Armando Pego | 07 de marzo de 2021
A juicio del escritor y filósofo alemán, no bastaría el amor para oponerse al mal. El hombre necesita la gnosis para trascender el sentido de la muerte y alcanzar entonces en el amor una iluminación intemporal.
En una ocasión, George Steiner reprochó a Ernst Jünger que, mientras avanzaba por la Francia recién invadida en 1940, en «un libro lírico, pequeño y elegante» como Jardines y carreteras se hubiese limitado «a escribir a propósito de jardines». La fiera lucidez de Jünger, manifestada con el máximo rigor en los diarios de guerra recogidos en Radiaciones (1949), no radicaría tanto en la descripción del mundo que vivió cuanto en la precisión alucinada de su estilo.
Jünger había dejado escrito en 1942: «En los seres humanos amo lo más lejano y seguramente también lo mejor -y quizá a eso se debe la frialdad que perciben en mí-». Aunque parezca prestar igual atención a la pérdida de una colección de fósiles que al número de muertos ocasionados por los bombardeos aliados en su Hamburgo natal, su pasión humana entraba continuamente en erupción en la fragua helada de su escritura.
Los dos Diarios de París (1941-1944) resultan claves para asomarse a la poética nuclear de Jünger. Su lectura requiere de una pausa continua. Si uno presta atención a la trama de sus días, apenas encuentra detalles que satisfagan la curiosidad. Plagada de alusiones y sobreentendidos, su fuerza magnética deja al lector exhausto, casi solidario del agotamiento nervioso que el autor debió padecer durante su estancia parisina.
Viéndolo deambular entre librerías, parques o vertederos junto al Sena, mientras observaba, como en un microscopio, ediciones alquímicas del siglo XVII, las flores más raras o a un abejorro polinizando minuciosamente un altramuz, sus diarios mantienen intacta su capacidad de transmitir la angustia de un mundo en derrumbe. Así anotaba, en octubre de 1941, un sentimiento repetido en sus páginas: «El ser humano está expeliendo de sí un nuevo orden zoológico -el auténtico peligro de lo que está ocurriendo es que quedemos envueltos en ello-». Su detallismo intentaba conjurarlo, soslayando un grave riesgo ante la dinámica del horror: «Es importante sobre todo el evitar cualquier apariencia de humanitarismo».
A Jünger no le interesaba la crónica de sus días. Los contemplaba bajo la especie simbólica de una eternidad que le parecían ramificarse en diversos estratos de verdad. La entomología y la floricultura le proporcionaban las retículas de comprensión de la realidad histórica en la que se movía. Su decisión de emprender la lectura entera de la Biblia en plena guerra es ejemplar de esta búsqueda de un conocimiento superior que cortase transversalmente su experiencia intelectual y la percepción de su vida cotidiana.
Para Jünger no bastaría el amor para oponerse al mal. El hombre necesita la gnosis para trascender el sentido de la muerte y alcanzar entonces en el amor una iluminación intemporal. Frente a la guerra y a los medios de extermino, se le impone realizar otro tipo de trabajo: «La tarea que hemos de solventar es la superación del mundo de la aniquilación, y esa superación no puede lograrse en el plano histórico». Flores, vocales, colores eran los instrumentos de esa revelación acechada, casi diríase de una epifanía que dejase al descubierto una luz pululante de sentidos.
La tarea que hemos de solventar es la superación del mundo de la aniquilación, y esa superación no puede lograrse en el plano históricoErnst Jünger
El Primer diario de París se iniciaba y concluía con el relato de sendos sueños. Atraviesan sus páginas una y otra vez símbolos cósmicos y naturales, como el de la serpiente, que dan al paisaje material que lo rodea un aire onírico. A la técnica solo es posible enfrentarle la modulación de una Ley que esté arraigada en los estratos más hondos de nuestro psiquismo. Llega a decir: «Somos nosotros quienes nos soñamos el mundo y, si es necesario, hemos de soñarlo de un modo más intenso todavía».
En el prólogo de Radiaciones había sintetizado ese camino que fatigó sin descanso: «Nosotros creemos que en la plasmación de un estilo nuevo está la sublime posibilidad de hacer soportable la vida». Al encaje del plano visible sobre un plan invisible lo llamará realismo. Por esta cuestión de estilo transcurre gran parte de sus preocupaciones durante la guerra. En 1942 apuntaba su objetivo: «El problema de cómo dar a la prosa una andadura nueva, un movimiento nuevo, que reúna poder y ligereza. Es preciso abrir con llaves nuevas la gran herencia que está ahí escondida». Misterio y verdad.
Somos nosotros quienes nos soñamos el mundo y, si es necesario, hemos de soñarlo de un modo más intenso todavíaErnst Jünger
En el Segundo diario de París se acentuó el espanto glacial ante las manifestaciones de un mal del que hasta Kniébolo-Hitler no sería más que índice, por más diabólico que resultase. En un mundo que ha sido capaz de procesar industrialmente la pulsión caníbal de la naturaleza humana, sería obligación moral tender la atención hacia el espíritu que habita al otro lado de la oscura corriente que amenaza nuestra condición.
Entonces, como quizás ahora de una forma sesgada, «la otra orilla se encuentra envuelta en una espesa niebla -sólo a veces llegan de la oscuridad luces y sonidos imprecisos-. Esa es la situación teológica, la situación psicológica, la situación política». Esa es también la lección actual de Ernst Jünger.
Se publica la correspondencia entre Américo Castro y José Jiménez Lozano, dos de esos hombres que mayor dedicación y talento humanista han consagrado a la indagación de los demonios de nuestra historia y nuestro imaginario.
Occidente es río, vía romana y camino de hierro, es catedral y es palacio. En el Danubio, en el Rin o en el Duero se decanta el sedimento de una cultura que nos confiere una identidad de viajeros, navegantes y colonos.