Armando Pego | 03 de noviembre de 2019
Nadie puede llegar a escribir correctamente, a pensar y hasta narrar su sufrimiento y su alegría, si no ha forjado su personalidad en la lectura de la poesía.
Entre los síntomas de la degradación de la enseñanza actual, suelen mencionarse las dificultades no solo ortográficas sino también de redacción de los jóvenes universitarios. Tal realidad podría parecer una paradoja excelente para describir un modelo pedagógico que, despreciando la potencia de la memoria, repite incansablemente que solo se aprende lo que se sabe hacer.
Tantos esfuerzos colaborativos dedicados a que los alumnos experimenten y desarrollen su singularidad y, al final, el resultado se reduciría a que la mayoría apenas logre comunicar unas emociones de soberbia confusión y de sobreentendida vulnerabilidad.
Sería injusto cargar en exclusiva con la responsabilidad de esta debacle cultural a la escuela de los últimos treinta años. Ella ha acelerado un proceso de descomposición que, a través del siglo XX, acabó eclosionando hace cincuenta años. Vivimos en su resaca.
Si no hablase también como una de sus víctimas -ya que hoy todos debemos ser víctimas de cualquier trauma, cuanto más imaginario, más doloroso-, atribuiría la vulgarización uniformada del pensamiento y, en consecuencia, el embotamiento de nuestra sensibilidad a la destrucción sistemática del aprendizaje de la poesía en la pubertad.
Nadie puede llegar a escribir correctamente, a pensar y hasta narrar su sufrimiento y su alegría, si no ha forjado su personalidad en la lectura de la poesía. En voz alta, entre susurros, en silencio.
La poesía atesora experiencias sin fin que modelan la propia personalidad de modo imprevisible. No pueden ser regladas ni evaluadas con procedimientos estandarizados o mediante el uso de aplicaciones proactivas. Un joven sentado, callado, inclinado sobre un libro, por puro gusto, dispone de una libertad incontrolable.
En su tentativa de escribir, el adolescente manifiesta su voluntad de leer poesía. No basta con aprender a amarla. Es preciso aprender la dificultad de llegar a amarla. El silencio atento es la primera respuesta crítica, y creativa, que un poema exige.
Me asomo al paisaje lejano de mi memoria sentimental. Entre las brumas de Crónicas del alba, emerge la figura de Pepe Garcés declarando su exaltado amor a Valentina con un himno de su misal, como vuelve a recortarse el perfil nocturno de Cyrano de Bergerac murmurando alejandrinos enloquecedores al pie del balcón de Roxanne.
También regresa con espanto el recuerdo de la prueba más dura a la que estuvo sometido mi amor por la poesía. Solía distraerme en clase leyendo en los bordes del libro de texto versos de Jorge Manrique, Fray Luis de León, Luis de Góngora y hasta de José de Espronceda, pero, ay, como no se sabe sino lo que se hace, nos encargaban redondillas, décimas espinel o liras. Incapaz de redactarlas, admiraba la monstruosa facilidad de algunos compañeros para encontrar rimas ricas y para remedar los ripios intelectuales de Ramón de Campoamor o los didácticos de Tomás de Iriarte, infinitamente más ilustrados que los degenerados lemas, cursis y autoritativos, que imponen a nuestros hijos las múltiples inteligencias presentes actualmente en la escuela.
Con memorables excepciones calladas, nuestros maestros se conforman con que su alumnado sea capaz de leer el libro que sea. Se da por perdido, como si se tratase de una excentricidad, que alguien pudiese escoger la lectura del Canto personal de Leopoldo Panero o de las Odas elementales de Pablo Neruda. Inútil, caprichosa, ininteligible, solo apta para cubrir como mucho el expediente rancio de unos juegos florales escolares, sobre la poesía ha caído la leyenda oscura de un desprestigio interesado.
En alguna ocasión mis hijos han aprendido a declamar El camello cojito de Gloria Fuertes o un villancico de Juan del Encina. “¡Intelijencia!, dame / el nombre exacto de las cosas…”. Por un momento brilla un fulgor de comprensión compartida que acaba escapándose entre unos dedos atraídos por otros compases…
Contra toda desesperanza debe uno permanecer fiel al culto poético. Siempre llega su eco potente en una voz firme que recuerde el alma dormida, como si fueran las primeras notas de un preludio como el número 24 del Clave bien temperado de J. S. Bach. Como si fuera, hoy mismo, la lectura de Un sí menor (2019) de José Mateos.
Según algunos musicólogos, la clave del Sí menor representa la tonalidad del sufrimiento pasivo o incluso contiene un motivo que despliega el infinito bajo la línea interminable del basso andante. La poética apofática que Mateos ahonda en cada nuevo libro suyo roza con las yemas de sus versos los contornos de su principio y su final: “Palabra / que me pronuncias desde antes / de mis palabras, // todo se hará silencio / si consigo nombrarte”.
En este otoño intentaré acercarme de nuevo con mis hijos al secreto que José Mateos observa en “la hoja mecida en el agua / y esta emoción sin porqué…”. Aun sin certeza y con nuestra distancia generacional, acentuada por su adolescencia, ojalá descubramos que “de pronto el saber se fragua / en un instante de sed”.
Un encuentro entre san Bernardo de Claraval y José Jiménez Lozano en busca del sentido de renunciar a todo «excepto al arte de escribir bien».
Un postrero soneto de Lope de Vega que nos recuerda el valor inmaterial de las pequeñas cosas en medio del ruido y la vorágine de nuestros días.