J. A. González Sainz | 11 de julio de 2020
El concepto de la traición, tan grave y deshonroso, parece rondar siempre en torno al intelectual.
Con motivo de la cadena de crisis que el mundo no ha hecho más que empezar a arrastrar como consecuencia de la expansión del virus chino, volvemos a ver formulada con alguna insistencia la vieja y recocida cuestión de cuál es o tendría que ser la función del intelectual en la sociedad. Hay preguntas y conceptos que, como las cerezas, parecen venir siempre engarzados unos con otros; por ejemplo, intelectual con crisis y con función o misión, también con traición.
Si respecto al intelectual, y no por ejemplo al médico, al arquitecto o al quesero, no solo damos en interrogarnos a menudo acerca de su función social sino que, encima, enseguida asoma al así hacerlo la patita de la posibilidad de su traición, por algo será. En ninguna cabeza cabe recelarse una «traición» por parte de un médico, un arquitecto o un quesero, a no ser que cometan una grave negligencia u ocasionen importantes perjuicios, pero aun así nadie lo llamaría «traición», sino falta de cumplimiento o mal desempeño de una tarea que en todo caso está clara.
Fue en 1927 cuando un escritor llamado Julien Benda, hoy bastante olvidado pero con mucho predicamento en su época, publicó en París su ensayo La trahison des clercs y, desde entonces sobre todo, un concepto tan grave y deshonroso como el de traición parece rondar siempre en torno al intelectual. Más clara pues que su función, a juzgar por las muchas veces que se debate, da la impresión de ser la sospecha de su deslealtad, de que pudiera servir, defraudando la confianza que en principio se depositaría en ellos, para el engaño o el daño social. ‘A traición’ significa por la espalda, a escondidas, de un modo subrepticio que deja poca opción a responder o defenderse.
Benda entendía ‘clérigo’ en el sentido moderno de intelectual; alguien con una profesión del intelecto y con una misión pública y una cierta capacidad de uso de los medios de comunicación del momento. Es verdad que hoy en día la única profesión del intelecto que se lleva el gato al agua es la profesión de comunicador; para un profesor o un periodista, un tuitero o un presidente de Gobierno, lo decisivo es cuánto y cómo comuniquen. E incluso toda la obra y el entero esfuerzo de una vida de un escritor o profesor pueden quedar completamente eclipsados por un sambenito impuesto por la parte más neoinquisicional de los así llamados medios de comunicación o bien por una sola frase suya de un día que luego, debidamente descontextualizada y maleada, utiliza para su engranaje el avispero comunicador.
¿Pero cuál era para Benda esa misión que el escritor, o el artista o profesor, habrían traicionado en esos años que precedieron a los más ignominiosos de la historia de Europa? Que su acusación se produjera justamente en esos años veinte, que más tarde llamamos felices, sobre todo por comparación con lo que aconteció antes y lo que vendría después, tiene desde luego su importancia, y su potencial de resonancia hoy para nosotros.
Para Julian Benda, la función histórica del intelectual consiste en enseñar y propagar los valores humanos de la libertad y el derecho contenidos en el humanismo en general y en el humanismo cristiano especialmente. Y lo que él observó fue que un alto número de intelectuales, desde D’Annunzio y Marinetti hasta Barrès o Spengler, pasando por Kipling o Conan Doyle, le daban sin el menor desdoro la espalda a esa tarea secular y se echaban en brazos de un activismo político de signo específico.
La única profesión del intelecto que se lleva el gato al agua es la profesión de comunicador; para un profesor o un periodista, un tuitero o un presidente de Gobierno, lo decisivo es cuánto y cómo comuniquen
Frente a la causa general de los valores humanos que los intelectuales debieran defender, resultaba que estos propendían por la causa de las identidades nacionales; frente a la de la ley y el derecho como tales, tomaban parte por unos partidos y movimientos políticos concretos, en especial por los más extremistas y supremacistas; frente al poder del espíritu, optaban por el espíritu del Poder. Nunca la «realpolitik», la política del posibilismo real que siempre ha existido, se había teñido tan hasta los tuétanos del adorno especial de la moralidad tal como la que le granjeaban ahora los intelectuales, ni en Maquiavelo.
La «superioridad moral» de nuevo cuño que podían otorgar los nuevos intelectuales —los nuevos clérigos— no era solo un buen adorno, sino la condición de posibilidad de una construcción inquisitorial dispensadora de bulas y de sambenitos, y de condenas inapelables. «Cría de conejos», denominaba Münzenberg, el Goebbels estalinista, a la producción, vigilancia y engorde de intelectuales para esos fines.
Walter Benjamin, en un escrito publicado siete años después del libro de Benda, en 1934, ya Europa cabalgando a sus peores tigres, lo acusa de no enterarse de mucho, de que su inspiración cristiana y sus propensiones idealistas y románticas le impiden dar la importancia debida en la actualidad a la realidad de la economía y a la pulsión política militante, para Benjamin posible fundamento nuevo del arte y el intelectual. En su crítica del ensayista francés, sonríe ante la «imagen demasiado bella» que Benda traza de Europa en su posterior Discurso a la nación europea —ahí donde, entre muchas otras cosas, alienta a «sacar adelante a Europa o seremos niños para siempre». De ingenuo, o antiguo o, más explícitamente, de abstracto o romántico es de lo que Benjamin tilda a Benda. Puede, no voy a decir que no, y sobre todo que no haya que tener la vista puesta en la economía. Pero las militancias y las políticas revolucionarias que el filósofo alemán, como tantas otras personalidades de valor, prestigió, ya todo el que quiera ver sabe por qué derroteros fueron. Claro, no todo el mundo quiere ver; vamos, en realidad otra vez cada vez menos.
Tengo, como no puede ser menos, gran aprecio por Benjamin, cuyos textos han sido y son siempre de mi atención, pero eso no quita para poner de relieve la perspicacia y el valor, entonces como hoy, de algunas de las cuestiones sobre las que Benda, todo lo abstractamente que se quiera, puso en guardia: el poder pestífero de las identidades, del poder de los partidos, de la partitocracia diríamos hoy, de la sumisión a la pura lógica del Poder y el servicio desleal al cabo de buena parte los intelectuales. «Pero ahí donde unos veían abstracción otros veían la realidad», piensa el médico protagonista de La peste de Camus frente a quien lo acusa a él, que pasa sus días luchando contra la peste, de abstracción. Sartre, mira aquí por dónde, a la muerte de Benda en 1956, afirmó que «vamos a echar en falta su vigilancia». Vigilar, de eso tendríamos quizá que hablar la próxima vez.
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