Vidal Arranz | 08 de junio de 2021
La primera mujer que hizo carrera como directora de cine en España es ignorada en su centenario y sus obras siguen sin poder verse por el gran público.
El misterio de Ana Mariscal hemos titulado este texto. Obligado es, pues, poner encima de la mesa los principales elementos del enigma que, un poco a lo Poirot, pretendemos desentrañar aquí. Ahí van. Mariscal fue la primera mujer española que hizo carrera como directora de cine -con once largometrajes, financiados por su propia productora, Bosco Films-, amén de ser una actriz clave del cine de los años 40 y 50, y figura muy relevante del teatro español.
Alfred Hitchcock dijo de ella, tras conocerla en el Festival de San Sebastián, adonde acudió a presentar Vértigo, que era una de las personas más inteligentes que había conocido. Y Mark Cousins, autor de las monumentales series audiovisuales Historia del cine. Una odisea y Mujeres que hacen películas. Una nueva road movie a lo largo de la historia del cine, la ha calificado como una de las grandes directoras del siglo XX. Y, sin embargo, en este año, que es el del centenario de su nacimiento, las noticias sobre ella brillan por su ausencia, y lo único que reluce es el olvido. Sus películas son todavía inaccesibles para el gran público -ninguna está editada en vídeo doméstico, ni figura actualmente en la oferta de las principales plataformas digitales- y solo una minoría de privilegiados ha podido verlas en alguna proyección de la Filmoteca Nacional, o, hace años, en televisión.
Reconozcamos un atenuante parcial. Aunque la investigadora Victoria Fonseca estableció sin margen de error ya en 2002 , en su libro Ana Mariscal. Una cineasta pionera, la fecha de 31 de julio de 1921 como la de su nacimiento, en las principales fuentes de información sigue figurando la errónea de 1923. Aceptemos pues la posibilidad de que dentro de dos años se produzca la explosión de noticias que hoy echamos en falta.
Avancemos, en todo caso, algunas claves del misterio. En la medida en que Ana Mariscal fue una mujer pionera, con personalidad y carácter, podría extrañar que no haya sido todavía rescatada dentro de la reciente ola de reivindicación de la creatividad femenina que ha invadido la cultura (a veces para bien) en los últimos años. Pero extraña menos si sabemos que «nunca defendió las teorías feministas tan en boga a partir de los años sesenta», como explica Victoria Fonseca, autora de una sobria e imprescindible monografía sobre su labor como directora, editada por EGEDA en el año 2002, y que hoy no está disponible.
En ese mismo libro, la cineasta Josefina Molina -realizadora de la serie Teresa de Jesús, con Concha Velasco– firma un prólogo de homenaje a Mariscal en el que reconoce su papel como pionera. «Su biografía, su personalidad, su fuerza y su deseo de libertad, incluso sus errores y cesiones, hacen de ella una figura de cuya trayectoria tenemos mucho que aprender las mujeres que en este país nos dedicamos al cine», afirma. Unas líneas antes, la ha descrito como una persona «herida de contradicciones, que luchó elegante por la equiparación de la mujer sin romper nada, aunque nadie se lo agradeció en su justa medida».
Sin embargo, hay una apostilla que muestra la incomodidad que, pese a todo, despierta el personaje en Josefina Molina. «Atada por creencias que honrada y libremente aceptó, pero que a veces la cegaban, fue víctima de un entorno mediocre que la utilizó, mientras ella se engañaba creyéndose libre, porque solo sintiéndose libre podía vivir». Se engañaba creyéndose libre. Ahí es nada. En este destello inesperado se deja ver la creencia de que algunas ideas -dejo al lector la potestad de imaginar cuáles- garantizan el desarrollo de una libertad auténticamente libre, mientras que de otras solo cabe esperar una ilusión de libertad.
Si a ello añadimos que, en los veinte años transcurridos desde que se publicó el libro, los juicios culturales han evolucionado hacia una mayor radicalidad y desmesura, puede intuirse por qué Ana Mariscal sigue excluida de la gran fiesta de las mujeres.
