David Cerdá | 07 de agosto de 2021
El libro no es como la televisión, que será superada y suplantada; es como la silla, la rueda, o la humilde cuchara, tecnologías que perdurarán porque son insuperables.
Hace siete años el polémico hispanista Henry Kamen se despachaba con esto: «Una cosa de la que podemos estar seguros es de que el libro, tal como lo conocemos, va a desaparecer». Hace mucho que los novólatras anuncian la inminente desaparición del libro. Primero dijeron que lo mataría la televisión, luego los ordenadores, luego las tabletas, luego los libros electrónicos, luego los teléfonos inteligentes. Esa muerte nunca se ha producido, y no hay signo alguno en el horizonte que anuncie que iremos de entierro próximamente.
Quienes con regularidad pronostican estas muertes tienen la tozuda costumbre de enfrentar el libro a la tecnología. Lo cierto es que el libro es una tecnología. ¡Y qué tecnología! Desde su nacimiento, y especialmente tras la invención de la imprenta —que los hizo accesibles para muchos—, los libros se han convertido en una piedra de toque para el goce literario y el aprendizaje profundo. Como en todo lo humano, hay excepciones, pero es un hecho que no hay prácticamente personas que tengan una alta sensibilidad y/o hayan desarrollado saberes complejos que no lean libros. Saramago decía que si un libro electrónico o una tableta no servían para leer era porque las lágrimas que la lectura nos arranca resbalan sobre sus frías superficies, en vez de empapar cálidamente el papel de las páginas. No obstante, la explicación del poderío del libro no es melancólica, sino científica, y tiene que ver con cómo funcionan nuestros cerebros y las características del libro como objeto.
De un lado, hay cuestiones hápticas, es decir, relacionadas con el tacto. Decimos que acariciamos sus páginas y no exageramos; hay una proximidad entre la piel y el papel que nos acerca a lo escrito y propicia que nos zambullamos en lo que nos presenta. El libro, además, pesa de un modo determinado. Los libros electrónicos despliegan porcentajes y números, lo cual nos impide entender intuitivamente por dónde vamos, generándonos cierta ansiedad de fondo. Nos relacionamos con números desde hace un cuarto de hora, como quien dice; con el peso de los cuerpos, desde siempre. El papel tintado es también la superficie que menos cansa la vista, aunque la tinta digital solventa elegantemente esta desventaja, no así los ordenadores, los teléfonos y las tabletas.
De otro lado, hay importantes razones cognitivas. El libro está pensado para forzarnos a un lúcido aislamiento. No hay en él otros estímulos que compitan con la lectura; no hay cosas que se muevan, ni sonidos, ni demasiados colores, como en todos los cacharros que tienen conexión a internet. Platón dice en Banquete que Eros, daimón del amor, es hijo de Poros y Penía, la abundancia y la pobreza. Leer es una actividad amorosa que requiere pobreza de estímulos, para que pueda activarse nuestro pensamiento lento, en la terminología del psicólogo y premio Nobel Daniel Kahneman. Leer un libro es un acto de interiorización y acceso a nuestras profundidades y a un tiempo de apertura al mundo y conexión con sus peculiares maravillas y horrores. Es, en ese doble sentido, lo más parecido al amor. Leemos para trascender los confines de nuestro propio pensamiento; y si los libros son idóneos para ello es porque combaten la dispersión, la brevedad y la espectacularidad encerrándonos en sus modestas páginas, como una ostra arrulla una perla.
En tercer lugar, hay razones de formato, y aquí el libro saca músculo frente a la ligereza de los artículos de blogs, revistas y periódicos, no digamos frente a tuits y chats. Un comentario vertido en las redes sociales, a menudo a golpe de titular y frases descontextualizadas, puede y suele recurrir a sentimientos taimados o atrincherarse en burdas falacias y zascas. En un libro esas artimañas son mucho más patentes. La génesis de un libro lo obliga a pasar, las más de las veces, por una destilación rigurosa. Es cierto que hoy cualquiera puede autoeditar un libro (y evitar esos controles), y también que se publican notables bodrios, algunos de ellos sonrojantes. Pero lo común es que para publicar un libro haya que pasar por el filtro de un editor que se la juega y someterse —con suerte— a la crítica de algunos betalectores inmisericordes. En internet, en cambio, basta con que a uno le sujeten el cubata.
Por todos estos motivos y según constata un reciente informe de la OCDE, el papel mejora la comprensión lectora de los alumnos. Revela el estudio que los estudiantes españoles que leen libros en papel obtienen una media de 46 puntos más que los que nunca o casi nunca los leen. Un equipo comandado por el investigador español Pablo Delgado ha publicado un metaanálisis de cuarenta investigaciones similares que refrenda estas conclusiones. La mejor analogía que se me ocurre en cuanto a la superioridad tecnológica de los libros es la cuchara. La cuchara, por supuesto, también es una tecnología. Hay un buen número de comidas que la piden, y ni se ha inventado ni se inventará otro objeto que la supere en su ámbito. Leer y comer son actos básicos, físicos de una manera palmaria. El libro no es como la televisión, que será superada y suplantada; es como la silla, la rueda, o la humilde cuchara, tecnologías que perdurarán porque son insuperables.
