Rod Dreher | 12 de julio de 2020
Dante me ayudó a obtener la habilidad de ver el mundo iconográficamente, como una ventana a lo divino. Mi fe cristiana ortodoxa me enseña que así son las cosas, al igual que la metafísica y la filosofía tradicionales. De alguna manera, no lo había entendido como debía hasta que leí la Divina Comedia.
¿Qué es una crisis de la mediana edad? De acuerdo a la cultura pop, es algo así como la locura que le entra a Kevin Spacey en la película American Beauty, ese período en la mitad de la vida de un hombre que se encuentra sumido en una sensación de malestar del tipo: «¿Esto es todo lo que hay?». Él busca recuperar su encanto a través de amantes, coches rápidos u otros símbolos de juventud. Patético, ¿verdad? ¿Qué tipo de tonto tiene una crisis de la mediana edad?
Pues bien, por ejemplo, un tonto de 46 años como yo. Y no lo vi venir. ¿Matrimonio feliz? Sí. ¿Hijos estupendos? Sí. ¿Buen trabajo, buena iglesia, buena salud? Sí, sí y (principalmente) sí. Cierto, mi única hermana murió en 2011, pero ese suceso se convirtió en una ocasión de gracia, la que me trajo la bendición inesperada de regresar a mi ciudad natal después de toda una vida errante. Y el libro que escribí sobre ese viaje me había dado seguridad financiera por primera vez. ¿Cuál era entonces el problema?
Con todo, aquel verano me encontraba desesperado. La causa era que no se habían cumplido las expectativas que tenía al volver a casa, esa esperanza de eterna felicidad, de que la gracia tendería entre mi familia y yo el puente que se rompió al irme cuando era joven. No ocurrió, a pesar de que había hecho todo lo que estaba en mi poder para que así fuera. La decepción fue aplastante, sobre todo porque creía que el camino hacia mi propia paz interior dependía de emprender el camino de regreso a la casa de mi padre, y no como pródigo, sino simplemente como hijo.
No importaba lo mucho que me había alejado de casa, nunca sentí el dolor del exilio como aquel año, un dolor agravado por mi incapacidad para fortalecer mi mente y disciplinar mi voluntad para dominarlo.
Estaba perdido, pero perdido de una manera familiar. Cuando tenía 17 años, siendo un adolescente inquieto y ansioso, sin darme cuenta acabé vagando por la catedral gótica de Chartres. La maravilla y belleza de esa obra maestra medieval me hizo comprender que la vida estaba mucho más llena de alegría, posibilidades, aventura y romance de lo que había imaginado. No salí de la catedral ese día como un cristiano, pero sí como un peregrino en camino hacia algún lugar.
«Necesito ver Chartres de nuevo», le escribí recientemente a un amigo. Lo que quería decir era que necesitaba renovar mi visión, revivir mi espíritu, volver a maravillarme por lo que percibí allá en 1984 como un adolescente americano hastiado del mundo que creía haberlo visto todo, pero que en realidad no tenía ni idea de lo ciego que estaba hasta que contemplé la iglesia más hermosa del mundo.
Más tarde, matando el tiempo en un Barnes & Noble una calurosa tarde del sur de Louisiana, abrí una copia de «El Infierno» de Dante, la primera de su trilogía de la Divina Comedia, y leí estas palabras:
«A mitad de camino de la vida
me hallé perdido en una selva oscura
porque me extravié del buen camino».
Seguí leyendo en ese primer canto, o capítulo, y estuve con Dante el peregrino mientras las bestias salvajes -alegorías del pecado- le cortaban todas las sendas de un bosque aterrador. Entonces, con la ayuda del asustado Dante, llegó el poeta romano Virgilio:
«Te conviene seguir otro viaje»,
respondió al ver mi llanto, «si pretendes
salir con vida de esta áspera selva».
