Jaime García-Máiquez | 04 de junio de 2021
La poesía actual, reconociendo que la grandeza del Machado menor es mayor, debe mucho más al humor melancólico, al cinismo moral, el malditismo simpático, la variedad temática, el coloquialismo callejero y el apabullante dominio técnico de Manuel.
Hay quien nace joven y muere hecho un chaval, y hay quien nace viejo y se gasta la vida de tristeza en cansancio, sin levantar cabeza. Esto sucede en todos los hombres y circunstancias, entre amigos de infancia, entre padres e hijos, entre hermanos de sangre y alma.
Es lo que les sucedió a los Machado. Manuel (1874-1947), que era mayor, nació joven, intrépido y mujeriego; su hermano Antonio (1875-1939) nació viejo, melancólico, polvoriento y viudo desde su más tierna edad. Es inútil luchar contra la genética. Cansinos-Asséns, en La novela de un literato, los retrata así: «Manuel, efusivo, ligero, chispeante, andaluz pizpireto; Antonio, serio, ensimismado, meditabundo, lacónico como un espartano, descuidado en su atuendo, con manchas de ceniza y alcohol en su traje viejo y raído. ¡Qué contraste entre los dos hermanos! Manolo, decidor, dicharachero, marchoso, de una elegancia aflamencada y de una movilidad de pájaro; Antonio, grave, silencioso, lento, arrastrando los pasos como una cadena: el hombre que siempre se queda atrás…». Al que era un golfo le salió todo bien en la vida, de arriba abajo, y al que era bueno y triste se le fueron torciendo las cosas de principio a fin.
Si existen en este país dos hermanos poetas que siempre son comparados son ellos, pero no por un resentimiento cainita general, sino porque la gente, sin saberlo -con esa sorprendente intuición que tiene la gente, a veces-, presiente que, más allá de sus imponentes y terribles diferencias, son ambos como una misma vida rota en dos, creadores de una sola obra literaria imposible y bicéfala: ¿no se llena la ligereza de Manuel de sabiduría y hondura bajo la sombra de Antonio?, ¿no resplandece en los sedientos Campos de Castilla el espejismo acuático, la gracia líquida de un remoto Capricho andaluz?
Ha llegado a Madrid la obra de teatro titulada Los hermanos Machado (Centro Cultural de la Villa), que no parece más que una nueva revisión vieja del tópico, ahora cocinada por el chef Alfonso Plou y servida por el director Carlos Martín. Más de lo mismo. No disimulo mi chispa de esperanza, cuando en una entrevista al actor Félix Martín reconoció que tenía muchos prejuicios (políticos, claro; ¿cuáles si no?) al encarnar el papel de un personaje como Manuel, pero que al conocerlo, al estudiarlo, le ha acabado cogiendo un extraordinario afecto. Eso que se ha llevado.
La obra de Manuel no necesita más prestigio que el que tiene ganado, merecidísimo por cierto. Y encima sin pagar el peaje mezquino de la difamatoria fama. Lejos nos quedan hoy las «reivindicaciones» de los manuelmachadianos, o la broma de Jorge Luis Borges que ninguna gracia le habría hecho a nuestro poeta: «Ah, ¿pero Manuel Machado tenía un hermano?».
La poesía actual, reconociendo que la grandeza del Machado menor es mayor, debe mucho más al humor melancólico, al cinismo moral, el malditismo simpático, la variedad temática, el coloquialismo callejero y el apabullante (e invisible, por tanto) domino técnico de Manuel. Basta repasar los poetas más importantes desde la segunda mitad del siglo pasado: Gil de Biedma, Ángel González, Aquilino Duque, J.L. Panero, Miguel d’Ors, Juaristi, Salvago, Marzal… En un arranque académico, d’Ors lo calificó de «poeta menor, (…) por ser incapaz de dar trascendencia a sus descripciones dotándolas de un significado simbólico que les confiera alcance universal» (Miguel d’Ors. Estudios sobre Manuel Machado. Ed. Renacimiento. Sevilla, 2000), algo que nos atreveríamos a discutir siempre que no sea frente a un tribunal universitario.
