J. A. González Sainz | 08 de agosto de 2020
Los intelectuales tendrían que ponerse a observar, recordar e indagar lo que ya ha sucedido. Su tarea es estar atentos para que no vuelva a ocurrir y evitar daños al conjunto de la población.
Vigilar es estar atentos, observando o atisbando, para evitar daños; el que está de vigilancia es el centinela. Hay un conjunto de personas, que podemos seguir llamando por aproximación intelectuales sin entrar en muchos distingos, que no están, o no debieran estar, encuadradas en nada y, por lo tanto, no se les puede mandar, como a soldados, que se pongan de centinelas de nada. No se les puede mandar, pero a lo mejor lo tendrían que hacer ellos de suyo como uno de sus cometidos primordiales: ponerse a observar, a columbrar desde lejos, a distinguir e indagar y también recordar. Ponerse a verlas venir para evitar daños al conjunto de la población.
Si esa fuera tarea fundamental de la cultura, y nosotros pensamos que así es —para Machado, la cultura es ni más ni menos que el «humano tesoro de conciencia vigilante»—, nuestro siglo anterior, y vamos a ver este, arroja en ese aspecto un saldo asolador. Aún resuena, y por nuestra parte hacemos siempre todo lo posible para mantener esa resonancia, la acusación del recientemente fallecido George Steiner al mundo intelectual de los años que precedieron al nazismo: la cultura de esos años, escribió, buena parte de la cultura y de los intelectuales —siempre con valerosas y honrosísimas excepciones, por supuesto—, «se convirtió en el escenario» en el que surgieron y se produjeron las más grandes matanzas y genocidios de la historia.
La cultura literaria, artística y filosófica en general, las universidades y escuelas, los profesores y los periodistas, no solo «no consiguieron oponer la adecuada resistencia a la brutalidad», sino que, en muchas ocasiones, la acogían, celebraban y encorajinaban. Las aulas de las instituciones pedagógicas, las páginas de los periódicos o los espacios radiofónicos, lejos se suponer una vigilancia y una resistencia ante la barbarie, se convirtieron mayormente en espacios de propagación ideológica, de catequización y fanatismo. Ocurrió en la Alemania nazi y ocurrió en los países comunistas con los más funestos resultados que recuerdan los siglos, y el lector juzgará por sí mismo si sigue ocurriendo y en qué medida, en estos últimos años y en nuestro propio país, qué relación tiene el auge del fanatismo y sus escenarios con los espacios culturales que nos tendrían que surtir de anticuerpos racionales suficientes frente a la brutalidad.
Steiner va aún más allá: se pregunta por los vínculos de determinadas formas y esquemas psicológicos de entender y sentir la cultura con «las tentaciones de lo inhumano». ¿Algo de su tedio y su saciedad predisponen a la sociedad literaria para un desahogo de la barbarie?, se pregunta. «Ahora sabemos —dice en su párrafo a este respecto más tristemente célebre— que un hombre puede leer a Goethe o a Rilke por la noche y acudir por la mañana a su trabajo en Auschwitz» como si fuera lo más normal del mundo (normal, normalidad). Aducir que «los ha leído sin comprenderlos o que su oído es torpe, no es sino banalidad e hipocresía». Banalidad e hipocresía, banalidad e hipocresía en la cultura frente a vigilancia e indagación. La normalidad puede ser atroz y la cultura, en vez de enseñarnos a darnos cuenta, a analizar y prever, puede despojarnos de ojos para ver y oídos para escuchar. Adoctrinar es la palabra que ahora más se usa.
Victor Klemperer, filólogo judío alemán autor de unos espléndidos diarios sobre la época del nazismo y del mejor estudio primerizo del lenguaje del Tercer Reich, atestigua en este último: «Me hallaba, claro está, entre catedráticos y estudiantes, y a veces creo que eran peores que la pequeña burguesía (eran más culpables, eso seguro)». Más culpables o responsables, porque quienes estaban diputados justamente para ver y vigilar, para distinguir y avisar, asentían banal o hipócritamente a la marea totalitaria, cuando no la promocionaban directamente en sus aulas, en sus páginas o declaraciones con el mayor fervor. Los espacios de cultura como espacios de propagación totalitaria, desde la propaganda descarada al «método de cubrir de sospechas e insultos a quienes piensan de otra manera».
Klemperer, como buen vigía, fue anotando en los peores momentos, palabra tras palabra, la utilización específica del lenguaje y de las imágenes por parte del nazismo, tratando de indagar sus modalidades específicas y sus fuentes lingüísticas y emocionales, de dar cuenta de la batalla del relato, como se dice hoy, de la batalla inicial por imponer un lenguaje que luego todos, incluso las víctimas, acaban usando porque viven inmersas en él. «El lenguaje del vencedor… no se habla impunemente —dice el filólogo judío—. Ese lenguaje se respira, y se vive según él».
El lenguaje del vencedor… no se habla impunemente. Ese lenguaje se respira, y se vive según élVictor Kemplerer, escritor y filólogo alemán
Se vive según las palabras, entonces y ahora; por eso es tan importante vigilar su uso, que tantas veces puede parecer baladí, su extensión e imposición, un uso en lugar de otro, un vaciado de sentido, una adjudicación de valencia positiva o negativa ya de entrada a ciertas palabras o nociones. Emocional, por ejemplo, emociones o pasiones, que ahora se quiere que sea siempre algo positivo y hasta sustitutivo de la razón. En el romanticismo alemán, en sus raciocinios y su lenguaje emocional y su afición a lo misterioso y oscuro, pero no solo en el romanticismo más vulgar —‘kitsch’ lo llama Klemperer— sino en el auténtico y grandioso romanticismo alemán, encuentra Klemperer una de las fuentes más importantes que dan de beber a toda la época, a los verdugos por supuesto, pero también a los inocentes y las víctimas.
La tarea, entonces como ahora, sigue siendo vigilar, recordar e indagar lo que ya ha sucedido y estar atentos para que no vuelva a suceder, con sus debidos cambios de ropaje, de nuevo algo de lo mismo. Vigilar y, como escribió Camus, vigilarse.
El concepto de la traición, tan grave y deshonroso, parece rondar siempre en torno al intelectual.
Una de las grandes figuras de la Generación del 98, Ramiro de Maeztu, protagoniza la quinta entrega de la serie «Españoles conversos». Su evolución intelectual terminó con su fusilamiento en los primeros meses de la Guerra Civil.