J. A. González Sainz | 12 de septiembre de 2020
En la novela de Camus, la peste, además de una enfermedad epidémica que produce un alto número de víctimas mortales, es también una plaga espiritual infecciosa que se contagia ideológicamente. Lo decisivo es vigilar, vigilarse a sí mismo.
«Hay que vigilarse a sí mismo sin cesar —la cursiva es mía— para no ser arrastrado en un minuto de distracción a respirar junto a la cara de otro y pegarle la infección», podemos leer, ya muy avanzado el texto y en traducción de Rosa Chacel, en La peste de Albert Camus.
Pegar una infección a otro, distraernos un momento, bajar la guardia y contagiar o contagiarnos: por muchas razones, y en todos los sentidos, no solo en el más evidente, la novela de Camus está de plena actualidad en nuestros infaustos días. Nunca, como les sucede a los grandes textos, ha dejado de estarlo, aunque hoy es verdad que con especial mordiente.
La peste
Albert Camus
Edhasa
360 págs.
9,95€
¿Pero infectar con qué?, ¿de qué contagio se está hablando? Seguramente de más de uno, si bien, cualesquiera que sean, de nuevo lo decisivo en todo caso es vigilar, vigilarse a sí mismo, pero no de cualquier forma o por encima, más bien de palabra, sino con una tensión de la voluntad que no nos deje distraernos en ningún momento para no contagiar ni ser contagiados. «El hombre íntegro», se dice en la novela, no solo el hombre sano sino, más, el «íntegro», es el que trata por todos los medios de no infectarse ni infectar, en ningún sentido, a otros, «el que tiene el menor número de distracciones». Pero, al observar esa conducta, al actuar con esa tensión de vigilancia siempre alerta, el hombre que persigue su integridad —vamos a poner que el intelectual tuviera que estar entre ellos— se condena sin embargo al exilio, a la separación y la ausencia. Con esos juncos se harían sus cestos.
En la novela de Camus, la peste, además de una enfermedad epidémica real que se contagia de un cuerpo a otro y produce un alto número de víctimas mortales, es también una plaga espiritual infecciosa igualmente real. Por consiguiente, la vigilancia tendría que ver tanto con la defensa ante la virulencia de un microbio físico como, asimismo, con la precaución ante la virulencia de otro morbo que se contagia ideológicamente. En ambas vigilancias, literalmente, nos va la vida. También tiene que ver con un tercer nivel: con el morbo de la separación, de la condena a la separación y el exilio y el absurdo del hombre en el mundo. Tres dimensiones entrelazadas que se espejean y retroalimentan para proyectar la potencia y el valor del texto de Camus en general, y de muchos de sus diálogos y escenas en particular, más allá de lo que una lectura inicial más pegada a un primer nivel de evidencia podría hacer pensar.
La peste es, en la novela de Camus, la enfermedad epidémica caracterizada por las grandes pústulas que se extienden a la vista de todos por los cuerpos de los personajes como consecuencia de la tumefacción de los ganglios, pero es también, metafóricamente, otra «plaga» cuyas pústulas están menos a la vista o hasta pueden resultar atractivas a muchos y cuyas hinchazones se dan en ganglios más ocultos, pero no por ello es menos letal: la «plaga» del nazismo y del comunismo, de los dos totalitarismos que, justamente en los años en los que Camus escribía La peste, los años cuarenta —el libro se publicaría en 1947—, estaban extendiéndose por doquier, burlando vigilancias e integridades con una pujanza colosal y condenando a muerte, espiritual y física, a millones de personas y a sociedades enteras.
«Hace mucho tiempo que tengo vergüenza, que me muero de vergüenza de haber sido, aunque desde lejos y con buena voluntad, un asesino yo también», dice Tarrou, probablemente el personaje de mayor fuste de la novela, un hijo de magistrado que había visto en su día a su padre condenar a muerte a un hombre y, como reacción, decidió pasarse al lado de quienes combatían el sistema que permitía tales condenas, sin prever que con ello iba a colaborar luego en la condena masiva de otros hombres por parte de un nuevo sistema, esta vez totalitario. «Con el tiempo —continúa en un espléndido diálogo, o más bien casi monólogo, con Rieux, el médico y narrador— me he dado cuenta de que incluso los que eran mejores que otros no podían abstenerse de matar o de dejar matar, porque está dentro de la lógica en que viven».