Ah, ¿pero Manuel Machado tenía un hermano?Jorge Luis Borges, escritor
Ambos hermanos nacieron en Sevilla, con apenas once meses de diferencia, en unas dependencias para empleados del Palacio de Dueñas de los duques de Alba. Los Machado eran una familia de liberales republicanos y anticlericales. Su padre, Antonio Machado Álvarez, se dedicaba a trabajos de investigación folclórica con el seudónimo de «Demófilo»: «Sensible al cristianismo, pero crítico con el catolicismo», lo define Enrique Baltanás en su impagable Los Machado. Una familia (Fundación José Manuel Lara. Sevilla, 2006). La familia se trasladó a Madrid cuando Manuel contaba apenas nueve años, y allí estudió en la Institución Libre de Enseñanza. La muerte del padre sumió a la familia a una profunda crisis económica, que llevó a Manuel a París -primero a él, y luego a Antonio- a ganarse la vida como traductor de la editorial Garnier Frères.
La estancia en París fue el acontecimiento literario capital de su vida. Allí se forjó definitivamente el señorito andaluz y cosmopolita que Manuel llevaba muy dentro, muy jondo, el descubrimiento del valor estético del mal, el decadentismo aristocrático, la frivolidad exquisita, el modernismo interior… Allí conoció personalmente a Jean Moréas («Bien se ve que es usted un poeta. Pero, ¿dónde están sus poemas? -recuerda el propio Machado, que le contestó:- Ya los escribiré, maestro»), André Gide, Oscar Wilde… Allí es donde asimiló la poesía de Rubén Darío (aprendió de él aquella memorable sentencia: «Los poetas no se emborrachan, se encantan») y de Paul Verlaine, y también la de poetas simbolistas como Tristan Corbière o Jules Laforgue. En la soledad del hotel Vaugirard de París, poco antes de volver a Madrid, empezará a escribir los primeros poemas de lo que acabará siendo su primer libro, Alma (1998-1900).
Volvió a Madrid, y si cambió de ciudad no cambió de vida. No creo que haya mejor anécdota para entender aquella bohemia que llevaban los Machado que la visita a su casa del pulcro Juan Ramón Jiménez: «Entré en una habitación, en la que solo quedaban los restos de una mesa, bueno, que había sido una mesa, en la cual había una vieja palmatoria, sin vela; de allí pasé al cuarto donde estaban, y me dice Antonio: “Siéntate, Juanito, siéntate”. Yo miré en torno y vi una butaca, que tenía un agujero en el fondo, que no servía para sentarse, una silla sobre la cual estaba una gatita con sus gatitos pequeños, y otra silla sobre la cual había… ¡un huevo frito! de varios días que estaba allí seco, pegado». Se imagina uno a Manuel requetepeinándose en «un trozo de espejo sujeto en la pared -cuenta de otra visita Cansinos- como los que se ven en las carbonerías», antes de irse de jarana.
Como no podía ser de otra manera, ese tipo de vida acabó mal: Manuel sienta la cabeza y se casa con su vieja novia joven, Eulalia Cáceres, en 1910, y para terminar de empeorar las cosas se hizo funcionario del Ayuntamiento de Madrid y la Biblioteca Nacional. «Sitiado por el cariño» de su esposa, la mayor de las veces y las noches, Manuel vive una vida tranquila: «La mano en la mano…/ Y un solo Camino», escribe.
La poesía nunca tiene edad cuando es verdaderamente poesíaAntonio Machado, escritor
En 1921 publica Ars Moriendi, del que se cumple este año un siglo, y con el que piensa acabar su obra poética. Gerardo Diego dijo de él que condensa «toda la historia de la poesía, de la filosofía de Manuel Machado. Los extremos se unen. La gran paradoja se hace simultánea sin dejar de ser sucesiva. Lo epicúreo y lo estoico, lo anacreóntico y lo elegíaco, lo nihilista y lo cristiano». Se despide el poeta a lo torero, pletórico aún de forma, pero sabiendo que es el momento oportuno, que ha llegado su hora. Manuel, excusándose, le escribe a Antonio: «Tu poesía no tiene edad. La mía sí la tiene»; Antonio no entró al trapo, y le contestó: «La poesía nunca tiene edad cuando es verdaderamente poesía». La poesía sí que tiene edad, pero no muere hasta que no se extingue dentro del poeta, y para demostrarlo está -qué paradojas- el propio Manuel que, catorce años después de despedirse, publicó Phoenix (1935), con poemas míticos en su producción como el milagroso soneto trisílabo «Verano» o el famoso «Canto a Andalucía».
