José F. Peláez | 02 de abril de 2021
En Valladolid todos somos cristianos viejos y eso se da por hecho. La manera de mostrarlo no es cantando sino callando, exagerando el respeto, rezando sin mover los labios. Lo contrario sería ponerse en duda, la sobreexposición es sospechosa.
Quien quiera contraponer la Semana Santa de Valladolid a la de Sevilla no ha entendido nada. En general, quien quiera contraponer Valladolid a Sevilla, así, en general, a lo bestia, lo más probable es que no conozca a ninguna de las dos, porque Sevilla es la sublimación de lo castellano y Andalucía es el sueño de Castilla, como América es el sueño de España. Son capas superpuestas, todo lo sevillano tiene en su germen lo castellano, pero lo trasciende. Eso no quiere decir que lo supere, solo que Sevilla asume Castilla y sigue creciendo, desde la Capilla Real, hacia sí misma. No hay comparación posible y no encuentro nada más degradante que la rivalidad entre hermanos, que, siendo tan diferentes, son, a su manera, insuperables. No somos los Gallagher.
En Valladolid coronamos a Fernando III en 1217. En 1248, toma Sevilla para la Cristiandad. En Valladolid se fundan las primeras hermandades a finales del siglo XV y, en 1531, nace la cofradía de Pasión. En 1535, es fundada, también por vallisoletanos, la cofradía de Pasión en Sevilla, a imagen y semejanza de su hermana vallisoletana. Los vínculos son incesantes y ambas ciudades tienen mucho en común. Por ejemplo, junto con Madrid son las grandes capitales del Siglo de Oro español y fueron los dos centros más importantes de protestantismo en la península. De ahí el ansia contrarreformista, de ahí la producción ingente de imágenes y de ahí que reine el catolicismo más icónico en cada calle. Nada ha creado más esculturas que los iconoclastas y, si el arte antiguo tiene como objeto mostrárselas al islam, el Barroco quiere mostrárselas a Lutero. En el caso de Sevilla, tiene, además, que mostrárselo al resto, ha de dejarse clara la conversión al catolicismo de judíos y musulmanes, la conversión pública de toda la ciudad, uno a uno, de ahí las saetas en los balcones que muestren que en esa casa están en el lado correcto, en el de Dios.
En Valladolid todo eso no hace falta. En Valladolid todos somos cristianos viejos y eso se da por hecho. La manera de mostrarlo no es cantando sino callando, exagerando el respeto, rezando sin mover los labios. Lo contrario sería ponerse en duda, la sobreexposición es sospechosa. Por eso la fe se hace presente a través del silencio, que es el Evangelio según Castilla. Esta tierra se hizo de hombres libres que repoblaron todo un territorio despoblado a cambio de nada, solo de frío y de miedo. Esta es tu tierra: tómala y defiéndela. Eso crea personalidades fuertes, pero individualistas. Serias, pero desconfiadas. Un pueblo que lleva en guerra desde siempre para llevar la Cruz al último rincón del mundo no necesita cantar saetas. Se da por hecho.
Y la Corte. Valladolid es la cumbre del Barroco universal y una manera de entender la fe en soledad. La semana santa de Sevilla es mejor en todo excepto en la calidad de las tallas. Pero no podemos -ni queremos- compararnos con su intensidad, ambiente, participación y belleza general. La imagen que tenemos del crucificado, el icono de Cristo en la cruz, la manera de pensar en Él que hoy se tiene en el mundo es la que decidió en Valladolid Gregorio Fernández. Posteriormente se lleva a América en las misiones, fundamentalmente jesuitas. Es decir, el mundo ve a Cristo como Valladolid decidió. Somos a la escultura lo que el Prado a la pintura, un museo que sale a la calle cada año. No sé qué pasaría si sacaran Las Meninas cada Jueves Santo, pero estamos hablando de lo mismo.
Si Sevilla es mariana, Valladolid es una ciudad de Cristos. Yo pienso en ese Valladolid de principios del XVII, capital de la corte, lugar de nacimiento y residencia de los Austrias, centro del universo, con Cervantes, Góngora, Quevedo y Rubens paseando por sus calles, absortos ante este museo de silencio, y me siento muy orgulloso de mi tierra.
Quien quiera contraponer la Semana Santa de Valladolid a la de Sevilla no ha entendido nada
Igual que me siento cuando camino Sevilla un Jueves Santo, porque también es mi tierra. Mi familia tiene una larga y profunda vinculación con Sevilla y he pasado muchas temporadas en Triana desde mi infancia. Y noto entonces que yo mismo cambio cada vez que voy, porque este silencio de Castilla es aún más silencio ante el Gran Poder, pero no tiene sentido en Triana; porque dejo el cristiano viejo en la meseta y mudo a sevillano nuevo en una apoteosis mialmista, en nacionalismo de la Cava, en calentitos y pestiños, de olés a Triana y al Cachorro, a la O y a Macarena. Y entonces tiro la austeridad al río y los mengues me emborrachan de jazmines y me voy con Sampalo al ‘Santa Ana’, en la calle Pureza, para ver cómo me convierto en marinero, o a la Peña Bética de Triana para que su tío Jose me cambie el Ribera por Machaco de palmas sordas.
Esta semana nos recordaba Armando Pego la memoria de san Juan Clímaco: «El que sale fuera, sin salir de su silencio, es amable y se vuelve enteramente morada de caridad». No puedo estar más de acuerdo, pero el que sale fuera y sale de su silencio para ser amable cambia la introspección por encuentro, miedo por humildad, austeridad por fervor y la pena contenida por alegría en grado de tentativa. El exceso de luz acaba con el misterio, pero el exceso de oscuridad acaba con la Verdad. Y con uno mismo. Uno se forja en el encuentro entre dos tierras, que son en realidad la misma, la de Dios, la del silencio cómplice de una salvación revelada. Que Dios nos permita seguir entendiéndonos cada Viernes Santo en el que, como hoy, elevemos la mirada al Padre. Nunca escuché un silencio más sonoro.
Ilustraciones y textos que este Viernes Santo proponen un recorrido que muestra la presencia de la salvación en la historia más reciente, que pueda ser reconocido por la experiencia común y explique cómo el fracaso de la cruz es la respuesta eficaz a la pretensión alienante del Poder.
En una Semana Santa en la que el Arte no saldrá a la calle en forma de pasos procesionales, las salas del Museo del Prado nos permiten recorrer los misterios de la Pasión de Cristo a través de los grandes maestros de la pintura.