Vincent Debiais | 02 de septiembre de 2020
«¿Qué es ese paraguas que hay en la iglesia?». He aquí cómo una niña de trece años, que asiste sentada en el sofá a la retransmisión de Vatican News de la bendición urbi et orbi del pasado 27 de marzo, describe el ombrellino que protege el Santo Sacramento antes de la bendición. Exégesis a minima de un fenómeno ritual complejo por parte de una integrante de la Generación Z.
Las imágenes son espectaculares; en sentido propio: impactan la vista, la imaginación. Sin duda, porque son inesperadas, casi contradictorias con lo que estamos acostumbrados a ver durante las retransmisiones. La inmensa explanada de San Pedro está vacía en la tarde del 27 de marzo de 2020. El papa Francisco avanza solo, bajo la lluvia. Camina con dificultad por la rampa que lo conduce lentamente, en silencio, hasta el pie de las escaleras donde el brazo de Monseñor Guido Marini, maestro de Celebraciones Litúrgicas Pontificias, lo espera para acompañarlo hasta el podio. El Papa se coloca de cara a la plaza, ante los creyentes del mundo entero que esperan, y difícilmente podremos culparlos en tales circunstancias, una palabra de esperanza.
El papa Francisco avanza solo, bajo la lluvia. Camina con dificultad por la rampa que lo conduce lentamente, en silencio, hasta el pie de las escaleras
El instante es solemne, la hora grave; la sobriedad litúrgica es de rigor. Solo la voz de la alocución del Papa y las palabras del Evangelio ocupan totalmente el espacio y el tiempo de la primera parte de este acto litúrgico excepcional. El mundo entero los recibe a través de la retransmisión de Vatican News, que acentúa, por los efectos de la cámara (el gran angular, los primeros planos), la instalación dramática de la escenografía pontificia: el contraste entre la noche que cae sobre Roma y el brillo casi sobrenatural de la luz que sale del pórtico de la basílica; el fuego de las fuentes que se refleja en los charcos de agua negra sobre la piedra de la explanada.
En Twitter, el regocijo. No en directo, claro -sería embarazoso para ellos que los comentaristas burlones pudieran contarse entre los telespectadores de Vatican News, sería mucho menos trendy que comentar, esta vez en vivo, burlones, las decisiones de la Iglesia sobre la asistencia virtual a las misas durante el confinamiento-, pero esta no es la cuestión. Reconozcámoslo: Paolo Sorrentino habría podido sonreír al ver la intensidad de ciertas tomas que colocan al Papa en el centro del mundo a través de los colores y de la profundidad de los planos. Había un je ne sais quoi de fin de los tiempos, de distopía, sencillamente de sagrado, en la «puesta en escena» del acontecimiento. Sin emoción, pero con la gravedad de la eficacia litúrgica, la de la indulgencia plenaria, a través de las pantallas. En el momento en el que la antropología y la antropología histórica conceden un lugar predominante a la influencia de los sentidos sobre la ejecución del ritual, solo queda la imagen en la retransmisión de la ceremonia del pasado 27 de marzo y en todas las difusiones live de las celebraciones realizadas durante el confinamiento, para sentir el poder sacramental que hay en juego en la voz, los gestos y el despliegue visual del rito.
