Enrique García-Máiquez | 04 de julio de 2021
Nos han acostumbrado a una dialéctica entre unas normas estrictas y una naturaleza humana que no puede cumplirlas o una pasión que se rebela. En Shtisel es al revés. La revelación nace del rito.
Ya escribí para la revista Centinela sobre la serie israelí Shtisel. Puse varias protecciones para que quienes no habían visto la serie pudiesen leerme. Pero en El Debate de hoy les pasa como a mí y como a varios amigos de las redes sociales. Toda glosa o escolio a Shtisel nos parecen poco.
Aprovechando la intimidad, esta vez voy a ir directo al centro del argumento. Que para mí radica en la tensión entre el rito, la tradición, la autoridad, la ley y la norma, por un lado, y, por otro, la revelación luminosa de la verdad o incluso de la intervención divina. Shtisel se podría comentar con Las dos fuentes de la moral de Henri Bergson o, incluso mejor, con En la encrucijada de Martin Buber de trasfondo. Lo que hace singular esta serie no es tanto que los personajes sean ortodoxos, sino que esa tensión es ascendente. Nos han acostumbrado a una dialéctica entre unas normas estrictas y una naturaleza humana que no puede cumplirlas o una pasión que se rebela. Aquí es al revés. La revelación nace del rito.
Pondré primero un ejemplo elemental. Es evidente que Elisheva se siente poderosamente atraída por Akiva. También que tiene un comprensible rechazo al matrimonio, tras haber enviudado dos veces. Hace todo lo posible para que Akiva no entre en el laberinto de su corazón, pero, cuando ella se rinde, va adquiriendo la dimensión (magistralmente dosificada por la serie) de una femme fatal bondadosa. Como siempre con Akiva, el momento esencial de su relación se produce cuando él se decide a hacerle un retrato. Elisheva se le acerca, sensual, predispuesta a entregarse. Akiva, sin embargo, para nuestra inicial sorpresa, la evita; y no por falta de deseo, sino por guardar su castidad. Que la serie no ridiculice esa acción, ya asombra. Pero deslumbra que, gracias a esa resistencia, se desencadene la liberación del laberinto. Akiva, aunque no dice nada (pudorosamente), entiende que el matrimonio sería la única salida para él y la única que Elisheva, bloqueada, no puede tomar.
Lo mismo, con mucha más complejidad, se ve con Giti y Lippe Weiss. Ella sostiene el matrimonio, entre resentimientos, desconfianzas y profundas heridas silenciosas. Lo hace por pura creencia en la institución, por respeto a la comunidad y por el interés de sus hijos. Para que no se nos pase el matiz, los guionistas nos ponen el contraste de su amiga, que celebra como una liberación su matrimonio roto.
La historia no se ríe de Giti: nos muestra muy claramente cómo su acogida de Lippe, llena de aristas y dolor, es difícil, sacrificada, heroica… y va dando lentamente sus frutos. Lippe ampara el amor de sus dos hijos mayores; imperfectamente, como él lo hace todo, pero con total eficacia. Lo hace contra Giti, de modo que la defiende de ella misma y logra —lo adivinamos— que sus hijos más tarde no le echen en cara nada. El arrepentimiento final de Lippe —que cualquier espectador con un mínimo de sensibilidad religiosa reconoce trascendental— se produce gracias a la perseverancia de Giti. Su enfado sordo pero fiel ha hecho las veces de purgatorio por la ofensa a Dios. Lippe se hubiese conformado con un perdón más superficial, que es lo que pide, y el mundo hubiese comprendido una ruptura más rápida, que es la que imponen los tiempos. Pero los tiempos de la ortodoxia son otros. Y son salvíficos.
La tensión ascendente impregna a casi todos los personajes. Enfoquemos ahora a Hanina Tonik, tan angustiado con sus estudios y memorizaciones durante las tres temporadas, siempre un paso por atrás de madurez de su mujer Ruchama. Se quema la mano, se hiela los pies, no duerme, come apenas… para estudiar la Torá. En cualquier argumento al uso habrían representado como liberadora su ruptura con tanto estudio bíblico. Aquí, al revés. Vislumbra la solución a su problema familiar (dando un necesario salto de su estudio tan ritual y memorialista, pero desde él) en la propia Torá. Dios se ríe de las estadísticas y de los cálculos de probabilidades, como se pasa la Biblia entera haciendo, pero Tonik no había caído hasta entonces. Y Hanina ahora apuesta (lo apuesta todo) a esa revelación contra la lógica, la Medicina, la prudencia y sus miedos. Y se produce el milagro.
Más prodigiosa aún, por invisible, es la iluminación de Zvi Arye Shtisel. Nadie la ve: pero él toma la decisión de renunciar a su prometedora carrera de cantante exitoso por no poner en riesgo su amor conyugal, tan mediocre. Así, sin decir nada más —la serie es siempre reverentemente silenciosa— perdona a su padre que le frustró la carrera de músico en la niñez y perdona —con una entrega sacrificial— a su mujer, que se resistía a donarle un hipotético riñón. Redime (aunque solamente lo ve Dios -y los espectadores de la serie-) su vida insignificante y ridícula, que lo seguirá siendo, claro, pero por elección particular, vocacional.
En el capítulo final, hay una vuelta de tuerca deliciosa. Shulem confiesa una vivencia religiosa suya, quizá la más importante de su completa existencia, pues lo une a los muertos. La ironía es que esa revelación se produjo —confiesa excusándose— leyendo hace muchos años a un autor del siglo del que la vergüenza de haberse entretenido con lecturas profanas no le deja ni recordar bien su nombre. Es Isaac Bashevis Singer, nada menos. ¿Es un guiño irónico? El patriarca de la familia, celoso cumplidor, estudioso diario, celosísimo creyente, ¿tiene su revelación más mística en un libro mundano? La ironía no es —en absoluto— el espíritu de esa escena, sino mostrarnos en el momento culminante de Shtisel, que, al final, el milagro para el hombre temeroso de Dios está en todas partes, esperándonos.
El profesor Alfonso López Quintás es uno de los pensadores más destacados de Hispanoamérica y un referente en el humanismo cristiano.