Carlos Marín-Blázquez | 11 de mayo de 2021
Es ella, la memoria, la que nos inserta en una cadena de transmisiones y crea el sentido de pertenencia a una tradición fundada en la autoridad de sus depositarios.
Sometidos al flujo inmisericorde del tiempo, somos aquello que nuestra memoria alcanza a salvar de un naufragio continuo. En 1978, el escritor francés Georges Perec publica un curioso libro, Je me souviens (Me acuerdo), una relación de 479 recuerdos introducidos siempre con idéntica fórmula que van componiendo un mosaico, en apariencia anárquico, donde lo arbitrario de cada evocación anula las jerarquías. «Me acuerdo de lo agradable que era estar enfermo en el internado e ir a la enfermería», «Me acuerdo de que los ciclistas tenían un cámara de repuesto enrollada en ocho alrededor del cuello», «Me acuerdo de la época en que Sacha Distel era guitarrista de jazz». El libro de Perec cartografía el yo íntimo de su autor, alumbra fragmentos de su pasado expuestos ante los ojos del lector con la exactitud de un documento imborrable. Pero, al mismo tiempo, la selección de recuerdos acaba dibujando el mapa de un vasto territorio compartido por una gran parte de sus contemporáneos: nombres de futbolistas, de artistas y políticos, adivinanzas y juegos de palabras, Mayo del 68 y el apagón de Nueva York, Yuri Gagarin, Profumo, Fangio, Biafra.
Me acuerdo
Georges Perec
Impedimenta
176 págs.
17,95€
Qué extraño que se haya escrito un libro como este, que alguien se haya dedicado a la tarea, aparentemente ingenua y desprovista de ínfulas literarias, de seleccionar un puñado de recuerdos propios y amonedarlos con la inmediatez de una fórmula comercial. Y, sin embargo, al tratar de encontrar un sentido a la obra de Perec, cabe preguntarse si no será la suya una de las maneras más auténticas y válidas de rendir tributo a la memoria. La memoria es el asidero del ser. Sobre ella levantamos el edificio de nuestra identidad. La lenta agregación de estratos en que consiste el discurrir de la existencia se cimenta sobre la facultad, privativamente humana, de vincular cada dato que atesoramos al eco distintivo de una emoción. Es así como se configura el paisaje sentimental en el que cada uno de nosotros nos reconocemos únicos. Dentro de los límites de esa geografía, hasta las experiencias menos relevantes o los pormenores más nimios resultan susceptibles de adquirir, bajo la perspectiva de una luz tamizada por el tiempo, el carácter súbito de una revelación.
Pero, aparte del sesgo emocional inherente a cada imagen que custodiamos, a cada brizna del ayer que conseguimos rescatar del transcurso inclemente de los días, existe otra dimensión de la memoria de la que no resulta prudente desentendernos. Es aquella que hace posible el conocimiento. Considerada desde ese prisma, la memoria no es sino la facultad que revierte el carácter aniquilador del tiempo. Vivir, entonces, no es limitarse a consumir la porción de existencia que se nos ha concedido, sino que consiste asimismo en la tarea de acumular experiencias y saberes para, a través de dicha acumulación, rara vez lograda al margen de una metódica insistencia en el esfuerzo, añadir densidad a la sustancia de la que estamos hechos.
Por eso, el cultivo de la memoria constituye la piedra angular de todo aprendizaje que se precie. Es ella, la memoria, la que nos inserta en una cadena de transmisiones y crea el sentido de pertenencia a una tradición fundada en la autoridad de sus depositarios. Se origina, de esta manera, un sentimiento de confianza y gratitud hacia las fuentes originarias del saber que, sorteando el peligro de fosilizarse en una fe inamovible y ciega, representa la base de eso que durante siglos hemos dado en llamar civilización.
Parece lógico, pues, que de un individuo sin memoria no debamos esperar otra cosa que una mirada cerrada sobre sí misma: una existencia descolorida y predecible, guiada por el deseo de satisfacción de sus necesidades más inmediatas. Indefenso frente a los manejos de la propaganda, vaciada su mente del conocimiento indispensable para contrarrestar las artimañas de las hordas de embaucadores que buscan parasitar su conciencia, queda expuesto a una saturación de consignas que embotan su juicio y deforman, hasta límites grotescos, su percepción de la realidad.
Sin la memoria, la mentira encuentra las puertas del ser abiertas de par en par. Allí campa a sus anchas, arrasando los vestigios de sentido común que todavía pudieran preservarse intactos. La verdad resulta entonces fácilmente reemplazable por cualquiera de sus mil sucedáneos. Es de ese modo como se desencadena un proceso de aculturización que, para nuestra desgracia, encuentra ahora mismo en Occidente un campo de experimentación privilegiado. Se camina, a pasos de gigante, hacia un aniquilamiento de nuestro legado. «Esta época de no-herencia, de herencia rechazada –escribe Robert Redeker en ese estupendo libro que es Los centinelas de la humanidad– es la era hacia la que tienden, desde hace tres siglos, todos los progresismos, la del hombre que se fabrica a sí mismo».
Pero ese «hombre que se fabrica a sí mismo» no alcanza, a la postre, sino la condición propia de una suerte de nuevo bárbaro en cuyo fuero íntimo, y a despecho de sus efusiones vitalistas y de su adictiva obsesión por los espejismos alucinatorios que le procura la industria del entretenimiento, alienta un fondo de apatía, insatisfacción, amargura, individualismo y tenaz indiferencia hacia todo lo que no redunde en la gratificación incondicional de su yo hipertrofiado. Un ser de cuyo espíritu ha sido extirpada la capacidad de enaltecerse a sí mismo a través de alguna forma de sacrificio o autoexigencia. Queda, por tanto, a merced de sus nuevos amos, esos mismos que, haciendo de las leyes educativas formidables herramientas de disolución de la persona, llevan décadas comprometidos en la empresa de reducir el cultivo de la memoria a su mínima expresión.
«Los que manipulan el mundo –advertía Julián Marías, al que leo citado por Gregorio Luri– cuentan sobre todo con la falta de memoria de los hombres». Lo que equivale a sostener que la memoria constituye la salvaguarda definitiva de la libertad de la persona, el último baluarte que protege a una sociedad contra los efectos letales del adoctrinamiento y la simplificación. Nada más natural, entonces, que un Poder envilecido aspire a acabar con ella.
El momento del abandono es breve, dura lo que se tarda en cerrar una puerta, pero el espacio que queda es enorme.
El Gobierno se empeña en posponer los homenajes y el luto oficial por los fallecidos en esta pandemia de coronavirus. Los muertos no encajan en su narrativa.