J. A. González Sainz | 04 de abril de 2021
A pensar, y a pensar lo que es pensar, y lo que pensaron antes y piensan ahora dos insignes y controvertidos escritores de nuestra lengua nos convoca el apasionante libro de José Lázaro Vías paralelas: Vargas Llosa y Savater.
Pensar, valer pensar de veras, o bien, por el contrario, pensar que pensamos, creer que pensamos y, en realidad, lo que hacemos es creer o más bien acatar, tributar vasallajes a los señores de los púlpitos del espectáculo generalizado y a los mandarines o algoritmos de la opinión políticamente correcta. En una época crítica y atolondrada como la nuestra, llena hasta los topes de confusión y de ruido, no es cuestión baladí.
Pensar no es tener ideas, no es mantenerlas a troche y moche, detentarlas —yo suelo decir no es acuartelar ideas, aprisionar ideas. No se piensa una cosa una vez y ya está, sino que pensar es seguir pensando y pensando algo del derecho y luego del revés, según una perspectiva y luego según otra, a la luz de unos datos o circunstancias y luego de otros; es pensar las cosas de antes ahora y pensarlas también después y en los sucesivos aquí y allí de una vida. Se puede seguir pensando siempre lo mismo, desde luego, pero lo mismo eso no es pensar. Ninguna cosa pensada, por muchas veces que lo hayamos hecho, nos exime de volver a pensarla en función de otros hechos, de otra coyuntura o contexto, de otra edad.
Vías paralelas: Vargas Llosa y Savater. Un ensayo dialogado
José Lázaro
Editorial Triacastela
296 págs.
18€
Pensar es ir recogiendo datos, atendiendo a hechos y observaciones, atesorando experiencias y conocimientos, y ordenarlos, contrastarlos, sopesarlos; es ver, escuchar y estudiar y saber distinguir, valorar, deliberar al cabo. Cuantas más experiencias u observaciones, cuanto más estudio se haya cosechado y aquilatado en la vida, más certero puede que sea —puede— el pensar.
Pero pensar es asimismo tener que ver con las palabras, tener buen trato con ellas y tratar de no usar trapacerías, los mil y un ardides del enredador, el tramposo o el zote. Pensar es poner en palabras con cuidado y ver también qué pasa con esas palabras, qué hacen esas palabras o cómo obran entre sí, con ellas mismas, y en quien las recibe; qué dicen de verdad —y de mentira— las palabras con las que decimos. También es ponerse en juego al pensar, ponerse entero en propia carne en el asador de pensar, y poner en juego asimismo al que escucha.
A pensar, y a pensar lo que es pensar, y lo que pensaron antes y piensan ahora dos insignes y controvertidos —controvertidos, para empezar, con ellos mismos— escritores de nuestra lengua que han seguido pensando, nos convoca el apasionante libro de José Lázaro que lleva por título Vías paralelas: Vargas Llosa y Savater. Un ensayo dialogado (editorial Triacastela). Con tino y minuciosidad dignos de orfebre, Lázaro —autor de una biografía de Luis Martín Santos o de libros sobre historia de la psiquiatría y la medicina y buen escrutador de las pasiones humanas y los mecanismos del deseo y el fanatismo, por ejemplo, en La violencia de los fanáticos— va urdiendo un diálogo paralelo y contrastivo con Fernando Savater y con Mario Vargas Llosa; utiliza como piezas de la obra de marquetería que es el libro fragmentos comparados de los textos de la prolífica obra de ambos autores y también de entrevistas realizadas por él a lo largo de los años.
El marco de esa marquetería es la pregunta por el pensar, por lo que han pensado esos dos autores en sus años de empezar a pensar y lo que han pensado luego y piensan ahora, con más y más variadas y cruciales experiencias a sus espaldas y más años de rodaje de pensar y decir. Tanto Savater como Vargas han tenido el coraje de seguir pensando, de contradecirse y rectificarse justamente porque siguen pensando, de aprender —aprender es un coraje— que decir suele llevar aparejado un contradecirse para intentar decir mejor. Lázaro repasa, contrastivamente, el curso evolutivo del pensamiento de ambos escritores sobre un amplio abanico de temas en un ejercicio que también es personal, que también le afecta y en el que se pone igualmente en juego; y lo repasa siempre con la mosca de las palabras detrás de la oreja. Habla del «pantano semántico» en el que se arrastra nuestro decir y de la necesidad de salir de él, no una vez sino continuamente, obligándonos a la perenne tarea de «distinguir de forma explícita el sentido que damos a los términos que usamos como base de cualquier discurso sobre un tema algo complejo».
