Fernando Ariza | 12 de julio de 2019
Sus poemas sencillos, cercanos y actuales demuestran que el gran escritor neoyorkino está más vivo que nuca.
“Oh Capitán, mi capitán”. Esta frase resonaba, entre épica y trágica, al final de la película de El club de los poetas muertos cuando la vi por primera vez en los albores de la adolescencia. Una película que envenenó a una generación con su vitalismo, su carpe diem y su poesía. No la he vuelto a ver. Lo que no supe hasta más tarde fue que esa frase la escribió Walt Whitman en un poema dedicado a Abraham Lincoln tras su asesinato. También descubrí que tras los versos del primer poeta americano encontramos toda la energía, la fuerza natural y la emoción heroica que demanda un adolescente.
Se cumplen doscientos años del nacimiento del gran poeta neoyorkino y, aunque suene lejana la fecha, su poesía sigue viva pasado tanto tiempo. Whitman empezó de cero y miró hacia delante con ese espíritu de pionero americano, salvo que él no lo hizo con carros, familia y ganado sino con su poesía. No fue hijo de nadie y se convirtió en padre de tantos. Entre su descendencia, y solo en español, encontramos a Rubén Darío (“En su país de hierro vive el gran viejo,/ bello como un patriarca, sereno y santo”, Federico García Lorca (“Ni un solo momento, viejo hermoso Walt Whitman, /he dejado de ver tu barba llena de mariposas”) o Jorge Luis Borges, que tradujo su poema más conocido, del que vamos a hablar aquí.
El que camina un minuto sin amor, camina amortajado hacia su propio funeralWalt Whitman
El argentino tradujo Song of Myself como Canto a mí mismo, si bien hoy en día se lee mejor como Canto de mí mismo para evitar la idea solipsista que no se acerca a la verdad, porque si bien comienza: “Yo me celebro y yo me canto”, luego añade “Y todo cuanto es mío también es tuyo,/ Porque no hay un átomo de mi cuerpo que no te pertenezca”. Whitman es un poeta de lo físico, de lo material y carnal. Parte de su yo corporal para extender su loa a toda la Creación: “Creo que una hoja de hierba no es menos que el camino recorrido por las estrellas / Y que la hormiga es perfecta, y que también lo son el grano de arena y el huevo del zorzal”.
Escribió con verso libre y palabra sencilla. Se alejó del retoricismo de su época y llevó al extremo el ideal romántico teñido de política y naturaleza, como hizo su compatriota Henry David Thoreau con el ensayo. Se habla de poeta democrático, aunque me parece una combinación horrible de palabras: “Digo el primordial santo y seña, hago el signo de la democracia, /¡Por Dios! No aceptaré nada que no sea ofrecido a los demás en iguales condiciones”. También dijo: “Soy el poeta de la mujer no menos que el poeta del hombre,/ Y digo que es tan grande ser mujer como ser hombre,/ Y digo que nada es mayor que ser la madre de los hombres”.
¿Qué hace a Whitman tan sencillo, tan cercano y, sobre todo, tan actual? Pertenece a esa reducida familia de poetas que combina su accesibilidad con riqueza conceptual, como un Antonio Machado o un Gustavo Adolfo Bécquer. Y llega a ello por caminos hasta entonces no pisados: es antintelectual (“La madreselva en la ventana me satisface más que la metafísica de los libros”) y además escribe poesía épica individualista, no como los griegos, que la hacían colectiva y nacional.
Se erige a sí mismo como un gran dios o héroe épico, “Me ha tocado en suerte, lo sé, lo mejor del tiempo y del espacio;/ nunca he sido medido y no seré medido jamás” que tiene como misión la orientación de los otros: “Mi brazo izquierdo ciñe tu cintura, /Mi derecha señala los continentes y el gran camino”. Algo así como si Aquiles, en primera persona, contara a cada uno de sus mirmidones su emoción al abandonar la inmortalidad para obtener la gloria.
Han pasado dos siglos desde que nació Walt Whitman. Es un periodo suficientemente amplio como para poder valorar su obra más allá de gustos o modas literarias. Su poesía ya no es transgresora, ni siquiera incómoda. Sus versos aparecen en Los Simpsons y en Breaking Bad, pero su fuerza inicial sigue allí. Tal vez sea ahora el momento de disfrutar y aprender con sus versos.
Comenzar una caza de brujas entre los filósofos clásicos basándose en los postulados contemporáneos parece descabellado y lejano del interés que debería guiar la Universidad: la búsqueda de la verdad a través de la Historia.