Así que Dante siguió a Virgilio y yo seguí a Dante. En ese momento no lo supe, pero esos fueron los primeros pasos de un viaje que me llevaría a través de este poema incomparable del siglo XIV –cada uno de los 14.233 versos en 100 cantos– por las fosas del Infierno, hasta la montaña del Purgatorio, más allá del espacio y el tiempo hasta el cénit del Paraíso, sacándome de mi propio bosque sombrío de la depresión.
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Dante Alighieri (1265-1321) fue un ciudadano florentino que fue soldado, estadista, diplomático y, por supuesto, poeta. Estuvo inmerso en la intriga política y la violencia de su tiempo, lo que, dado el papel del papado medieval en la política terrenal, significó que también se enredó en controversias y luchas religiosas. Alrededor de 1301, las autoridades florentinas que se pusieron del lado del corrupto papa Bonifacio VIII exiliaron al poeta de su amada ciudad. Nunca regresaría.
El trauma de esta condena y los pecados y fallos que habían traído tal injusticia a su mundo provocaron al poeta una crisis personal en su mediana edad. Comenzó a escribir la Comedia, su épico relato de un viaje imaginario desde la oscuridad hasta la luz última: la theosis o unidad con Dios. Empapada de escolástica y de la política de Estado de la Iglesia de la Alta Edad Media, la Comedia es teológicamente profunda, políticamente incisiva y se encuentra impregnada de detalles históricos. Es imposible comprender la Comedia sin un buen conjunto de notas del traductor.
En su excelente curso de audio sobre la Comedia, los dantistas contemporáneos Bill Cook y Ron Herzman dicen que las diferentes audiencias a las que han enseñado han respondido a diferentes aspectos del poema. Los estudiantes tienden a preferir la vivacidad cinematográfica del Infierno, los presos responden al énfasis del Purgatorio en lo que concierne a la reforma moral, y los monjes aman la naturaleza contemplativa del Paraíso. El poema de Dante es tan accesible porque habla profundamente de la condición humana en diversos niveles. Es un retrato del cosmos y es, a la vez, una historia de aventuras, un discurso moral, una alegoría y un medio para estimular al lector a reflexionar sobre realidades teológicas y metafísicas más elevadas.
También es, como la erudita de Dante Prue Shaw dice en su libro Reading Dante: From Here to Eternity, «la historia de una profunda crisis psicológica y cómo se resolvió esa crisis». Todo comienza con la comprensión de que uno está en una «selva oscura», con la conciencia de su propia pérdida y confusión. Dante el peregrino, es decir, el protagonista del poema, no su autor, comienza su viaje hacia la iluminación caminando a través del caos de su propia alma.
El Infierno no es una taxonomía exhaustiva de pecados (aunque a veces lo parezca), sino, más bien, una alegoría de la naturaleza del pecado. Para Dante, los peores pecados no son los del apetito -lujuria y gula, por ejemplo-, sino los pecados contra las cosas que nos hacen más humanos. En la geografía espiritual de Dante, el Infierno es como una gran mina, con los pecados menos corruptos castigados en la parte superior, los pecados intermedios -pecados de Violencia y pecados de Engaño- castigados en las regiones centrales, y el pecado más obsceno de todos -la Traición- castigado en la parte inferior, donde habita Lucifer.
Dante se sirve de esta categorización como un método para explorar la naturaleza del pecado como la perversión del Bien. Entregarse totalmente a la lujuria, la gula o la avaricia es condenable, pero no tan condenable como los pecados superiores, o más bien, inferiores, que implican no solo las pasiones corporales desordenadas, sino también las pasiones desordenadas de la mente.
El Dante peregrino llega a reconocer paulatinamente elementos de la culpa de cada pecador en su propio carácter. El propósito de esta gira por las regiones infernales es despertar al peregrino a la realidad del pecado, cómo este separa a los hombres de Dios, de su mejor naturaleza, de los demás y de su propia responsabilidad por el desorden del mundo y de su propia alma.