Desde el inicio del confinamiento y el cierre de los lugares de culto, la vida religiosa se ha modificado profundamente en sus manifestaciones comunitarias. La misma noción de asamblea podría haber desaparecido en beneficio de la de público; peor aun, en beneficio de la de audiencia. El número de visualizaciones publicadas por YouTube se compara de una congregación a otra. La liturgia se convierte en happening. Algunas parroquias crean páginas Facebook para «publicar sus eventos». El mundo católico descubre la figura del sacerdote influencer y se enfrenta de pleno con la transformación de los sacerdotes en showmen, propia de los pastores protestantes que conocen ya las iglesias evangélicas y de otras religiones no cristianas. Finalmente, nada de todo esto es nuevo. Podríamos incluso sorprendernos de que el catolicismo pase tan tardíamente a una versión 2.0, como si hubiera sido necesaria la crisis sanitaria para empujar al propio rito a una versión numérica, virtual, desencarnada. ¿Paradoja última de un relativismo teológico u oportunidad para que la fe se apropie de un mundo conectado? Sin duda, necesitaremos unos cuantos años para medir el impacto de este confinamiento sobre las modalidades de frecuentación de los sacramentos, su impacto en el significado y la imposición del ritual y, de forma global, sobre la relación con la institución eclesiástica, puesto que constituye el lugar de la oración común y el de una interacción directa, no mediatizada, con la persona del sacerdote. Les corresponde a aquellos que creen situarse y expresarse en esta relación inédita con lo sagrado. Por otro lado, desde el punto de vista antropológico, ya hay mucho que decir y las ciencias sociales de lo religioso no han dejado pasar la ocasión de analizar en qué se convierte la celebración en solitario en un templo vacío cuando simultáneamente se difunde a gran escala y en la intimidad del hogar. Así, Alain Rauwel ha hecho recientemente una recopilación de las cuestiones litúrgicas y eclesiológicas en juego en las «prácticas rituales en tiempos de pandemia»: ausencia de comunidad, metamorfosis de la sacramentalidad transformada en magia, hipertrofia de la figura sacerdotal…
El mundo católico descubre la figura del sacerdote influencer y se enfrenta de pleno con la transformación de los sacerdotes en showmen, propia de los pastores protestantes
Un paréntesis, si me lo permite el lector. En la aparente urgencia de considerar un «mundo de después», cuando el mundo de hoy no cesa de escapar a nuestra comprensión racional fuera de una gestión inmediata de la emoción y del miedo, las humanidades y las ciencias sociales aportan, en este punto como en muchos aspectos de la crisis -sanitaria, social, económica, humana simplemente-, la distancia necesaria en el análisis de una realidad que inquieta, desestabiliza e indigna. Son ellas las que nos permiten romper los sistemas de valores autoritarios que tratan de imponernos, aprovechando una febrilidad «oportuna», entre lo fútil y lo esencial, lo prioritario y lo trivial, lo urgente y lo secundario. Esta es la razón por la cual la investigación no ha cesado, todo lo contrario, con la supresión de las clases presenciales; se ha desplazado hacia nuevos objetos, ni fútiles ni triviales ni secundarios, y responde, más que nunca, a su vocación de servicio público. Cierro el paréntesis.
Entre los elementos llamativos de esta nueva puesta en escena del ritual que interpela a antropólogos y liturgistas, tanto como a historiadores del arte, destaca la importancia visual de los objetos que operan en la práctica litúrgica. Volvamos a Roma. La retransmisión de la ceremonia del 27 de marzo empieza con una larga secuencia durante la que no pasa nada, o casi; en apariencia, al menos. Entre el momento del inicio del live en YouTube y de la llegada del papa Francisco a la explanada de San Pedro, transcurren cinco largos minutos. Si conseguimos hacer abstracción de la voz del comentarista, que parece querer ocupar este momento como los periodistas deportivos ocupan a veces los tiempos muertos de los partidos y de las carreras, se puede fijar la atención en los dos objetos que presiden la ceremonia: el gran Cristo de madera de San Marcello al Corso y el icono de la Virgen salus populi Romani. La cámara graba los objetos, dispuestos a ambos lados de la entrada de la basílica, detrás del estrado donde está el Papa, y alterna imágenes tomadas desde un ángulo inferior y planos ampliados. Lentamente, el crucifijo y el icono se convierten, por el tratamiento del vídeo, en el lugar y en el marco formal de la celebración. Los fundidos mezclan ambas imágenes en la construcción de un mismo decorado, trasfondo de la palabra, umbral de lo sagrado.
Poco a poco, sin embargo, la puesta en escena transforma los objetos y crea nuevas imágenes -imágenes de imagen-. Los reflejos sobre el cristal que protege el icono, la lluvia que altera la claridad de los planos, impiden distinguir los rasgos de la Virgen. Por otro lado, la elección que rige los movimientos de la cámara sobre la figura de Cristo provoca una reducción de su dominio del espacio, de su relieve, del peso del cuerpo del crucificado. La pantalla plana aplasta drásticamente la tridimensionalidad del gran Cristo de madera y desdibuja la imagen de la Virgen en su encofrado. Los dos objetos se convierten en anécdotas, en signos vacíos de una presencia atenuada que desaparece en la hipermediación de la pantalla de la televisión, del ordenador, del móvil; insertos en un nuevo marco, pierden su textura, su espesor. En términos de la tragedia aristotélica, ya no queda nada de la fábula ni del espectáculo; solo los personajes persisten en una dramaturgia más bien insípida, sin idea, sin elocución. Son necesarios los gestos de adoración del Papa, los labios que se posan sobre el pie de Cristo, la mano que parece acariciar la mejilla de María, para restablecer en el vídeo una apariencia de profundidad, la de la activación litúrgica de los objetos.