Tuvo nuestra directora problemas sin número con la censura franquista que, por unas u otras causas, torpedeó en gran medida la navegación comercial de sus películas más ambiciosas, forzándola a hacerlas más por vocación y empeño que por afán de lucro. Esto también hubiera podido dar pie a un rescate, incluso épico, de su figura, tan singular y especial en tantos rasgos, pero sus convicciones conservadoras y católicas no solo la privan del «certificado antifranquista», tan imprescindible desde hace años, sino que la hacen susceptible de cargar con el sambenito de sintonía, o afinidad, con la vieja dictadura.
El caso más llamativo lo ha proporcionado recientemente un estudioso otrora de prestigio como Carlos F. Heredero. En su comentario crítico de la serie de Mark Cousins Women make film (Mujeres que hacen cine), publicado en enero en la revista que dirige, Caimán. Cuadernos de cine, Heredero le reprocha al cineasta y escritor norirlandés, entre otros asuntos, que la única directora española presente en su serie -en la que cita a más de 180 de muy diversos lugares del mundo- sea «¡la muy franquista Ana Mariscal!» y, además, representada por una sola película, El camino, que el crítico no duda en calificar como «infumable».
Cousins, que no es precisamente conservador, pero sí hombre de criterios propios, tiene muy clara la valía artística de Mariscal: «El encuadre de sus películas está al nivel de los grandes directores de Hollywood y hay un rigor en la iluminación y composición del plano altísimo».
Dado que pocos hemos tenido la oportunidad de ver las películas de la cineasta y de tener opinión propia, se entiende que no serán demasiados los que en este año conmemorativo se lancen a alabar a quien ha sido ya sentenciada como «muy franquista».
Pero hay que decir que Cousins tiene razón y Heredero no. A nuestra directora le podrán reprochar los amantes del cinismo y la turbiedad su mirada amable y compasiva, y su visión poética de la realidad, pero eso no priva de valor a unas obras que, justo por eso mismo, son insólitas y que algunos expertos conectan con películas como Milagro en Milán, de Vittorio de Sica. Ella misma lo explicó sin pudor: «Yo veo el encanto y lo maravilloso en todo lo que hay».
Quizás se reproche también a Mariscal su afinidad con el mundo de las devociones y los sentimientos religiosos, como muestra también su mediometraje Misa en Compostela. Pero quienes piensen así probablemente se cieguen al disfrute de una de las escenas más memorables del cine español, perteneciente a la película Con la vida hicieron fuego (1957), otra estupenda rareza de su filmografía. La secuencia narra el «rescate» del Cristo de la Capilla Blanca, conocido como Cristo de los Navegantes, por un puñado de «nacionales», en un pueblecito costero de Asturias tomado por los republicanos.
El dilema moral sobre la necesidad de «salvar» al Cristo surge ya en el mar, cuando los sublevados escapan en barca para unirse a otro grupo de alzados. No faltan voces que advierten de que todos van a jugarse la vida por un trozo de madera. Pero se impone la visión que proclama que la escultura es mucho más que eso: «A él veníamos a pedirle, ¿y ahora le abandonamos?». Los hombres regresan furtivamente, cargan con el crucificado a hombros y, en mitad de la noche, descienden hacia la playa con la silueta de la figura recortándose en la oscuridad. En la arena, la escultura es atada a la barca y arrastrada hacia el interior del mar.
La imagen del Cristo zarandeado por las olas, hundiéndose y emergiendo de nuevo, mientras las balas silban a su alrededor y el agua lo baña de plateados reflejos nocturnos, es densa y poética, de inequívoca resonancia clásica. La operación -inspirada, al parecer, en un episodio real- se cobra la vida de un marinero. Cuando el héroe de la narración evoca el episodio, explica: «No es solo por un pedazo de madera por lo que los hombres mueren».
Con la vida hicieron fuego es excepcional por muchos motivos, y no es el menor de ellos el de integrarse en un pequeño grupo de películas –Rastro al mar, Cerca del cielo, La fiel infantería– que abogaba en esos años por cerrar las heridas de la Guerra Civil, y propiciar la reconciliación nacional.