Matar o dejar matar y no morirse luego de vergüenza, vivir —incluso los que eran mejores— en una lógica ideológica que permite matar o dejar que maten, en una lógica que se contagia, que hincha los ganglios del sentimiento y produce pústulas que hasta se puede hacer que resulten atractivas. «He llegado al convencimiento de que todos vivimos en la peste y he perdido la paz. Ahora la busco, intentando comprenderlos a todos y no ser enemigo mortal de nadie. Sé únicamente que hay que hacer todo lo que sea necesario para no ser un apestado (…). Eso es lo único que puede aliviar a los hombres y si no salvarlos, por lo menos hacerles el menos daño posible y a veces incluso un poco de bien», sigue diciendo Tarrou. «Por eso me he decidido a rechazar todo lo que, de cerca o de lejos, por buenas o por malas razones, haga morir o justifique que se haga morir» y «ponerme del lado de las víctimas para evitar estragos», «porque hay plagas y víctimas, y nada más».
He llegado al convencimiento de que todos vivimos en la peste y he perdido la paz. Ahora la busco, intentando comprenderlos a todos y no ser enemigo mortal de nadieLa peste, Albert Camus
Matar o dejar matar y no morirse luego de vergüenza, vivir —incluso los que eran mejores— en una lógica ideológica que permite matar o dejar que maten, en una lógica que se contagia, que hincha los ganglios del sentimiento y produce pústulas que hasta se puede hacer que resulten atractivas. «He llegado al convencimiento de que todos vivimos en la peste y he perdido la paz. Ahora la busco, intentando comprenderlos a todos y no ser enemigo mortal de nadie. Sé únicamente que hay que hacer todo lo que sea necesario para no ser un apestado (…). Eso es lo único que puede aliviar a los hombres y si no salvarlos, por lo menos hacerles el menos daño posible y a veces incluso un poco de bien», sigue diciendo Tarrou. «Por eso me he decidido a rechazar todo lo que, de cerca o de lejos, por buenas o por malas razones, haga morir o justifique se que se haga morir» y «ponerme del lado de las víctimas para evitar estragos», «porque hay plagas y víctimas, y nada más».
Incluso los que son o pueden ser «mejores», incluso por «buenas razones», muchos hombres y sociedades, de vez en cuando o en algunos momentos de sus vidas, nos ponemos del lado de las plagas, no en contra sino de alguna forma a su lado y contra las víctimas reales, y ese hecho, del que algunos luego no vivirán lo suficiente para sentir vergüenza, y la utilización de algunos de esos «mejores» y de esas «buenas razones» es decisiva para el auge de las plagas. Toda precaución y tensión alerta de la voluntad para vigilar y no acabar siendo efectivamente dañinos son siempre pocas. «Tiene que haber una tercera categoría: la de los verdaderos médicos, pero de estos no se encuentran muchos porque tiene que ser muy difícil». «En resumen —dijo Tarrou con sencillez— lo que me interesa es cómo llegar a ser un santo», un santo «tal vez sin Dios».
—«No tengo afición al heroísmo ni a la santidad —le responde el médico—. Lo que me interesa es ser hombre».
—«Sí, los dos buscamos lo mismo —contesta el viejo hijo escaldado del magistrado—, pero yo soy menos ambicioso».
En nuestros días, a estos diálogos y a la posterior escena de simpatía —«el camino» para llegar a la paz—: ambos personajes se desnudan y se echan a nadar en la noche estrellada del Orán sitiado por la peste, ni siquiera llegan muchos lectores a veces. La novela de Camus no atraviesa su mejor momento. En la catástrofe cultural que, como una nueva plaga, atravesamos, incluso muchos de los que podían ser «mejores», e incluso por «buenas razones», la tachan de machista y de racista. En efecto, en la novela no hay prácticamente mujeres ni árabes, y eso que está ambientada en Orán, lo que descalifica al autor y hace descartable su lectura. En balde la novela trata justamente de la sociedad colonial francesa separada en una ciudad árabe y de la separación y la ausencia y el exilio como temas existenciales, según se repite en el texto muchas veces. No pasa el listón de las cuotas y ya está, aunque no pasarlo, quedarse a cero más bien, sea esencial para su tema y su ficción. Los agentes infectivos, como las metáforas, no suelen verse, pero están ahí para hacer de las suyas y, quizá, para que no sepamos bien de lo que hablamos.
El juglar de Bertrans de Born en que se encarnó mi prematuro Pound ha regresado agazapado entre imágenes de un Retiro madrileño de desvanecidos veranos.
El santo que libra de peste y males se queda en su urna de cristal, ni rezado ni castigado, ignorado. Como se ignoran los objetos que han caído en desuso, así se ignoran las costumbres.