Este es un examen de conciencia que a menudo lo pilla a uno por sorpresa. A principios del Infierno, Dante tiene uno de los encuentros más memorables de toda la Comedia. Dante encuentra a los lujuriosos castigados para la eternidad siendo llevados por el viento como las hojas en un vendaval. Tanto en el Infierno como en el Purgatorio, los castigos revelan la naturaleza del pecado. Los lujuriosos pasaron sus vidas mortales incontrolablemente a merced de las ráfagas de pasión, así que ahora deben pasar la eternidad en un perpetuo tumulto.
Después de pedir hablar con uno de los condenados, Dante se encuentra con Paolo y Francesca, que habían sido amantes en la vida real y que fueron atrapados y asesinados por el marido de Francesca. Ahora están unidos para siempre, pero solo Francesca habla. Ella le dice al peregrino que leyeron juntos literatura romántica, se dejaron llevar por la narración y se abandonaron a la interpretación de los papeles de los adúlteros Lancelot y Ginebra. En el relato de Francesca, dadas las leyes naturales del amor, ella y Paolo no pudieron evitarlo.
El peregrino reacciona:
«Mientras un alma hablaba, la otra estuvo
llorando sin cesar, y en ese instante
me desmayé, abrumado por la pena.
Y caí como un cuerpo muerto cae».
Lo que ni Dante ni el lector entienden todavía es que, aunque los condenados admitan que pertenecen al Infierno, todos rechazan la culpa de su caída. Mientras el peregrino y su guía se mueven a través del Infierno, Dante debe aprender a no caer en las historias de autojustificación de los condenados, porque hacerlo es minimizar en su propia comprensión la gravedad del pecado. La explicación que da Francesca de su destino es egoísta y un autoengaño.
Sin embargo, para mí, como escritor, este canto tenía un sabor particular. En el anterior, el peregrino se encontraba en el Limbo, en la compañía de los Paganos Virtuosos, incluyendo a los grandes poetas de la Antigüedad, que cuentan a Dante como uno de los suyos. Se va sintiendo bien por su condición de escritor, hasta que conoce a Francesca, cuya condenación se produjo en parte por la lectura de la poesía de amor vernácula de su época. «Uno de los poetas cuyas palabras resuenan en sus palabras es el propio Dante», escribe Shaw. «Está implicado en su destino. No es de extrañar que se desmaye cuando ella termina su historia».
La cuestión moral es que el poeta no se puede desligar de las consecuencias sociales de su arte. Crear es un don sagrado, y no debe abusarse de él. La escritura, enseña Dante, debe ser emprendida con un mayor sentido de responsabilidad.
Aborda la vocación del escritor con más fuerza en un canto posterior del Infierno, en el ardiente desierto donde viven los sodomitas. De acuerdo con su visión católica, Dante castiga a los sodomitas en una parte del Infierno reservada para los pecados de la Violencia -la sodomía, en este caso, es una violencia contra la naturaleza-. El hecho de que los sodomitas vivan corriendo para siempre en un desierto abrasado revela la naturaleza del pecado: todo ese calor apasionado que acaba en la esterilidad.
De este modo, casi en el punto medio del Infierno, el perspicaz lector habrá entendido que Dante no es un moralista cristiano de mente simple. Aquí, entre los sodomitas, el peregrino tiene uno de sus encuentros más conmovedores. Conoce a su viejo maestro Brunetto Latini, un distinguido escritor contemporáneo. Dante se sorprende al encontrar a Brunetto en el infierno y lo trata con gran cortesía, incluso con honor. No hablan de sexo, excepto para que Brunetto revele categóricamente que todos los pecadores con los que está condenado a viajar eran eruditos o clérigos. En su lugar, hablan de la escritura.
El peregrino le dice a su viejo maestro, el hombre que lo había enseñado a escribir, que se encuentra pasando por el Infierno porque en vida había perdido el camino. Brunetto responde con ánimo, diciéndole a Dante que está destinado a la fama:
«Él me predijo: “Si tu estrella sigues
Y no me equivoqué contigo en vida,
arribarás al puerto de la gloria.