Que la cámara transforma la relación con el cuerpo, que reconstruye el espesor de la figura humana en la profundidad de la imagen, también lo sabíamos; en palabras de Jacques Rancière, la cámara, el cine, son fuentes de una des-figuración
Nada de todo esto es propio del confinamiento, de la liturgia vaticana o de las imágenes religiosas, me dirán. La cámara enmarca: la descripción pictórica de la historia en una sucesión de imágenes en movimiento es precisamente lo que define, en cierta manera, el cine. Que la cámara transforma la relación con el cuerpo, que reconstruye el espesor de la figura humana en la profundidad de la imagen, también lo sabíamos; en palabras de Jacques Rancière, la cámara, el cine, son fuentes de una des-figuración. La sucesión de planos establecidos por este marco fabrica una nueva descripción del mundo, del paisaje, de los hombres y de sus acciones. El Cristo de San Marcello al Corso y el icono de la Virgen sufren la misma manipulación a través de la imagen y adquieren una nueva realidad «pictórica», una distancia plana que reduce la influencia de la mirada y que, en cierta manera, las desacraliza. Y ha sido constante durante todo el tiempo de esta «Pascua audiovisual». Los objetos utilizados durante las celebraciones del tridium y que son, en tiempos de desconfinamiento, adorados con la vista o besados por los fieles solo existen en imágenes, son únicamente una representación de sí mismos y no de aquello que muestran en su primera intención; solo pertenecen a la dimensión fotogénica del cine definida por Jean Epstein.
Esto es, por supuesto, lo propio de todas las retransmisiones de la misa y ocurre todos los domingos en la emisión de El día del Señor. Pero en esta Pascua de 2020 hay un factor añadido, o más bien un elemento eliminado, y es la ausencia de la comunidad en el templo. Si el objeto litúrgico no pierde completamente, en tiempo normal, su carácter de objeto es porque la televisión propone, con sus planos de la asamblea, la posibilidad de participar por procuración. Podemos reconocer en la devoción del otro el propio compromiso con el objeto. La Adoratio crucis, la tarde del Viernes Santo, constituye quizá el punto culminante de esta latencia devocional, ya que el contraste es fuerte, casi doloroso, entre la presencia deseada de la cruz y la inconsistencia de una devoción sin compromiso. El himno Ecce lignum crucis ciertamente acompaña la revelación de la cruz en tres tiempos, con enorme moderación, pero en ningún momento la mirada puede reposar sobre una imagen fija del crucifijo en la sucesión de planos; no existe la posibilidad de un encuentro frontal con la figura de Cristo, solo queda la percepción de una imagen fugaz y el Venite adoremus del himno no encuentra ningún recurso en lo visual que permita la adoración.
La imagen de la devoción, monumental o no, ante la que oramos, que sostenemos entre las manos, que manipulamos cuando murmuramos palabras codificadas o espontáneas, es ciertamente una imagen, pero posee una materialidad, un espacio, una extensión que permiten un encuentro entre el significado, los gestos y los sonidos. Está situada, ordenada, expuesta, conservada, transmitida, sea cual sea su valor, antigüedad, banalidad. En cambio, las imágenes de Cristo y de la Virgen, tal y como existen en el marco de la retransmisión, están desprovistas de la materialidad que permite su apropiación a través de los sentidos y la incorporación del diálogo con lo sagrado. La captura de pantalla no genera una imagen de devoción y, a lo sumo, fija en la intangibilidad del píxel la dimensión de la liturgia como evento, de la misma manera que la reproducción fotográfica de un crucifijo en un catálogo de museo no produce una imagen de la crucifixión. La mediación fotográfica, cuando no se encarna en un nuevo objeto de devoción -una estampa, una medalla- interrumpe, en perspectiva cristiana, la relación entre la figura y el arquetipo.
