Jaime García-Máiquez | 11 de diciembre de 2020
En el cuarto movimiento de la Novena sinfonía de Beethoven irrumpe de pronto la voz humana. Lo que viene a poner de relieve esta muchedumbre del coro no es solo la dignidad del hombre, sino la alegre grandeza de su alma, el poético amor entre hermanos, la resurrección final de la carne.
La semana que viene se cumplen 250 años del nacimiento de Beethoven. Alemania se ha echado -en la medida de lo posible- a la calle con más de ochocientos eventos, nada menos. En España se ha festejado menos, en concreto nada… O casi nada, para ser justos; un genio de muy mal genio como el compositor alemán quizás agradecería desde su gloria tormentosa nuestra soleada indiferencia.
Yo me he puesto a buen volumen la Novena sinfonía, y en su algo más de una hora de duración me dispongo a retratar en el piano de mi teclado, a línea de batuta y de claroscura tipografía, lo esencial de su terrible y hermosa vida épica. La Novena es para Beethoven lo que Las meninas para Velázquez: «Las meninas de Beethoven», podría llamarse. Una autobiografía en cuatro movimientos: un allegro ma non troppo para su esforzado comienzo; después, un molto vivace, el scherzo de ese ritmo cortesano que se va haciendo salvaje; el tercer movimiento es un adagio o, más lentamente dicho, lo stesso tempo, que tiene esa melancolía de la madurez del que ha ganado y perdido todas las batallas y vislumbra la muerte como una redención; y por último, la gloria eterna del Himno a la Alegría.
Los cuatro movimientos de la Novena sinfonía, ‘Las meninas de Beethoven’, de alguna forma resumen las cuatro etapas de la vida de cualquier hombre: despertar a la vida, palpitante juventud, melancólica madurez y Gloria eterna
Ludwig van Beethoven (Bonn, 16 de diciembre de 1770-Viena, 26 de marzo de 1827), que fue hijo de músico, nieto de músico, es probable que supiera tocar el clave antes de haber aprendido a leer. Es conocido que su padre quería hacer de él un nuevo Wolfgang Amadeus Mozart (1757-1791). Lo levantaba a medianoche, cuando llegaba de sus juergas, para que practicara algún instrumento musical, golpeándolo cuando pensaba que no lo hacía perfecto. Duele imaginar la escena de aquel niño llorando, ensayando de madrugada ante los codiciosos ojos de su padre, un hombre hosco, borracho y mediocre. Aquel pobre chico era un genio como Mozart, pero no era como este un «niño prodigio».
En 1787, con dieciséis años, fue a Viena a intentar recibir lecciones de Joseph Hayden (1732-1809), que acabaron materializándose felizmente cinco años más tarde. Es razonable pensar que allí conocería a Mozart; la leyenda sobre el encuentro luego añadió lo que dicen que dijeron que dijo Mozart de Beethoven: «Recuerden su nombre; este joven hará hablar al mundo». Lo que en realidad acabó consiguiendo es enmudecerlo. Impresiona imaginar a esos tres insólitos católicos que eran Hayden, Mozart y Beethoven en un mismo tempo allegro vital, en una especie de Renacimiento tardío (eran un poco, y en el mismo orden, Rafael, Leonardo y Miguel Ángel) de la Música Clásica.
En Viena, Beethoven triunfaría en la música y también en lo social… Hasta el punto de que pensó incluso-iluso casarse con una aristócrata, la condesa Giulietta Guicciardi, joven de diecisiete años a la que dedicó esa improvisación que es la sonata Claro de luna, una de las más conmovedoras piezas para piano de todos los tiempos. Pero una cosa es talento -«desgraciadamente no es ella de mi posición», escribió el compositor a su amigo Franz Gerhard Wegeler– y otra, un título nobiliario. La joven acabó casándose un año y medio después con… todo un conde, cuyo nombre omitiremos como venganza melómana.
Ya en 1801 Beethoven confesó la preocupación por una pérdida de audición, que venía de atrás y se fue incrementando. ‘Se estaba quedando sordo –cuenta José María Comellas- y la sordera en un músico, sobre todo en un músico dotado de la ambición y las posibilidades de Beethoven, era una catástrofe espantosa’
Ha empezado a sonar el adagio del tercer movimiento. Nunca la tristeza alcanzó tal estado de gracia. Sobre una brisa de violines sobrevuela el sentimiento noble de un fagot herido. Qué belleza.