El peregrino, profundamente conmovido por estas palabras, responde:
“Si se cumpliese lo que yo deseo”
le dije, “vos no habríais sido aún
expatriado de la vida humana
pues fija está en mi mente y me adolora
vuestra imagen paterna, cara y buena,
de cuantas tantas veces me enseñabais
la eternidad que el hombre alcanzar puede,
y es de justicia que, mientras yo viva,
mi lengua exprese mi agradecimiento”».
Aquí vemos la trampa que el viejo Brunetto ha tendido sin querer a su premiado alumno. En la Comedia, las estrellas simbolizan la presencia vigilante de Dios. Y los viajeros navegan por las estrellas. Brunetto, un maestro que fue como un padre para Dante, lo engaña de dos maneras cruciales: aconsejando que el propósito de la escritura es ganar fama mundana, e instruyendo al peregrino que debe trazar su curso a través de la vida, no siguiendo el plan divino, sino buscando sus propios intereses.
Esto es lo que llevó a Brunetto al Infierno e hizo estéril a su escritura. Como el peregrino aprenderá al final de su viaje, la única manera en que un verdadero artista puede ser fructífero es buscando seguir el camino del plan divino y haciendo que su arte sirva a la verdad y a la virtud, no al todopoderoso yo.
Noten que en ninguno de los dos cantos el poeta Dante estableció enseñanzas sobre el arte y la responsabilidad moral. Más bien, lleva al lector a reflexionar sobre cada encuentro y a tomar conciencia de las verdades superiores implícitas bajo la superficie. Los eruditos llaman a este método anagógico, lo que significa que enseña llevando a uno a llegar a la verdad por sí mismo. Dante hace esto a través de la Comedia, lo que ayuda a explicar el poder emocional del poema.
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No se me ocurrió hasta una semana después de terminar la Comedia por qué la estrategia anagógica de Dante había sido tan efectiva para ayudarme a resolver mi propia crisis psicológica. A principios del otoño pasado, mi médico, sospechando que mi fatiga crónica tenía sus raíces en la ansiedad persistente después de la muerte de mi hermana en 2011, me prescribió ver a un terapeuta. Esto es algo que no quería hacer. La terapia es a lo que recurren las personas que no pueden manejar la vida. Y yo no soy ese tipo de persona.
Pero sí era ese tipo y tuve que humillarme lo suficiente para admitirlo. Cuando empecé a ver al terapeuta, esperaba que me dijera cuál era mi problema y qué tenía que hacer para solucionarlo. «Así no es como la terapia funciona», consideró mi mujer. «Nunca te dirá directamente lo que debes hacer. Te va a ayudar a ver por ti mismo lo que debes hacer».
Yo era escéptico; aquello sonaba como algo que oyes en «Oprah». Una vez que empecé, a veces salía de esas sesiones preguntándome si había desperdiciado más o menos una hora de charla con mi terapeuta. Pero luego, después de algunas de las llamadas telefónicas de rutina posteriores a la sesión con mi mujer, me di cuenta de que el verdadero trabajo terapéutico estaba ocurriendo en esas conversaciones. Me estaba dirigiendo hacia una solución que hacía sentir que era mía; en realidad, el terapeuta sabía lo que estaba haciendo todo el tiempo. Me estaba enseñando y curando anagógicamente. También lo hizo Dante.
He señalado dos de los encuentros infernales del peregrino porque me ayudaron a ganar un renovado sentido de propósito y seriedad sobre mi vocación. Hubo un tercero: el Canto XXVI, el encuentro de Dante con Ulises, condenado como mal consejero por conducir, en la versión de Dante del mito, a sí mismo y a su vieja y cansada tripulación a su perdición usando su legendario don de persuasión. Ulises en el Infierno evoca la arenga que hizo a sus hombres:
«Pensad en vuestro origen, que no fuisteis
hechos para vivir como animales,
sino para seguir virtud y ciencia».