Aunque la película, basada en una novela de Jesús Evaristo Casariego, está narrada desde el lado de los vencedores, no hay buenos ni malos en esta historia, e incluso las propias razones se miran con distancia, al constatar la devastación que contribuyeron a provocar. «Fuimos una generación trágica. Vivimos un incendio que todos hemos provocado y estamos haciendo fuego con nuestras propias vidas», declara el protagonista, Francisco Méndez, un antiguo héroe de guerra «nacional», que regresa a su pueblo natal tras estar 20 años fuera de España. Al final de la historia, se abre una puerta a la esperanza con la boda por amor del hijo de un caído republicano y la hija de un caído franquista. «Nosotros nos despedazamos como leones en celo, pero en ellos se fundirá la sangre de nuestra generación», proclama Méndez. No es un alegato banal: su mujer murió a manos de tropas republicanas, y se lo está contando a Armandina -cuyo marido, republicano, murió a manos de los «nacional»- que comparte igual deseo.
Antes de seguir, conviene aclarar la acusación de «franquista». Ana Mariscal, ya se ha dicho, era católica y conservadora, defensora de la familia y de la tradición, lo cual es considerado por muchos más que suficiente para colgarle el sambenito. Tuvo, además, la fortuna o desgracia, según se mire, de protagonizar Raza, la célebre película de José Luis Sáenz de Heredia, con guion de Franco, aunque ella, como la mayoría de los implicados, se enteró de tan peculiar circunstancia con el rodaje avanzado. A mayor abundamiento, colaboró con actividades educativas de la Falange, expresivas de su compromiso con la educación y el mundo infantil. Hasta aquí llega su presunto «franquismo», que, desde luego, de poco le sirvió a la hora de sacar adelante sus películas, y que no le impidió defender sus criterios y su honesta mirada sobre la realidad. «A mí nunca me ha importado cómo se veía lo que yo hacía», le explicó a Fernando Méndez Leite. «Si me gustaba, lo hacía, y luego pechaba con lo que viniera después».
Así ocurrió con su decisión de interpretar al personaje masculino del Tenorio de José Zorrilla -en otras funciones interpretaría a doña Inés-, lo que provocó un notable revuelo en la España de la época, si bien contó con un amplio apoyo de la crítica teatral. La heterodoxia de Mariscal, que no buscaba la provocación sino una mirada nueva desde el respeto a la obra, dio pie incluso a un juicio literario contra la actriz -con acusación, defensa, jurado y hasta secretario para levantar acta-, que se celebró en el Teatro Carrión de Valladolid, en noviembre de 1945, y que terminó con su absolución, aplaudida por el numeroso público asistente. La actriz se tomó muy en serio la controversia y, aunque no acudió en persona al «proceso», envió una larga carta explicativa. De modo que, pese a quien pese, Ana Mariscal, exploradora pionera en tantos campos del arte, fue también la primera actriz española en interpretar un papel masculino sobre el escenario, y hacerlo, además, en lo más crudo de la dictadura, adelantándose a tantas otras convencidas de haber inventado la rueda.
A esta mujer, ya lo hemos visto, podrán imputársele todo tipo de agravios imaginarios o subjetivos, y enterrar su obra por ello, aun cometiendo una clamorosa injusticia, pero no podrán acusarla de escapismo, ni de ocultamiento de la realidad, pues no pocos de sus muchos problemas con la censura vinieron de su honestidad, que la llevó a mostrar una España pobre y misérrima, cuando esa era la última imagen del país que Franco deseaba ver en el cine.