Las familias que proporcionan a sus hijos un entorno fecundo en oportunidades de lenguaje escrito y oral se alejan poco a poco de aquellas que no lo hacen o no pueden hacerloMaryanne Wolf, Cómo aprendemos a leer
«Video killed the radio star/Pictures came and broke your heart», cantaban The Buggles. Quienes triunfales celebran que dejemos atrás la era de los libros para adentrarnos en la de la imagen no entienden qué camino desandamos. La lectura es uno de los grandes logros de la civilización. No es, por cierto, un acto natural, sino una conquista bien reciente. Nuestro cerebro no viene dispuesto «de fábrica» para la lectura; leemos merced a su extraordinaria capacidad para establecer nuevos nexos entre estructuras y circuitos consagrados a otros procesos más básicos y longevos, como son la visión y el habla. Stanislas Dehaene, neurocientífico que ha estudiado a fondo la materia, dice que aprender a leer comporta un «reciclado neuronal» de nuestro sistema de reconocimiento de objetos, un proceso que forjamos durante milenios y ahora reconstruimos en cada niño en apenas media docena de años.
Cuando aprendimos a leer y por lo tanto a escribir cambiamos para siempre la disposición intelectual y sentimental de nuestra especie. En ese quicio despegaron nuestras posibilidades más nobles: la dignidad universal como fondo de nuestros comportamientos morales, la transmisión del saber, las artes y la ciencia a gran escala, la democracia como modo de convivir en igualdad y libertad. Transitamos de la voz y la memoria a los textos y nuestro mundo cambió para siempre; la antroposfera es eminentemente literaria. De ahí que el tránsito del texto a la imagen al que tonta y dócilmente ahora nos sometemos no sea mudar de medio de transmisión, sino también de pensamiento, y tenga por tanto consecuencias sentimentales. Los inconvenientes de esta reconfiguración masiva de nuestros cerebros ya son visibles, tanto o más que esos glaciares que a destiempo se funden, y lo que haya detrás de ese deshielo es una terra ignota sumamente inquietante.
En esta guerra económica y social entre tecnologías de la lectura están ganando las peores, para nuestra desgracia. Los jóvenes cada vez leen menos libros. Cuando a principios de curso pido a mis alumnos de grado (de entre dieciocho y veintiún años) que me digan cuántos leyeron el curso pasado más de dos libros, constato hasta dónde ha llegado esta riada. En cuanto a la primera potencia global, Estados Unidos, el Boureau of Labor Statistics informa que entre 2005 y 2017 (cuando Instagram era la mitad y no había nacido TikTok) el tiempo medio de lectura de los mayores de 15 años se redujo un 27%. Por esta misma razón, los lectores de libros están conformando una nueva élite. Ahora que los dispositivos móviles —imágenes que apartan de libros— son el nuevo tabaco, la desigualdad se abisma por motivos textuales. Como explica Maryanne Wolf, directora del Center for Reading and Language Research, en su ensayo Cómo aprendemos a leer, «un sistema de clases poco estudiado divide de manera invisible nuestra sociedad; las familias que proporcionan a sus hijos un entorno fecundo en oportunidades de lenguaje escrito y oral se alejan poco a poco de aquellas que no lo hacen o no pueden hacerlo». Entre tanto, son cada vez más quienes dicen haber visto la luz en un curso de mindfulness por «su poder transformador», cómo «les conecta con sus profundidades», cómo «les concentra» y «expande sus conciencias», cuando todo ello podrían procurárselo más y mejor leyendo buenos libros.
Decía Unamuno que cuanto menos se lee, más daño hace lo que se lee. La información sin hondura crea una falsa impresión de conocimiento, una evanescente nube de saber que no deja poso y apenas tiene valor práctico. Sin libros, los procesos mentales pausados, deliberativos, se van atrofiando, parasitados por la aridez de lo espectacular y lo simple. En cambio, el libro nos sumerge en una cadencia distinta que posibilita la reflexión y el desarrollo de sentimientos ricos y elaborados; no hay mejor antídoto para la visceralidad y el sinsentido que abundan en las redes sociales. Pararse a pensar y sentir es justamente lo que exigen los libros; ahora que la trifulca y la cháchara se han hecho fuertes necesitamos desesperadamente esas otras conversaciones, pues como dijo André Maurois, «la lectura de un buen libro es un diálogo incesante en el que el libro habla y el alma contesta».
Hoy, cuando lo virtual adquiere una presencia creciente en nuestra sociedad, los niños y los libros nos impiden disolvernos en la nada. Ambos llegan para quedarse.
La naturaleza humana es compleja y riquísima en matices y la literatura recoge esa abundancia y nos explica, habla de cada uno de nosotros.