Esa es una noble verdad y una verdad conmovedora. Pero Ulises la organizó por una causa innoble. Quería el conocimiento por el conocimiento. El sol al que condujo a sus fieles seguidores, más allá del borde conocido del mundo, era el falso dios de su propio ego y los llevó a la muerte. Por emplear verdades vitales para engañar a los que están bajo su mando, utilizándolas para servir a su ansia insaciable de conocimiento, Ulises se ganó el infierno. Una vez más, el lector que también es escritor se ve obligado a examinar los límites de cómo utiliza su propio don dado por Dios.
Por razones obvias, estos encuentros me interesaron especialmente como escritor de mediana edad y en la mitad de mi carrera, sin saber adónde ir a continuación. La verdad más sutil y profunda es que hay pocos lectores que, si son sinceros consigo mismos, no vean un reflejo, aunque sea nebuloso, de sí mismos virtualmente en cada pecador y cada canto. Y si no se ven a sí mismos, sin duda verán a la gente que conocen y aman, desean, odian o temen. El Infierno nos enseña qué es el pecado, cómo funciona, cómo nos dejamos seducir por él y cómo amortiguamos nuestra percepción de su funcionamiento en el interior, entre otros aspectos. Es una enciclopedia del fracaso humano.
El Purgatorio, sin embargo, es un atlas que muestra literalmente la salida del pozo. Esta procesión por la montaña de siete pisos es la purificación del peregrino a través de la ascensión. Ese es su camino por el desierto para purgar su memoria de Egipto y su esclavitud. Ese es su viaje hacia la limpieza del corazón para querer una cosa: lo que Dios desea.
Los penitentes del Purgatorio tienen asegurada la salvación, pero, debido a que su arrepentimiento en la Tierra fue imperfecto, deben someterse a una mayor purificación para ser lo suficientemente fuertes como para soportar el intenso brillo del amor de Dios en el Paraíso. A diferencia de las almas del infierno, que han perdido permanentemente toda capacidad de percibir a Dios y a sí mismas en relación con Él, los penitentes del purgatorio saben que están destinados a la gloria. Sufren, pero como saben que su dolor es temporal y un preludio necesario para la felicidad eterna, sufren con alegría.
En la representación de Dante, el vicio por el que se castiga a los penitentes se enfatiza por una virtud acorde experimentada ascéticamente. Por ejemplo, los perezosos, cuyo pecado fue la falta de amor con el celo apropiado, entrenan sus conciencias deficientes a través de un movimiento constante. A diferencia de los inquietos sodomitas, que caminan sin cesar por la maldita llanura, sin ir a ninguna parte, los perezosos arrepentidos marchan hacia el Paraíso.
Y yo me vi a mí mismo entre ellos. Yo, que amo la comida y la comodidad desmesuradamente, también me vi en la sexta cornisa, entre los glotones, que están demacrados por el hambre y la sed. Allí el peregrino se encuentra con Forese Donati, un amigo de la casa que se ha convertido en una cáscara marchita de sí mismo, pero feliz y cantando himnos en el peregrinaje a la montaña sagrada. Donati explica:
«Toda esa gente que llorando canta
por haberse excedido en su gran gula
padeciendo hambre y sed se purifica».
Más tarde, los glotones arrepentidos se acercan a un árbol frutal «como ávidos chiquillos caprichosos», pero se retiran alegremente «como si estuvieran iluminados». El árbol es una rama del Árbol del Conocimiento del Jardín del Edén. Tan hambrientos como están de comer de él, los glotones aceptan que el momento de su liberación aún no ha llegado (compara esto con Ulises en el Infierno y su ilimitada hambre de conocimiento). Leyendo esto, reflexioné profundamente sobre mi propia impaciencia y resolví aceptar la ascensión no deseada como necesaria para mi propia curación interior. Se aplacaría en el buen tiempo de Dios; mi tarea era ver la bendición en el sufrimiento.
