Aquilino Cayuela | 12 de septiembre de 2021
Desde entonces escribo a diario y peleo cada día con las letras y con el paso de los años creo cada vez hacerlo mejor y más resueltamente, pero sigo sin saber si soy un buen poeta.
En el otoño de 1988 me embarqué en lo que sería la mayor aventura de mi vida. Marché al sur de Chile como misionero itinerante para acompañar a un cura segoviano y a algunas familias que habían partido a evangelizar en aquella región de terremotos y huracanes, en las poblaciones de Coronel y Lota, unas tierras negras por sus minas de carbón. Desde allí me desplacé hacia el sur con este sacerdote mayor, con el que apenas me entendía y que tenía aun mucho del cura obrero que fue durante años. Bajamos toda la carretera panamericana hacía el sur cruzando el golfo de Arauco, la región de los lagos, más allá la Patagonia chilena y después de Puerto Montt llegamos a la isla de Chiloé para avecinarnos hasta la punta. Yo quise desde allí avistar los grandes cetáceos, evocando los relatos de Melville, Conrad, Stevenson o London, pero, como escribí en mi cuaderno: «Desde allí no me alcanzó la vista».
Tras aquel avatar, un año más tarde regresé a España destrozado y siendo otro, pero con la poesía metida en el alma y, como Neruda, sintiéndome «abandonado como los muelles en el alba» (igualito que en su Canción desesperada). Al poco encargué unas tarjetas a una imprenta donde bajo mi nombre y apellidos con letra elegante añadía: Poeta, escritor y aventurero.
Eran ya, al menos cuatro los cuadernos de poesía que había llenado con versos y más versos donde destacaba mi primer poema de los catorce años, tras un desengaño amoroso con chica de Madrid que se llamaba Noemí: «Es tu crueldad quien me hiere como una gran puñalada…» (así comenzaba).
Lo cierto es que mi relación con la poesía era ya estrecha. Conocí a Dámaso Alonso por una casualidad de la vida y es que una gran amiga mía del colegio, María del Mar, era nieta de don Manuel Muñoz Cortés, ilustre lingüista, profesor y estrecho amigo del gran académico quien había apadrinado a su hija mayor, justamente la madre de mi amiga Mar. Además, en esos años previos a mi travesía y gracias a don Manuel, en Murcia, había acudido con asiduidad a congresos y encuentros de escritores donde saludé y escuché a Cela, Octavio Paz, Roa Bastos, Torrente Ballester, Bryce Echenique, Caballero Bonald, Castillo Puche, Saramago y oí recitar a Antonio Colinas. Hasta hablé, en dos ocasiones, con mi admiradísimo Ernesto Sábato a quien entregué unas holandesas repletas de balbuceantes relatos míos con la esperanza de que me leyera, algo que dudo mucho que hiciese porque percibí que, por entonces don Ernesto, estaba ya casi tan ciego como Borges.
Todos estos concilios de tan grandes autores los organizaba un profesor de la universidad de Murcia que se llamaba Victorino Polo (q.e.g.e.). También allí conocí al polifacético y mediático escritor Sánchez Dragó quien con sus palabras me invitaba a «desafiar la línea meridiana del horizonte» y a «estar siempre enamorado y mezclarme estrechamente con la vida», como a él le había aconsejado Hemingway cuando de joven le saludó en el entierro de Pio Baroja. Creo que desde entonces escribo a diario y peleo cada día con las letras y con el paso de los años creo cada vez hacerlo mejor y más resueltamente, pero sigo sin saber si soy un buen poeta. Eso sí, soy de verso fácil pero no se si certero y provechoso.
Después de todo aquello conocí a una chica que se llamaba Sol y que había sido Miss Murcia o Miss Costa Cálida (no recuerdo bien) y que, como la invitaban a programas de radio y entrevistas, me llevaba con ella y yo por poner un aderezo a mi compañía me presentaba como «joven poeta» y fue por ella o a través de ella que conocí a otro de los «novísimos» José María Álvarez (ya he citado a Colinas y había escuchado también a Luis Antonio de Villena, en los congresos antes mencionados). Desde entonces acudí, por un tiempo, a unas tertulias que Álvarez protagonizaba auspiciadas por la madre de Sol. Sin querer ser indiscreto, debo decir que poco después este ilustre poeta cartagenero ganó un importante premio de novela erótica donde la joven protagonista me recordaba demasiado a esta amiga mía de entonces. Cosas de la inspiración.
Más tarde conocería a un tercer novísimo, ya inmerso en el mundo académico: Jaime Siles. Y con el tiempo me volví a reencontrar con Caballero Bonald, era yo profesor y había acudido un verano al Palacio de la Magdalena, en Santander, y tuve la suerte de oírle recitar sus versos. Luego compartimos taxi hasta la estación de ferrocarril.
Pero de todas estas andanzas la que más recuerdo, la que forjó mi alma de poeta fue ante la punta de Corcovado, allá en Chiloé, en 1988. Yo solo era un muchacho y solo en ese momento podía mirar de ese modo, porque me estaba distanciando del mundo de la infancia y adentrándome en las brumas de la vida adulta. Allí experimenté por primera y única vez en mi vida estar en el confín de la tierra:
Más allá las aguas gélidas, y las tierras patagonas, y el desierto de hielo.
Quise bajar aún más al sur, hasta los Chonos o Taitao;
incluso ir a Isla Wellington, pero no me fue posible.
Quise ver a las grandes ballenas, pero, desde allí, no me alcanzó la vista.
Es imposible pensar que no se seguirá escribiendo Poesía en el futuro. Se escribirá y leerá más, porque probablemente será más necesaria aún que ahora.
Su sufrimiento, su amarga carencia, su echar de menos a alguien, es el signo de un corazón que todavía no se ha muerto, que está vivo y palpita, ansiosa y vehementemente.