El camino que estaba tomando su amada República («¡No es esto, no es esto!», clamaba Ortega y Gasset) lo iba desencantando día a día, hora a hora podría decirse. En 1933 escribe en La libertad, «El mundo se debate hoy -lejos de toda libertad- entre dos dictaduras: la capitalista y la colectivista, la burguesa y la proletaria, entre el fascismo y el comunismo. Ambas son igualmente enemigas de la individualidad (…). Ambas son para mí igualmente detestables». Esta libertad de pensamiento fue la causante de que la dirección de La libertad -otra paradoja- lo echara a patadas el verano del año siguiente por «orientación derechista». Tan derechista no debía ser pues hacía unas semanas había firmado un manifiesto en «Contra el terror nazi», junto a Ramón J. Sender, Rafael Alberti, María Martínez Sierra o, entre otros, su hermano Antonio.
El mes de julio de 1936, Manuel y su mujer marchan a Burgos a visitar a una prima monja. Tenían prevista la vuelta a Madrid para el día 18, pero llegan con retraso a la estación y pierden el tren; ya no saldrán más trenes, porque ese mismo día se ha producido el Alzamiento Militar, y Burgos se ha proclamado Zona Nacional al mando del general Dávila. De no haber perdido el tren, es muy probable que Manuel hubiera perdido la vida en el Madrid rojo: «¿Qué hubiera sido de mí- se preguntaba meses después-, amigo del orden, y de la religión, enemigo de todo extremismo y demagogia, tildado de derechista por aquellos feroces energúmenos?». En Burgos pasará toda la Guerra Civil.
La reconciliación solo se produce cuando las dos partes han perdido todo lo que tenían que perder, y en Colliure los dos hermanos (Machado) perdieron la vidaAndrés Trapiello, escritor
Un día de finales de febrero de 1939, alguien le preguntó de pasada si tenía algo que ver con un poeta llamado Antonio Machado, que según los periódicos acababa de morir. Sobresaltado, fue corriendo a la Oficina de Propaganda, donde le confirmaron que su hermano acababa de morir en Francia. Todavía en estado de shock, preparó el viaje hacia París, y de camino se desvió hacia ese desconocido pueblo francés pegado a los Pirineos Orientales, Colliure. Allí lo esperaba otro dolor: la muerte, dos días después de su hermano, de su madre. Roto de dolor, parece que Manuel no salió del cementerio los dos días que permaneció en el pueblo.
Escribe Andrés Trapiello, en el prólogo a su antología Poesía (Manuel Machado. POESÍA. Planeta, 1993): «El símbolo de la España que nos conmueve está en ese largo viaje de Manuel, en absoluto desamparo a reunirse con Antonio. Ahí es donde deberíamos ver el arranque de la reconciliación nacional. No en una victoria de las armas, o de las ideas, sino en la muerte. Y en la muerte todos perdemos. La reconciliación solo se produce cuando las dos partes han perdido todo lo que tenían que perder, y en Colliure los dos hermanos perdieron la vida. Antonio la suya; Manuel la de su hermano, tanto como la suya».
A mí me gusta ver la reconciliación nacional española en la reconciliación personal de Manuel consigo mismo, con la poesía tras abandonarla (Ars moriendi) en 1921, con su mujer Eulalia tras ningunearla tantas, tantas veces, con la devoción religiosa que no había heredado, con la sensatez política tras haber apoyado la República… Y todo eso hecho con… una Gracia que -reconozcámoslo- no debe hacerle ninguna gracia a sus enemigos.
En los relatos de Caballería roja no hay una sola crítica explícita a la revolución ni a los cosacos; al contrario, parece haber admiración. Sin embargo, a medida que se avanza en la lectura, a lo que en realidad va asistiendo el lector es a la manifestación más crasa de la miseria y la sordidez humana.
No escribo un libro porque solo me salen columnas, más o menos largas, pero columnas, escribo a base de sprints, de intensidad, de adrenalina, de destellos de oscuridad por donde entra y sale la luz. Porque necesito fecha de entrega y sin ella no puedo dar un solo paso.