Curiosamente, Dante nunca revela la naturaleza precisa de su crisis. No es particularmente importante. Para cuando haya alcanzado la cima de la montaña de la purgación, el atribulado pero fino lector habrá adquirido una visión de su propia crisis personal y una idea razonablemente clara de los cambios que tiene que hacer dentro de sí mismo para resolverla. Un penitente, Marco el Lombardo, aconseja al peregrino que es un error buscar culpar a otros o al destino («los cielos») por la propia situación. «Hermano», dice Marco, «el mundo es ciego y tú de él vienes».
«El cielo da principio a vuestros actos,
no digo a todos, pero aunque así fuese,
distinguir os es dado el bien y el mal
y una voluntad libre, que, aunque pierda
las primeras batallas con los astros,
después, si bien se nutre, siempre vence.
Sois libres, más sujetos a la más alta
naturaleza, que es la de la mente,
sustancia en que los astros nada pueden.
La causa de que el mundo se desvíe
hay que buscarla donde está: en vosotros,
y te lo voy a demostrar ahora».
O, parafraseando a otro gran poeta que escribió tres siglos después: «La culpa, querido Dante, no está en las estrellas, sino en nosotros mismos».
¿No me había dicho mi terapeuta desde el principio que no estaba en mi mano cambiar las circunstancias de mi frustración y dolor, pero sí estaba en mi mano cambiar mi reacción interna a ello? Sí, pero por alguna razón, solo pude hacer mía esta verdad cuando Dante me la reveló.
En la cima de la montaña, en el Jardín del Edén, Dante se encuentra cara a cara con Beatriz, su musa, su salvadora -fue ella quien envió a Virgilio- y su futura guía por el Paraíso. Pero primero ella lo obliga a enfrentar su propia culpa al permitirse perder el camino recto. Avergonzado, el peregrino confiesa:
«Yo exhalé entonces un suspiro amargo,
y apenas tuve voz para decirle,
llorando, estas palabras que mis labios
pronunciaron: “Las cosas evidentes
con su falso placer me descarriaron
cuando dejé de ver vuestro semblante”».
Beatriz, una joven florentina a la que Dante había amado desde lejos, y que murió tempranamente, sirve como una representación de la Revelación Divina. Lo que el poeta dice aquí es que en la Tierra ella representó para él una teofanía, una revelación de lo divino. Cuando ella murió, Dante se olvidó de la visión de la realidad divina que ella personificaba. Permitió que sus ojos se desviaran de la fe -la esperanza en «la sustancia de las cosas esperadas, la evidencia de las cosas no vistas», como dice la Escritura- a un amor mal dirigido por lo transitorio y mundano.
Así es como Dante terminó en una selva oscura y salvaje. Así es como yo también lo hice. Así es como muchos de nosotros nos encontramos allí en medio del viaje de nuestra vida. El peregrinaje de Dante, y el que los lectores hacemos con él, nos enseña a ver el mundo y a nosotros mismos como realmente somos y a limpiar a través del arrepentimiento y la ascensión nuestra propia visión oscurecida a través de reordenar la voluntad. Aprendiendo a querer para nosotros y para los demás lo que Dios quiere, nos hacemos más parecidos a Él, y llegamos a ver todas las cosas como Él las ve.
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El ascenso a través del Paraíso consistirá en aprender a ver el resplandor de Dios brillando a través de toda la realidad. El más metafísico de los tres libros de la Comedia, «El Paraíso», es también el más difícil y el menos leído. Pero es imposible comprender la grandeza del Infierno y del Purgatorio sin él, porque cuenta la llegada del peregrino a su verdadero y único hogar.
La clave del paraíso, de hecho, la clave de la vida, se revela en el primer canto. Dante compara la experiencia transformadora de Dios con un mito de Ovidio en el que un pescador prueba una planta mágica y se convierte en un dios del mar. Esto es lo que significa la theosis: conocer a Dios plenamente, con el corazón y la mente, es ser llevado a su ser, ser hecho como Él llenándose de Él. Esta experiencia es lo que los últimos 33 cantos de la Comedia describirán.
