Roberto Gelado | 12 de junio de 2019
Una serie en la que los adolescentes dirigen su propia sociedad
Llama la atención en el diseño de la primera, y hasta la fecha única emitida, temporada de The Society, el sorprendente contraste entre un arranque arrollador cimentado sobre una premisa fantástica y el titubeante lodazal en el que se encalla hasta el ocaso de su tercer capítulo. Ríase usted de los lugares comunes, pero siempre fue más difícil mantenerse que llegar.
Porque llegar, llega, y cómo llega, a tocar la fibra esta serie que imagina a una adolescente que, a su regreso de una excursión frustrada, se encuentra con que en sus casas han desaparecido todos los adultos. De pronto, sobre esos mequetrefes sin mucha más preocupación, hasta ese día, que enfilar la pista de despegue hasta sus años universitarios comienza a sobrevolar el peso de una responsabilidad superlativa: tienen que inventarse una sociedad –de ahí el título–.
Tras esa entrada triunfal, con el espectador ya elucubrando las infinitas ramificaciones derivadas de ese puzle, a la serie de Christopher Keyser le da por sestear y por ahí se escapan un par de capítulos en los que realmente no pasa gran cosa. Se entiende, evidentemente, que se dedique algo de espacio la incredulidad inicial de los muchachos y hasta a los escarceos con las nuevas libertades aparentes; pero se echa de menos que los avances argumentales que suceden a esta potentísima premisa estén tan lejos de su altura inicial.
La tendencia se revierte a la conclusión del antedicho tercer capítulo, en el que un violento suceso sacude a la comunidad de una manera irreversible. De pronto se recobra el pulso de lo inevitable que será para todos ellos organizarse de una vez por todas, no vaya a ser que a aquella misteriosa emancipación involuntaria le dé por prolongarse en el tiempo. La confrontación con una violencia irracional, además, rescata el poder ético de la premisa y lo saca de su hasta entonces letargo latente. Con ella, se recupera, además, uno de los grandes elefantes cuya presencia la improvisada comunidad se había resistido a reconocer: ¿qué se puede, o se debe, hacer para salvaguardar el bien común?
Recobrado el pulso narrativo, los acontecimientos sí empiezan a acelerarse con un poder que en ocasiones incomoda, como con frecuencia hacen las creaciones que tocan allá donde se encuentran más preguntas que respuestas. Sobre los capítulos restantes de la primera temporada empiezan a aparecer no solo evidentes disquisiciones sobre los distintos modos de organización social y los consiguientes debates sobre la eficacia de cada uno de ellos, sino también estupendos paralelismos con situaciones muy actuales como el tirón populista de respuestas simples a problemas complejos o la escalofriante capacidad de supervivencia de los actores sociales con escasos escrúpulos éticos.
Por aquí reside también uno de los grandes interrogantes de la serie, consustancial también casi a todas aquellas que aún se encuentran en emisión. A quien abandone el visionado después de esta primera temporada, y por lo pronto no hay más que echarse a los ojos, le puede vencer la tentación de salir corriendo hacia el búnker más cercano. No hay sociópata, teleologista o relativista que no salga más o menos bien parado al final de esta primera temporada y el mensaje aterra, sinceramente. Queda por ver, ciertamente, si el remate a la serie se ancla en esta desesperanza, por más preventiva o alertadora que ésta sea, o se revela como un medio para engancharnos hacia una resolución final mucho menos descorazonadora.