Vidal Arranz | 02 de agosto de 2020
La música de Ennio Morricone añade a las imágenes una capacidad de elevación y un hálito de esperanza. En sus melodías late una épica, un vigor y un amor por la vida que en las películas apenas se explicita.
Es casi un lugar común asociar el nombre del compositor Ennio Morricone con la idea de una música espiritual, sagrada, que acaricia lo místico. Su propia condición de hombre católico, por un lado, y sus bandas sonoras para las series televisivas sobre Juan XXIII y Juan Pablo II, así como otros encargos de la Iglesia, y especialmente del papa Francisco, apuntalan esa idea. Pero es la propia naturaleza de su música, que bebe de forma natural de la tradición de la música sacra, la que facilita la asociación. Y muy especialmente en una de sus obras más célebres, la banda sonora para La Misión, de Roland Joffé, donde los conflictos relacionados con el mundo de la fe forman parte del relato y toman cuerpo en la emocionante música que lo acompaña.
Pero la relación del arte de Morricone con lo sagrado va mucho más allá de las asociaciones obvias. El primero que lo detectó fue Luciano Salce, el primer director de cine que le brindó una oportunidad ‘oficial’, tras una temporada de aprendizaje en la que Ennio realizó trabajos como ‘negro’ de otros compositores. Salce le dijo que lo veía como «un autor sagrado y místico», pero la aparente alabanza venía acompañada de una amarga noticia: «Por eso no puedes trabajar conmigo: yo soy cómico». Una noticia así, en el mismo inicio de su carrera como compositor de cine, hubiera desmoralizado a otro, pero no a nuestro hombre.
A Morricone aquella declaración le resultó desconcertante. Pero, como tantas veces haría luego en su vida, se dispuso a pensar sobre ella, a digerirla, para discernir qué verdad profunda podían desvelar esas palabras. Muchos años después, en las conversaciones con el musicólogo, y también compositor, Alessandro de Rosa, que dan cuerpo al revelador libro En busca de aquel sonido. Mi música, mi vida (Malpaso, 2017), explicó dónde pensaba que podía estar la clave: «Lo que quizás se advierte en mis obras es el enfoque sacro que tengo con la música en sí misma, con el acto compositivo. Y también con la vida, en definitiva. Estoy convencido de que hay que vivir intensamente cada instante».
La música de Morricone es sagrada, en efecto, porque siempre se toma en serio a sí misma y a la película a la que sirve (incluso cuando esta no lo merece, por sus calidades cinematográficas). Pero, sobre todo, es sagrada porque a menudo es capaz de añadir a las imágenes una capacidad de elevación, y un hálito de esperanza, de la que estas, tomadas por sí solas, carecen. Las partituras que compuso para la Trilogía del Dólar, de Sergio Leone, son una excelente muestra de esta forma de proceder, pues en sus melodías late una épica, un vigor y un amor por la vida que en las películas apenas se explicita. O que, a lo sumo, solo puede encontrarse si se les aplica el método del negativo fotográfico. El universo que muestra Leone es tan descarnado, tan salvaje, hay tanto desdén por la vida, y tanta arbitrariedad, abuso y caos, que, inevitablemente, el espectador no puede sino añorar el valor moral de un mundo que intente no ser una selva.
Pero, de vez en cuando, hay detalles narrativos que hacen explícito lo implícito, Por ejemplo, la breve confesión que en La muerte tenía un precio le hace el coronel Mortimer (Lee Van Cleef) a El Manco, el personaje que interpreta Clint Eastwood, cuando este le reprocha que se haya vuelto excesivamente cauteloso: «Me ocurrió algo que me hizo apreciar el valor de la vida». Se refiere, aunque todavía no lo sepamos, a la muerte de su hija. Pero la frase tiene especial valor en una película que arranca con estos títulos de presentación: «En el lejano Oeste, donde la vida no tenía valor, a veces la muerte tenía un precio».
Lo que quizás se advierte en mis obras es el enfoque sacro que tengo con la música en sí misma, con el acto compositivo. Y también con la vida, en definitiva. Estoy convencido de que hay que vivir intensamente cada instanteEnnio Morricone
Las músicas de Morricone para Leone explicitan esa dimensión ética, por llamarla de algún modo, que está apenas sugerida en el relato. Una dimensión ética que incluye, asimismo, el placer del juego, la excitación de la aventura, y la deportividad ante la derrota o lo imprevisto. Pero también el aliento de la esperanza. «Una esperanza que siempre he incluido implícitamente en todas mis partituras», según confesó el compositor en una entrevista.
En sus músicas para Leone aparece a menudo el contraste entre lo horizontal, lo terrestre, la vivacidad gozosa de los ritmos de galope marcados por la guitarra, con esas voces, a menudo coros, que elevan en intenso crescendo las melodías hacia una verticalidad que apunta hacia algo que está más allá de los fangos de la existencia. El contraste con las imágenes es tan grande que a veces suele interpretarse, en clave posmoderna, como una forma de ironía o burla. Pero no hay nada de eso. La verdad sagrada de la dignidad de la vida, también de la vida atropellada, está presente en esas películas, tan salpicadas de muerte y sangre, a través de los acordes humanistas de Morricone.
Otro ejemplo notable está en la partitura que compuso para el último western de Sergio Leone, Hasta que llegó su hora, y muy especialmente en el tema de Jill, la exprostituta que interpreta Claudia Cardinale, a la que nuestro compositor trata como a una María Magdalena sin Cristo. La melodía incluye evocaciones explícitas a la música sacra, y muy especialmente al repertorio dedicado a la figura de la Virgen María. Difícilmente Leone, al que se acusa de una cierta misoginia, por el desinterés que mostraba hacia las mujeres en el western, hubiera podido ni remotamente llegar a tanto solo con sus imágenes, que, sin embargo, en este caso al menos hacen plena justicia a la belleza meditativa de Cardinale.
Hay un pálpito de plegaria en muchas melodías de Morricone -como la célebre El oboe de Gabriel, de La Misión-, que evocan ese mundo interior en que el alma se mira a sí misma, y a sus flaquezas, en el espejo de Dios, y pide ayuda para sanar sus heridas y recomponerse. Es una música espiritual que siempre incluye una dosis de dolor, desgarro, desamparo, duda, o desolación, porque nuestro hombre no es un dispensador de postales pías. Además, Morricone sabe que la esperanza solo muestra sus virtudes sanadoras cuando resalta sobre un fondo de negrura. Incluso aunque su brillo sea un brillo humilde, que cuesta identificar en medio de las brumas. Pero, cuando esa tenue luz se abre paso, el dominio de las tinieblas se desmorona y todo parece de nuevo posible. Sobre todo, si esa luz toma forma en las notas cautivadoras y salutíferas de Ennio Morricone.
Es feo, injusto y hasta en cierto punto inquietante que alguien, aunque sea un maestro como Scorsese, decida qué es cine y qué no lo es.
Seleccionamos los mejores libros de no ficción. Esta semana, la monumental biografía de Churchill, un completo ensayo sobre novela policiaca, y otro imprescindible sobre jazz.