Ana Rodríguez de Agüero | 12 de junio de 2021
El jardín, en el caso de Pía Pera, es también una imagen, un símbolo. Representa su anhelo de autosuficiencia, el ideal de una vida independiente que se revela imposible.
Pía Pera confiesa que el tema sobre el que pensó escribir era «el jardinero y la muerte». El verso de Emily Dickinson que utiliza como título (I haven’t told my garden yet) le da pie para reflexionar sobre ese momento en el que «el jardinero no se presente a la cita habitual. Eso el jardín no lo sabe. Cesarán de repente todos los cuidados; la naturaleza volverá a ser la única fuerza, se interrumpirá el diálogo entre hombre y paisaje plasmado en el jardín, la más efímera de las artes». No es, en ningún caso, una preocupación abstracta, meramente teórica: la escritura de estas páginas coincide con la constatación de que la enfermedad incurable que devora a la autora avanza cada vez más rápido. El libro se convierte, cada vez más, en una meditación sobre la muerte, donde el jardín deja de ser protagonista para convertirse en el escenario donde se desarrolla un auténtico drama.
Aún no se lo he dicho a mi jardín
Pía Pera
Errata Naturae
256 págs.
20€
Esta conclusión, a la que he llegado sufriendo con la autora (leyendo cómo cada día puede hacer menos cosas, cómo se cuestiona la dignidad o el valor de una vida que va quedando tan mermada, cómo hace balance de lo recibido y lo donado, de lo vivido; cómo afronta, en fin, el futuro que tan angustioso se va haciendo…) me sorprende ver, en una rápida relectura, que es la misma a la que llega ella leyendo sobre otra vida y otro jardín; en su reflexión tras la lectura de la biografía de Vita Sackville-West escrita por Jane Brown, anota: «El jardín deja de ser la preocupación principal, se convierte en el teatro de la existencia. El punto de vista ha cambiado, y el jardín, al principio un cuerpo a cuerpo diario, empieza a quedar de fondo, a formar parte de un mundo del que se ven obligados a separarse».
El jardín, en el caso de Pía Pera, es también una imagen, un símbolo. Representa su anhelo de autosuficiencia, el ideal de una vida independiente que se revela imposible. Con la inminencia de la muerte, todo se tambalea. El legado de sus padres -la increencia a la que la «empuja» su madre, a la que ella misma atribuye «una racionalidad que aspiraba a destruirme»; los juicios terminantes de su padre, que aunque ha acatado toda su vida, la llevan a preguntarse, al final, «qué imagen estereotipada y enmohecida tendría mi padre de la inteligencia»-, el ajuste de cuentas con lo vivido y la forma de vivirlo, la pregunta por el más allá, la convicción de que no vale la pena seguir viviendo en condiciones «infrahumanas» (angustiosamente, ella se compara con las plantas del jardín, cuando la inmovilidad va avanzando)… Todo lo que la ha conformado empieza a replanteárselo cuando llegan estos últimos días.
De hecho, este recorrido es el mayor de los tesoros del libro. Ante la inminencia del final, quedan pocas cosas en pie: cuando decae la belleza del cuerpo, aflora una belleza de otro tipo. «¿Y si es el alma lo que se transparenta cuando está a punto de desaparecer? ¿Será justo eso la belleza, entrever fugazmente lo invisible?». Despojada de todo punto de apoyo, emerge aquí la belleza de la vida desnuda: «Es todo de una belleza, una gracia y una armonía tales que me sorprendo deseando ver una primavera más, y pensando: “Qué raro que ahora que lo pongo en duda, que no doy nada por sentado, el mundo me parezca tan rico en detalles maravillosos”». Cuando no queda nada en lo que creer (y es desolador contrastar la ristra de vanas esperanzas en terapias pseudocientíficas y charlatanes de feria que va perdiendo la autora), emerge la fe primigenia, la que salvó al joven Chesterton, y al final, ella puede escribir: «Yo, que venía de la nada, del no ser, pero que he podido ver y conocer todo esto». Espero que a ella le haya sido suficiente.
Aún no se lo he dicho a mi jardín y Los grandes espacios protagonizan una Revista de libros de lo más florida. Además, nuestro Cuestionario Proust con la escritora y editora Clara Pastor.
El jardín de Los grandes espacios es el jardín de los padres. El lugar seguro donde uno puede crecer, salir y volver siempre.