Es algo embriagador y a menudo confuso, especialmente para los cristianos occidentales, para quienes el concepto de theosis ha sido minimizado u olvidado a lo largo de los siglos (y sigue siendo central para la piedad ortodoxa oriental). Basta decir que esta parte extremadamente mística de la trilogía de Dante enseña al lector cómo el amor de Dios impregna toda la realidad. Conocerlo es amarlo y amarlo es conocerlo. Dicho de esa manera suena trillado, pero, al explorar estas verdades misteriosas, Dante ha producido una de las poesías más poderosas y penetrantes que se han escrito.
El Paraíso es un retrato de la Tierra Prometida, un lugar donde hay un amor perfecto y una justicia perfecta. Cuando Dante el peregrino le pregunta a Piccarda, una monja y una de las bienaventuradas, por qué consiente en habitar en uno de los rangos inferiores del Cielo, ella explica que la ley del Amor lo rige todo. Dios quiere la unidad, no la uniformidad. Él ha hecho un cosmos esplendoroso, uno que está destinado a vivir en armonía. En uno de los versos más conocidos del poema, la dichosa Piccarda dice: «Nuestra paz se sustenta en su designio».
Cuando todos están unidos en Dios, y por lo tanto en el Amor, no tenemos envidia de lo que otros han recibido de Él. La perfección no consiste en una especie de igualitarismo divino, sino en permitir que la luz divina pase a través de nosotros, refractada según nuestras naturalezas dadas por Dios. Además, cuando los bienaventurados consideran el pecado, no se afligen, porque no puede haber luto en el cielo, sino que sonríen, recordando, como dijo el erudito literario Charles Williams: «El pecado como ocasión de la potencia del amor».
Esto no es una piedad sentimental. Es tan duro y claro como un diamante, la preciosa gema en el corazón filosófico de la narración. El amor perfecto echa fuera el miedo, como dice la Escritura; donde hay tormento, hay una deficiencia de amor. «Para Dante, en la Comedia, el amor es la fuente principal de toda acción humana, sea buena o mala, loable o condenable», escribe Prue Shaw. «El deseo es visto como una categoría fundamental de la experiencia humana, la fuerza motriz de toda interacción humana con el mundo. Es el motor del agente moral».
Estos conceptos y muchos otros en Paraíso son difíciles de comprender. Pero esto es parte del sentido de Dante: las deslumbrantes realidades del Amor Divino son demasiado intensas para que las soportemos directamente. En el viaje desde la selva oscura a través del Infierno, el Purgatorio, y ahora a través de las abrumadoras inmensidades del Paraíso, se trata de que el ciego recupere el poder de la visión. Primero, vemos el pecado por lo que es; luego, nos vemos a nosotros mismos por lo que somos; y finalmente, vemos la realidad por lo que es. En la cúspide del cielo más alto, Beatriz se vuelve hacia Dante, que ya ha sido completamente purificado, y ordena: «Mírame como soy».
El peregrino ha estado con su guía desde hace algún tiempo, pero solo cuando su visión interior ha sido purificada por el amor puede soportar la vista de su gloria. Y entonces Dante comienza los pasos finales hacia la Visión Beatífica.
Para Dante, como para todos nosotros, peregrino, exiliado, caminante en esta tierra, esta es la meta propia de la vida de todos los hombres: estar unidos a Dios, que es Amor. En perfecta comunión con la Divinidad, queremos y percibimos todas las cosas como realmente son y armonizamos nuestras voluntades que, como dice la línea final de la Comedia, «giraban con la fuerza del amor que mueve el Sol y todas las demás estrellas».
Cuando mi propio peregrinaje llegó a su fin el mes pasado, me reuní con mi sacerdote y le dije que era libre. Toda la ayuda que mi consejero me había dado y toda la dirección espiritual que mi sacerdote me había proporcionado, especialmente la exigente regla de oración que había impuesto, habían jugado su parte en mi curación. Pero sobre todo fue Dante.