En un momento en el que creamos vínculos entre los eventos actuales y una Edad Media víctima de la peste que se confía a Dios, no podemos dejar de observar este eco formal
Esta es la razón por la que Vatican News, para superar la barrera intrínsecamente documental de sus retransmisiones, añade a las imágenes la voz en off de un ministro que reinyecta algo de sacralidad (o al menos de espiritualidad) en el desarrollo de las imágenes, con el objetivo de «encarnarlas», de construir «espacio», de hacer «comunidad». Esta modalidad de «participación en espejo» -el reconocimiento de una participación espiritual en la oración del hermano– expresa una preocupación contemporánea, pero que no está lejos de lo que encontramos en las imágenes de devoción medievales, especialmente en las del santo en oración ante el crucifijo. En un momento en el que creamos vínculos entre los eventos actuales y una Edad Media víctima de la peste que se confía a Dios, no podemos dejar de observar este eco formal.
El manuscrito Rossianus 3 de la Biblioteca Vaticana contiene, entre otros elementos textuales y codicológicos, un pequeño libreto realizado en la primera mitad del siglo XIV en el que leemos un corto tratado de oración al que acompañan nueve pinturas. Compuesto hacia 1280, el Tratado de los nueve modos de orar de Santo Domingo describe la manera en la que el santo implica al cuerpo y a los sentidos en la devoción a Cristo crucificado. En la mitad inferior del folio 10r hallamos una de esas pinturas en la que santo Domingo se presenta en oración ante la figura de un crucifijo posado sobre el altar. El objeto en la imagen no es propiamente un objeto, sino la imagen viva de la escena de la crucifixión. El cuerpo de Cristo ya no es un cuerpo-objeto, sino un cuerpo-figura. La sangre brota de sus heridas y fluye hacia el mantel del altar. Los ojos de Cristo y los de santo Domingo se cruzan. Los gestos del santo son un reflejo de la posición de los brazos sobre la cruz. Momento de mimetismo en el que Domingo carga el dolor de Cristo, lo hace suyo a través de la oración. Centrada en el objeto, en la imagen, la mirada transforma el signo de la pasión en acontecimiento actual, en una concepción completamente litúrgica de la oración. Esta imagen del Tratado de los nueve modos de orar de Santo Domingo tiene una doble función pedagógica -muestra cómo, a imagen del fundador, deben orar los hermanos dominicos- y de devoción -invita a rezar por el santo-. Al ser un objeto pintado en un libro que tenemos en nuestras manos en el momento de iniciar la oración, la imagen de santo Domingo crea un lugar y una comunidad y su devoción por la cruz puede ser compartida por el hermano. La figura del santo en la pintura es lo que hace que la presencia del crucifijo-cuerpo sea accesible para quienes rezan ante la imagen devocional.
No existe en la imagen televisada la potencia figurativa de la imagen medieval, esa declinación paradigmática de la Encarnación que establece las condiciones de una presencia
El papa Francisco tiene también gestos significativos ante el gran crucifijo instalado en la basílica vacía. Se inclina, se postra en el suelo, besa el pie de Cristo, toca con su frente su pierna. Sin embargo, el efecto de devoción no es en el telespectador el mismo que provoca la pintura de santo Domingo en el lector. No existe en la imagen televisada la potencia figurativa de la imagen medieval, esa declinación paradigmática de la Encarnación que establece las condiciones de una presencia, de una agencia, de un vínculo en la figura. Esta es la razón por la que las imágenes y los objetos que desfilan por las pantallas de los fieles confinados difícilmente pueden producir el movimiento del espíritu que implica la oración. En lugar de una sacralidad del «lugar», asistimos a una solemnidad del «plano». El ombrellino que protege el Santísimo Sacramento en sus movimientos por la basílica para la bendición urbi et orbi parece vacío de todo su significado y ya no es más que una imagen vacía, un «paraguas en la iglesia».
No es necesario criticar las elecciones estéticas de estas retransmisiones. En primer lugar, hay que reconocer el desafío litúrgico, eclesiológico y pastoral que representan y, luego, convenir en la acertada moderación que ha caracterizado el desarrollo de las ceremonias de este tiempo de Pascua especial. Pero sí invita a preguntarse, como historiadores, sobre una ontología a largo plazo de la imagen cristiana. En cómo podemos pensar la presencia en lo virtual, la permanencia en lo evanescente, la sacralidad en lo trivial. En cómo pensar en la eficacia del icono en el seno de una página de YouTube.
El confinamiento por el coronavirus ha vaciado los templos, al tiempo que surgen multitud de iniciativas que llevan a las redes sociales el día a día de la Iglesia.
La soledad del papa Francisco ante una plaza de San Pedro desierta y lluviosa refuerza su mensaje: abrazar la esperanza y reconocer nuestra fragilidad.