Juan Orellana | 02 de julio de 2021
Los magnates del cine deberían dejar vivir en paz su vida a los homosexuales y a los heterosexuales y sacar la catequesis del cine, que no es su lugar.
En estos días del «orgullo» en los que el marketing LGTB está más activo si cabe, se antoja necesaria una reflexión que augura un mal futuro para guionistas y espectadores. Para ello vamos a partir de una ficción imaginaria. Todos conocemos el sufrimiento y las injusticias padecidos por los judíos bajo el régimen nazi. Y lo sabemos en gran parte gracias al cine. Ha habido numerosas e importantes películas que han visibilizado aquel infierno y nos han ayudado a hacer nuestro un juicio histórico y moral claro sobre aquel genocidio, profusamente documentado a pesar de los negacionistas. Pero imaginemos que la pedagogía de la Shoah no se hubiera quedado ahí y que se hubiera impuesto que en toda película -de cualquier género y condición- debiera aparecer al menos una trama en la que se explicitara el Holocausto.
De un tiempo a esta parte, casi todas las películas -sean comedias, dramas o de dibujos animados- cuentan con una, dos o tres tramas homosexuales
El resultado sería un absurdo: Torrente sería hijo de un fugado de Auschwitz que quedó trastornado por las torturas, en el pendón de Isabel de Castilla aparecería una esvástica, Dar Vader llamaría «perro judío» a Luke Skywalker y en La ventana indiscreta de Hitchcock, James Stewart sería un judío y su vecino asesino, un exnazi exiliado en América. El espectador dejaría de tomarse en serio tanto las historias que cuentan las películas como, lo que es peor, el mismo Holocausto.
Ahora pasemos de la ficción a la realidad. De un tiempo a esta parte, casi todas las películas -sean comedias, dramas o de dibujos animados- cuentan con una, dos o tres tramas homosexuales. En un momento dado se quiso hacer justicia a tantos gais que habían tenido que ocultar su condición o vivirla clandestinamente debido a una sociedad que los estigmatizaba y no los trataba como personas, internándolos en cárceles o reformatorios. Bien estaba que el cine visibilizara ese drama y ayudara a que se les empezara a mirar de otra manera. Pero, una vez conseguido el objetivo con creces, como hizo el cine con los judíos, la ficción descrita se ha hecho realidad.
En toda película actual hay que meter una trama o varias de temática LGTB. Venga a cuento o no, pegue o no, sea anacrónico o no. Y el resultado es doble y contraproducente. Por un lado, se hace evidente la artificialidad de esas tramas, metidas a capón, en plan «cuota», lo que repercute en la autenticidad de todo el guion, y, por otro lado, el tema -delicado y sensible como el que más- se vuelve cansino, hastiante y genera un creciente desinterés. Lo primero afecta al cine en sus cimientos, porque lo que hace grande un guion es que no se noten sus costuras y que el espectador vea en su lugar un pedazo de vida, una historia verdadera, atravesada de autenticidad. Estas tramas metidas a menudo con calzador evidencian tanta artificialidad impuesta que arruinan la savia vital del filme, que deviene en diseño didáctico de escuela de marketing. Y el gay que había recuperado su consideración de persona se convierte en un plano estereotipo.
Estas tramas metidas a menudo con calzador evidencian tanta artificialidad impuesta que arruinan la savia vital del filme, que deviene en diseño didáctico de escuela de marketing
El otro día veía una película llamada Una buena receta (2015), que cuenta la historia de un chef que, tras alcanzar su segunda estrella Michelin, cae en el mundo de las drogas y el alcohol y arruina su vida. Después de unos años y ya rehabilitado, decide volver al mundo de la cocina y conseguir su tercera estrella Michelin, pero se da cuenta de que solo no puede, que necesita contar con la ayuda de sus empleados y compañeros de profesión. Se trata de una película gastronómica, de redención y superación. Prácticamente toda la historia transcurre en una cocina. En esta película no caben tramas sobre judíos perseguidos, denuncias del cambio climático o mafias colombianas de cocaína. Tampoco pinta nada una trama LGTB. Pero hay que meterla. Y entonces el dueño del restaurante se enamora locamente del cocinero, que para no frustrarlo lo obsequia con un largo beso en la boca. Una subtrama que se ha cargado la película por su estrepitosa artificiosidad. Los magnates del cine deberían dejarnos vivir en paz nuestra vida a los homosexuales y a los heterosexuales y sacar la catequesis del cine, que no es su lugar. A ver si de tanto ir el cántaro a la fuente…
Aún hay gente que piensa que la censura acabó con el franquismo. Nada de eso. Han cambiado los criterios, pero no el deseo de embridar la libertad de pensamiento.
Cuando los mandamases aceptaron con docilidad la ideología de género, Disney no dudó en incluir en sus producciones los nuevos «valores», siempre fiel a los dictados de la mentalidad dominante en cada momento.