene que ver con la mediatización simplificadora de situaciones crónicas y críticas que se asocian voluntariamente al final de la vida y no a la calidad de los cuidados. Es más fácil presentar el caso como un dilema o un conflicto ante la desconexión que como un problema ante la organización de la sociedad para atender a personas que necesitan cuidados de muy larga duración. Ante la posibilidad de que una madre, una esposa o una cuidadora tenga que dejar su carrera profesional para cuidar a un hijo o esposo como enfermo crónico, el derecho tiende a monetarizar y mercantilizar el cuidado. Un cuidado feminizado, desformalizado, minusvalorado y cada día más complejo que exige un nuevo modelo de sociedad.
Las simplificaciones no son buenas porque, en lugar de favorecer una cultura que promueve el cuidado integral, promueven una cultura del descarte
Las simplificaciones no son buenas porque, en lugar de favorecer una cultura que promueve el cuidado integral, promueven una cultura del descarte, como si un enfermo crónico y en estado de mínima conciencia hubiera perdido la dignidad al perder gran parte de las funciones cerebrales.
Es una pena que la aceleración a la que hemos sometido la dilemática razón instrumental no la hayamos aplicado a la problemática razón moral, no solo para valorar todo el trabajo de los cuidadores sino para que, empezando por los medios de comunicación y siguiendo por el derecho, la economía y la Administración pública, dejen de considerar su actividad como ineficiente, marginal, invisible. Si volviera Adam Smith, quizá, tendría que afirmar que solo en el cuidado integral está “la verdadera riqueza de las naciones”.
Noa Pothoven decidió dejar de comer y de beber, previo acuerdo con los médicos de no intervenir en el proceso más que con cuidados paliativos.