¿Cómo se me apareció un florentino medieval en mi miedo y confusión y me llevó fuera del bosque oscuro y de vuelta al camino recto? No es que Dante me haya dicho algo que no supiera ya. Soy un voraz lector de filosofía y teología, pero siempre he sido inmune a los poderes de la poesía y la ficción. ¿De dónde viene el poder de este poema? Charles Williams es el que mejor responde: «Mil predicadores han dicho todo lo que Dante dice y han dejado a sus oyentes descontentos; ¿por qué Dante satisface? Porque contiene una imagen de profundidad».
«Una imagen de profundidad»: en palabras e imágenes, el poema de Dante ilumina lo que el teólogo David Bentley Hart llama «la plenitud de la realidad». En el arte, explica Hart, «la misteriosa frontera entre la verdad trascendental y las particularidades de la forma material finita es a la vez preservada y transgredida fructíferamente».
Aquí está el misterio final que la Divina Comedia me reveló. En su forma, la Comedia enseña al lector cristiano atento una verdad fundamental sobre la realidad. Los cristianos creen que Dios es tres en uno -Padre, Hijo y Espíritu Santo-, unidos por un vínculo de amor. La base de toda la realidad, entonces, es relacional y esa relación divina, la Trinidad, impregna toda la realidad.
Así pues, la Comedia consiste en tres libros, cada uno contiene 33 cantos, excepto el Infierno, que contiene uno extra significando la unidad y perfección de Dios. Dante inventó una nueva forma de verso, la terza rima, que consiste en tres líneas en cada verso, con 11 sílabas en cada línea, con 33 sílabas por verso. La terza rima sigue un patrón en el que cada verso, o terceto, se conecta con el siguiente verso a través de una rima constante. En total, 4.744 versos de poesía sublime unidos como una cadena de oro de insuperable finura.
¿Cuál es el sentido de todo esto? Dante manifiesta la convicción medieval de que el Creador ha ordenado su creación, y su inteligencia, es decir, Él mismo está presente en todas partes, llena todas las cosas, y puede ser discernida por aquellos con ojos para ver.
De esta manera, Dante me ayudó a obtener la habilidad de ver el mundo iconográficamente, como una ventana a lo divino. Mi fe cristiana ortodoxa me enseña que así son las cosas, al igual que la metafísica y la filosofía tradicionales. De alguna manera, no lo había entendido como debía hasta que leí la Divina Comedia.
Bueno, eso no es cierto, yo ya lo había entendido antes, la primera vez que vi una imagen de profundidad me abrumó tanto que infundió repentinamente misterio y encanto en mi desarraigado cosmos americano del siglo XX y me puso en el camino de Dios, resultando en mi conversión de joven. Pero con el paso del tiempo, y la pérdida del idealismo, había olvidado lo que era mirar la catedral de Chartres y verla tal como es.
Y entonces Dante vino a mí y me mostró otra obra maestra medieval igual a la de Chartres, una que él mismo construyó. Ese hombre, un extraño de un tiempo y lugar distantes, pero un amigo que sabía lo que significaba perder el camino en el viaje de la vida, se encontró en el camino con un peregrino confundido, ansioso y que daba pasos en falso. Dante Alighieri hizo que mis pasos fueran firmes, me llevó de vuelta al asombro y me recordó que volviera mi mirada al cielo y viera las estrellas.
Hoy la gente que está perdida en el universo colecciona todo tipo de manuales de autoayuda en busca de orientación o, si son cristianos, compran libros llenos de psicología terapéutica piadosa. No lo hagan. Tomen y lean a Dante. Porque Dante es profundo y porque Dante tiene razón.
Con motivo de la presentación en España de «La opción benedictina», eldebatedehoy.es entrevista al periodista norteamericano Rod Dreher. Su obra, publicada en español por Ediciones Encuentro, es considerada por The New York Times como “el libro religioso más discutido e importante de la última década”.
«La opción benedictina» ofrece, como indica su subtítulo, una estrategia para los cristianos en una sociedad poscristiana. Jorge Soley y Armando Zerolo dialogan sobre esta original propuesta.