Jaime García-Máiquez | 02 de julio de 2021
No debemos luchar contra el arte moderno, es imposible. Sonriámonos de sus travesuras como lo hacemos al oír cantar, de lejos, a unos borrachos. Pero exijamos con toda seriedad que no se gaste ni un céntimo de dinero público en esa bacanal a la que, gracia Dios, nadie nos ha invitado.
Llega ARCO 2021, la feria internacional de arte contemporáneo de España, que desde 1982 constituye la principal plataforma del mercado del arte en España. Un negocio, vamos. Y con todo, es una estupenda noticia.
A mí me gusta ir, me divierte. Y supongo que el lector avezado ya se habrá sonreído frente a mi predisposición amigable ante semejante feria. El arte contemporáneo tiene su lenguaje, su dialecto más bien, que yo entiendo y chapurreo con la versatilidad esforzada de un guiri.
Para comprender el arte contemporáneo en profundidad hay que retrotraerse de alguna manera al Renacimiento y a la idea loable (y un poco impía) de colocar al hombre en el centro del cosmos. No deja de ser sintomático que el centro exacto del dibujo Hombre de Vitruvio de Leonardo sea su ombligo. Este nuevo enfoque individualista puso su atención entonces en el artista, esa pieza del puzle social que aunaba lo bello y aristocrático a un talento particular sensible, a una inteligencia creadora. No es casual que frente a la Edad Media los genios de la historia del arte empezaran a surgir entonces.
Para comprender el arte contemporáneo en profundidad hay que retrotraerse de alguna manera al Renacimiento y a la idea loable (y un poco impía) de colocar al hombre en el centro del cosmos
El veneno fue introduciéndose a través de los siglos, degradando muy lentamente virtudes como la originalidad, la admiración de la antigüedad clásica, la fascinación por lo feo, la relectura de la historicidad bíblica… Muchos artistas fueron inmunes, y en los que no lo fueron tanto la contraddizione llenó de tensión estética su producción. Pero la autoafirmación en definitiva se llenó de orgullo, el orgullo de soberbia, la soberbia de endiosamiento.
A fuerza de imponer su sensibilidad o razón sobre la naturaleza, el artista acabó por esclavizarla, despreciarla, destruirla… El nacimiento de Venus (Ca. 1483) de Sandro Botticelli desembocó en Las señoritas de Avignon (1907) de Picasso. En 425 años se pasó de una delicada diosa neoplatónica a las rotas máscaras africanas de las meretrices del distrito de la Ciudad Vieja. Ahora, a un siglo de todas aquellas divertidas barbaridades y “vanguardialidades”, no le queda al asombro otra salida que el escándalo.
El éxito de las ferias de arte contemporáneo se mide escándalos: el ninot para quemar al rey, performances no autorizadas, un stripper, el Congress Topless, el medio vaso de agua, fotos de los presos políticos de la España contemporánea, un mandala hecho de bragas (usadas) rojas, una escultura de Franco metido en una nevera de Coca-Cola, la reina Isabel II desnuda, un tiburón real en una urna llena de formol… Todo presentado de manera admirable, con unos altos niveles de calidad, y alcanzando unos precios impagables.
Es divertido -en uno de esos arrebatos de mezquindad que tenemos- contemplar el espectáculo. Están “creados” justamente para eso, en parte. Es la putrefacción en directo. De vez en cuando uno se admira ante una abstracción decorativa, o de la magia que tiene una desvalida materia sola. Pero -hagamos también la pregunta- ¿es esto arte? Se puede afirmar al menos que es el arte que nos merecemos. Un mundo que desprecia la Creación (esta vez de verdad, con mayúsculas), que extermina la vida humana, que odia a Dios, está destinada a arrancarse los ojos para no ver la belleza, a la sordera a fuerza de rodearse de ruido, al suicidio de su propia sensibilidad.
ARCO, que nació cuando el arte oficial ya había muerto, nos viene a recordar la desolación espiritual del mundo. Una vez más. Otra vez, si. Todos los años igual
Por eso ARCO, que nació cuando el arte oficial ya había muerto, nos viene a recordar la desolación espiritual del mundo. Una vez más. Otra vez, si. Todos los años igual. Es el desierto de lo mismo. Y el “Medio vaso de agua” por el que en 2015 se pagaron 20.000 € no puede calmar nuestra sed; no sirve ni para eso.
Tampoco el urinal (La fuente. 1917) de Duchamp sirve para hacer pis: detuvieron a Pierre Pinoncelli (performance que, por cierto, se cortó un dedo) cuando lo hizo en 1993. Las latas con Merda d’artista (1961. De las noventa latas que hay, la última vendida en 2016 en Milán alcanzó los 275.000 €) del artista conceptual italiano Pietro Manzoni contienen en su interior yeso, tal como desveló Agostino Bonalumi. En el arte contemporáneo hasta la mierda es falsa.
Mientras que en otro tiempo, el hombre escribía grandes libros ahora los artistas se los comen, literalmente, como hizo Abel Azcona con el Corán (Eating a Koran, 2013) sin que el islamismo radical se atreviera siquiera a abrir la boca, pues -lo advirtió con mucha gracia Andrés Trapiello en una esquina de su Salón- «Duchamp puede pintarle bigotes a la Mona Lisa… pero que nadie se atreva a pintarle bigotes a Duchamp». Una sociedad así está condenada a premiar a una bruja como Marina Abramović con el Princesa de Asturias (2021).
Yo no niego el valor al arte moderno, su valor “impagable”, sino su verdadera valía. Es decir, el contenido estético, emocional, artesanal… -¿por qué no decirlo?- moral de esas obras, la falta de un espíritu que engrandezca la mirada del espectador. «Nunca como en el siglo XX -escribe Pedro Azara en De la fealdad del arte moderno (Anagrama, 1990)- había proliferado tanto la fealdad en el arte. Se manifiesta en todos los campos. Adopta las formas más variadas y sorprendentes (…). La fealdad es consustancial a la modernidad». Los descarnados desnudos de Lucian Freud no son sino los mismos que los de Francis Bacon tras haber corregido el enfoque de su objetivo: distinta carnaza, pero el mismo odio. El mismo desierto helado.
Habrá un nuevo Renacimiento que no ponga su centro en el ombligo de un hombre sino en el corazón del que Chesterton llamaba el Hombre Eterno
Habrá un nuevo Renacimiento que no ponga su centro en el ombligo de un hombre sino en el corazón del que Chesterton llamaba, «en una de sus encantadoras anticipaciones», el Hombre Eterno. Platón escribió en el Banquete que «si hay algo por lo que vale la pena vivir es por contemplar la belleza». Por eso es tan importante el mensaje de Scruton: « la belleza es un recurso esencial. Con ella convertimos el mundo en nuestra casa, y al hacerlo ampliamos nuestras alegrías y encontramos consuelo para nuestros dolores. Esa capacidad de la belleza para redimir nuestro sufrimiento la asemeja a la religión. De hecho, lo sagrado y hermoso son dos puertas que se abren a un solo espacio: el espacio donde encontramos nuestro hogar».
No debemos luchar contra el arte moderno, es imposible. Sonriámonos de sus travesuras como lo hacemos al oír cantar, de lejos, a unos borrachos. Pero exijamos con toda seriedad que no se gaste ni un céntimo de dinero público en esa bacanal a la que, gracia Dios, nadie nos ha invitado.