Decimos, por ejemplo, ‘izquierda’, decimos ‘progresista’ o ‘extrema derecha’ y nos parece que decimos algo; que decimos algo más que estoy a favor o en contra, me gusta o lo odio. Creemos decir y, en realidad, como infantes, solo silabeamos o incluso babeamos emociones primarias. Como cuando decimos ‘liberal’ o ‘riqueza’ o ‘democracia’ y nos quedamos tan anchos, aunque en realidad no sepamos lo que en el fondo decimos ni tampoco lo que el que escucha entiende. Usamos las palabras para que vuelvan a nosotros después de haber chocado con el muro de cemento del otro, como pelotas huecas y arrojadizas que ratifiquen con ruido y fuerza nuestra propia oquedad arrojadiza.
Frente a ello, y con el ejemplo de la trayectoria de los dos autores que entreveran el discurso, el libro de Lázaro es una indagación sobre el librepensamiento, sobre «ese arriesgado ejercicio de precisar el sentido que se le da a las palabras» cada vez, de redefinir ante el otro y ante uno mismo continuamente lo definido y los términos y contextos de la definición, cambiándolos si es preciso en el proceso de pensar conforme a «la razonable suposición según la cual el paso de los años va acumulando saberes y experiencias que nos permiten ver más claras las cosas y juzgarlas con mayor solidez».
En una larga tradición, Lázaro distingue tres tipos de convicciones, de afirmaciones que cada uno considera ciertas: los conocimientos o saberes, demostrables, contrastables y objetivables; las ideas o pensamientos, racionales y argumentables lógicamente, y las creencias, estáticas y cargadas de emocionalidad. Cada una de esas formas de convicción —conocimientos, ideas y creencias— tiene un distinto valor de verdad, que sin embargo, arguye, es inversamente proporcional a su alcance social. De la misma manera que hay cosas que se comen y otras que no, o sí pero con consecuencias altamente perjudiciales, hay cosas de creer y de pensar o saber. No distinguirlas, no ir siempre distinguiendo, tiene sus consecuencias. Por ejemplo, el sectarismo retrógrado y la recalcitrante insensatez de nuestros políticos y nuestros votantes de políticos, la costumbre de mentir y de acostumbrarse a que nos mientan, de banalizar y hacer de todo espectáculo, mitin, teatro y propaganda, el miedo a afrontar la realidad, la recaída en ideas y creencias obsoletas, fracasadas y cerriles que siempre traen aparejado lo peor.
Pensar es cambiar de ideasJosé Lázaro
Tanto Savater como Vargas, que mantuvieron ideas revolucionarias en su juventud, ácratas el uno y filocomunistas o castristas el otro, han ido evolucionando, con los trompazos ante la realidad y la perseverancia en el cuidado de las palabras, hacia posturas más socialdemócratas el uno, de un «progresismo radicalmente liberal», o bien más estrictamente liberales el otro, o al decir de Lázaro, de un «liberalismo radicalmente progresista»; pero, en uno y otro caso, siempre en el ámbito de un claro rechazo de todo autoritarismo y dogmatismo, de todo adoctrinamiento y nacionalismo y con una actitud liberal sobre temas morales o personales y un ojo siempre avizor ante toda mitología colectiva o todos los «constructivistas sociales» (Vargas Llosa).
Todos estos términos están bien definidos, y una y otra vez, como corresponde, en el libro. Así como también la edad del desengaño: ese entorno, en cualquier caso crucial, de los 33 años. Los treinta años es buena edad para irse desengañando —a porrazos, o bien por su propio peso o por el viento, caen del árbol las almendras—, y desengañando ya en adelante una y otra vez; es buena edad para ponderar y repensar y reformularlo todo tras los ardores de la bendita juventud. Bueno, es buena edad para todo si vamos a ver. Quien no cambia de ideas —«pensar es cambiar de ideas», repite Lázaro— es como si no cambiase nunca de muda. Te la puedes volver a poner, no faltaba más, pero después de pasarla a intervalos por la lavadora de ideas.
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