En 1801, Beethoven ya confesó la preocupación por una pérdida de audición, que venía de atrás y se fue incrementando, hasta que en 1815 se quedó sordo por completo. A comienzos de 1802, paseaba por los bosques de Viena junto a su discípulo Ferdinand Ries, cuando este comentó el encanto de la música que procedía de un caramillo que tocaba un pastor cercano; Beethoven dijo no escuchar nada, y Ries insistió, pero nada, el compositor agudizó el oído sin resultado. «Su rostro se tornó extraordinariamente sombrío. Durante el resto del paseo -cuenta José María Comellas en su Historia sencilla de la Música (Ed. Rialp)– no volvió a pronunciar palabra. Se estaba quedando sordo. Y la sordera en un músico, sobre todo en un músico dotado de la ambición y las posibilidades de Beethoven, era una catástrofe espantosa».
Frente a «la cruel experiencia de saber que no voy a poder oír más -son palabras del propio Beethoven en su Testamento de Heiligenstadt (Octubre, 1802)- poco ha faltado para que yo mismo pusiera fin a mi vida». Pero al mismo Wegeler le expresó aquella determinación épica de «agarraré al destino por la garganta» que a cualquier persona sufriente ennoblecería, pero que a un genio músico que se está quedando sordo lo convierte en un héroe romántico: convertiría su maldición en música. No en vano fue entonces cuando comenzó a trabajar su sinfonía Heroica.
Así como Dios elige a profetas para anunciar sus designios, a santos para la materialización de instituciones o movimientos religiosos, también elige a artistas singulares para re-crear sentimientos que insufla a unos elegidos; pienso que Beethoven fue uno de ellos
Ya estamos en el último movimiento. Es algo grandioso. Ha irrumpido de pronto la voz humana. Es la primera vez que esto ocurre en una sinfonía en la Historia de la Música. En su inconmensurable sutileza técnica, los instrumentos musicales parecen no ser suficientes para transmitir una emoción que está en la música, sí, pero que se sabe por encima de ella. Lo que viene a poner de relieve esta muchedumbre del coro no es solo la dignidad del hombre sino la alegre grandeza de su alma, el poético amor entre hermanos, la resurrección final de la carne de todos los hombres.
No ha sido Beethoven el que ha venido a decirlo, a recordarlo en su particular Apocalipsis, sino el mismo Dios Padre a través de ese compositor alemán, instrumento miserable, sucio, huraño, antipático, enfermo y sordo, al que llamaban «La bestia» sus conciudadanos. Beethoven lo logró, pero fue Dios el que lo forzó a explorar un nuevo concepto de música, intensificada dramáticamente por una tragedia muy íntima y, por tanto, muy universal.
El compositor, sordo desde hacía diez años, dirigió el estreno el día 7 de mayo de 1824 en el Kärntnertortheater de Viena. Los músicos tenían la orden de seguir a otro director «en la sombra» llamado Schuppanzigh, que es en lo que se basa la escena del estreno en la película Copying Beethoven (EE.UU., 2006).
Cuando la obra terminó, Beethoven no se atrevió a volverse al público por la vergüenza o el miedo de que el público no hubiera entendido la obra, y disimulaba que seguía leyendo las partituras. Todos tenían los ojos fijos en él. Un solista se levantó y, cogiéndolo del brazo, lo incitó a darse la vuelta, y entonces pudo ver cómo la gente emocionada aplaudía puesta en pie, cómo había grupos de gente que se abrazaba, muchos lloraban abiertamente… Debió notar cómo el viejo Kärntnertortheater temblaba bajo sus pies. Un crítico al día siguiente escribió en su crónica: «Fue una impresión en verdad imponente y grandiosa: el aplauso que se tributó al autor fue inenarrable, reconocimiento al genio que nos ha descubierto un nuevo mundo. No se puede llegar a más…». Al darse la vuelta, Beethoven pudo contemplar lo que estaba ocurriendo y, tras unos segundos, agachó la cabeza y comenzó a llorar.
La música de Ennio Morricone añade a las imágenes una capacidad de elevación y un hálito de esperanza. En sus melodías late una épica, un vigor y un amor por la vida que en las películas apenas se explicita.
La austera alegría del Nacimiento inspiró al sacerdote Joseph Mohr a la hora de componer el villancico «Stille Nacht».