Su ópera prima, Segundo López (1952), alabada en general por la crítica, le sentó como un tiro al Gobierno. «Nos dijeron que había sido una puñalada en la barriga, que aquello no se hacía, que retrataba una España muy pobretona», le explicó Mariscal a Fernando Méndez Leite, uno de los que en la Transición ayudó a hacerle justicia a su figura. Solo dos años después de convertirse en involuntaria «musa del franquismo» con Raza, la ahora novel directora llenaba la pantalla con casas destrozadas por la Guerra Civil que seguían mostrando las viejas heridas, así como de habitáculos misérrimos, y personajes forzados a vivir en la calle. La España del hambre salía a la luz y lo hacía en medio de una trama emotiva, pegada a la encarnadura humana de sus personajes, y hasta divertida. «No era lo único que ocurría en el país, pero también ocurría y había que reflejar aquello. A mí es lo que me atrae de la película, que es auténtica. Todo es muy verdad», recordará en La noche del cine español.
«Nunca he estado en una torre de marfil. Siempre me ha gustado mucho callejear y tratarme de tú a tú con todos los seres humanos», aseguraba de sí misma. Segundo López, que fue incluida en 1995 en una selección de películas elegidas para conmemorar el centenario del cine español, contiene, además, una secuencia insólita: el encuentro de los dos vagabundos con una aristócrata bastante locuela que les encarga el asesinato de un vecino molesto, sin que la sangre llegue al río. «Oro puro del cine cómico español», afirmó entonces el crítico Manuel Palacio.
No podemos concluir esta semblanza sin mencionar El camino (1964), la primera adaptación cinematográfica de Miguel Delibes, realizada cuando el novelista empezaba a ser conocido, pero todavía no era, ni remotamente, tan popular como llegaría a ser. La obra de Mariscal, la escogida por Cousins para su Women make film, a la que cita en tres momentos de la serie, es una más que sólida película repleta de planos memorables. Como en otras obras suyas, sobre todo Segundo López, también aquí se combinan actores profesionales con otros sin experiencia, especialmente dentro del grupo de los niños protagonistas, que aportan al relato una autenticidad muy peculiar. Como las casas y los escenarios naturales de Candeleda, donde se rodó la película, todavía próximos al mundo real que describió el escritor y que, por ello mismo, retratan su universo rural con una expresividad y viveza muy características.
Aunque la novela había pasado la censura sin problemas, no ocurrió lo mismo con la película, lo que revela las distintas varas de medir que el franquismo usaba para la cultura. La película obtuvo inicialmente una baja calificación, lo que limitaba mucho sus canales de distribución. Tras hacer concesiones, esa situación mejoró, lo que no impidió que la proyección en salas fuera muy accidentada y que, ya en su momento, muy pocas personas pudieran verla. Todavía hoy es una gran desconocida, lo que ha facilitado que la miniserie que Josefina Molina rodó 13 años después para TVE, que fue editada en DVD, se haya convertido en la versión canónica de la obra de Delibes. Sin ser superior.
Expuestas las piezas del enigma, emerge la sospecha de que Ana Mariscal ha sido objeto en los últimos años de un nuevo «juicio cultural» post mortem, de carácter tácito, esta vez sin luz ni taquígrafos. Un juicio en el que, a diferencia de lo ocurrido con el de los años cuarenta, no está claro el veredicto absolutorio. La heterodoxia de la cineasta madrileña atragantó en su momento a unos y ahora, por motivos opuestos, a otros, y, entre tanto, sus mejores obras siguen ocultas, víctimas de una injusticia histórica incomprensible a la que, a día de hoy, no parece vérsele fin.
Pero se trata de una injusticia que, sin duda, se resolverá. Si se me permite la ironía, ahora que una mirada foránea relevante -la de Mark Cousins- ha mostrado admiración por lo que nosotros infravalorábamos, empiezan a darse las condiciones para que recuperemos este pedazo de nuestra historia. Como ha ocurrido tantas veces antes, en que han sido los de fuera los que nos han ayudado a descubrir lo más valioso de nosotros mismos.
La prosa directa, transparente y precisa de Miguel Delibes hizo que muchas de sus novelas fuesen llevadas al cine. Una amplia filmografía que nos deja joyas como la adaptación de Los santos inocentes.
Durante los años 1860 y 1888, hubo en España una gran cantidad de fotógrafas. Todas ellas entreabrieron las puertas de una profesión absolutamente patriarcal a otras mujeres que las secundarían.