Miguel Serrano | 08 de mayo de 2019
Una exposición en la que las esculturas acompañan al visitante por las salas de la pinacoteca.
Alberto Giacometti, el artista suizo, jamás visitó el Museo del Prado. Es, sin duda, una de las ausencias más importantes en la brillante historia de la pinacoteca madrileña. Otros grandes maestros, como Degas, Manet, Monet, Bacon o Picasso, admiraron las pinturas del Prado, hasta el punto de que sus visitas marcaron un punto de inflexión en sus trayectorias artísticas. Sin duda, la ausencia de Giacometti es una “mancha” en el historial del Museo del Prado que este ha pretendido subsanar con la exposición Alberto Giacometti en el Museo del Prado, una de las muestras celebradas con motivo de su bicentenario, que podrá visitarse hasta el 7 de julio.
Que Giacometti no visitara jamás el Museo del Prado resulta sorprendente, teniendo en cuenta que el suizo consideraba el arte como un espacio en el que confluyen el pasado y el presente. Hijo de un pintor posimpresionista, durante su formación aprendió a admirar no solo la tradición artística europea, sino también la de otras culturas y lugares. Copiando las obras de los maestros, se empapó del pasado y quiso reflejarlo en su trabajo. Sin embargo, es necesario precisar que, si bien no visitó el Prado, sí conoció de primera mano gran parte de sus obras en Ginebra, donde llegó una selección de las obras evacuadas durante la Guerra Civil. Así entró en contacto con Rafael, Durero, Tintoretto, El Greco, Goya y Velázquez, entre otros.
La exposición Alberto Giacometti en el Museo del Prado se plantea, pues, como una “reconciliación”, la solución de un error histórico, una auténtica visita póstuma. Hasta 20 obras de Giacometti pueden verse en el museo madrileño como si fueran visitantes contemplando los cuadros (de hecho, ni siquiera hay cartelas en las piezas, sino que el visitante irá guiado con un folleto explicativo). Así, esculturas como El carro, Hombre que camina, La pierna o siete Mujeres de Venecia se sitúan en las salas del Museo del Prado y dialogan cara a cara con Las Meninas de Velázquez, Carlos V en la batalla de Mühlberg de Tiziano, la serie de Hércules de Zurbarán o el Lavatorio de Tintoretto.
Si bien el contraste entre las obras puede resultar chocante, una mirada un poco más profunda pone en evidencia el enorme peso del legado de la tradición en las esculturas del suizo. Giacometti acepta orgulloso su herencia y la transforma a través de su visión original y personalísima. No podemos entender, por ejemplo, la delgadez de las figuras humanas de la serie Hombre que camina sin los cuerpos alargados y verticales de El Greco. Al observar frente a frente las obras, se aprecia claramente el impacto que las grandes obras de la historia del arte ejercieron en Giacometti.
Siempre en constante evolución, Giacometti atravesó un periodo especialmente convulso, tanto para el arte (con el surgimiento, auge y caída de las vanguardias) como para el mundo en general. Durante un breve periodo de tiempo militó en el surrealismo, pero su carácter individualista y sus concepciones artísticas lo llevaron a abandonarlo pronto, ya que su ideal le hacía utilizar modelos reales, algo rechazado de pleno por el movimiento surrealista con su defensa férrea de lo imaginario.
Su empeño por reflejar lo real lo convirtió en una figura solitaria en un momento de colectivos, al nivel de otros como Balthus (hasta el 26 de mayo se puede visitar su retrospectiva en el Thyssen) o Derain. Con ellos, de hecho, comparte también la obsesión por intentar ir más allá de la superficie de los modelos retratados, buscando la auténtica realidad que se esconde en lo más profundo del alma humana.
En definitiva, Alberto Giacometti en el Museo del Prado es un auténtico acierto por parte de la pinacoteca, una exposición que encaja perfectamente con la celebración del bicentenario y que coloca en el Olimpo del Prado a uno de los artistas más singulares y destacables del siglo XX, enmarcándolo dentro de una tradición a la que él nunca quiso renunciar.
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