Mario Crespo | 12 de diciembre de 2019
Se cumplen 60 años de la muerte del actor australiano Errol Flynn, una de las grandes estrellas del cine de aventuras. Su vida fuera de la pantalla también estuvo llena de peripecias y podría inspirar un guion del género de capa y espada.
Sidney, 1925. El joven Errol Flynn, de diecisiete años, entra en el despacho del director de su colegio. Acaba de protagonizar una pelea a puñetazo limpio con un compañero, la última de muchas faltas de conducta. “Usted no produce más que problemas. No sé lo que necesita, joven, pero sea lo que sea no lo encontrará en este colegio. Tiene tres horas para recoger sus cosas e irse para siempre”. El director, que pronosticó a su pupilo un brillante futuro en el sistema penitenciario, no imaginaba lo que iba a ser el responsable de una vida llena de aventuras: al poco de abandonar el centro, Flynn encontró un anuncio que ofrecía empleo como buscador de oro en Nueva Guinea y no dudó en embarcarse.
Hijo de un distinguido biólogo y de una dama de la alta sociedad, Flynn había nacido en la isla de Tasmania, donde su padre se dedicaba al estudio de la extraña fauna local. “Voy a experimentarlo todo”, prometió en una carta cuando era veinteañero. “Quiero aprender todo lo que la vida tenga que enseñarme y, sobre todo, no quiero morir pensando que no he vivido”. Lo cierto es que su extravagante currículum dejó pocos ámbitos sin explorar: además de buscar oro, fue boxeador olímpico, contrabandista de diamantes, traficante de esclavos –o algo sospechosamente parecido-, dinamitero, novelista y corresponsal de guerra.
Pero su fama, claro, llegó con el cine. Después de algunos papeles secundarios, en 1935 la Warner le ofreció sustituir a un convaleciente Robert Donat como protagonista de El capitán Blood, una película de piratas. Le acompañaba en el reparto una joven Olivia de Havilland, en lo que fue el principio de una larga lista de colaboraciones entre ambos y de una extraña amistad. “Yo debía de desagradarle por mis provocaciones, porque puse en práctica bromas muy escandalosas. Una vez, cuando fue a ponerse las bragas, encontró una serpiente muerta en ellas”, explicó el australiano en sus memorias.
Flynn protagonizó 54 películas, incluyendo algunos de los mejores títulos del género de aventuras de todos los tiempos: Robin de los Bosques, La carga de la Brigada Ligera, El halcón del mar, El príncipe y el mendigo o Murieron con las botas puestas son algunas de las más destacadas. Fue un actor mucho mejor de lo que algunos piensan. Es memorable, entre otras muchas, la escena en la que arenga a sus compañeros en el bosque de Sherwood, pidiendo la ayuda de “buenos soldados, buenos arqueros y buenos luchadores”.
En 1936, mucho más por ansia de aventuras que por interés ideológico, visitó nuestra Guerra Civil como corresponsal y para apoyar a las tropas republicanas. Para entonces ya era una estrella fulgurante. Le acompañaba como fotógrafo un oscuro personaje que había conocido en Nueva Guinea y que estaba afiliado al Partido Nazi. Parece que las fotos que tomó de la Brigada Internacional Thelemann acabaron en manos de la Gestapo, y algunos han acusado a Flynn de participar conscientemente en la operación de espionaje, aunque no parece muy probable: nuestro hombre, desde luego, carecía de la discreción y la templanza exigibles en el gremio.
Fanfarrón, sinvergüenza y siempre impecablemente vestido, Flynn fue una especie de Gran Gatsby en el Hollywood de la edad de oro. Las fiestas en su mansión y en su yate eran legendarias por sus excesos y su disipación moral. Alcohólico, adicto a varias drogas, el australiano tuvo incluso que someterse a un juicio por estupro de dos jóvenes, del que salió absuelto por un jurado mayoritariamente femenino. Aunque la acusación parecía interesada, el proceso, ampliamente explotado por la prensa sensacionalista, arruinó su imagen de galán intachable. En su camino hacia el abismo le acompañó Ernest Hemingway, una pésima influencia y un competidor en la lucha por coleccionar las anécdotas más locas. El novelista, por cierto, le partió la cara en un bar de Barcelona.
Flynn intentó combatir en la Segunda Guerra Mundial, como hicieron James Stewart o Clark Gable, pero no fue aceptado porque sufría tuberculosis. Harto de las películas de capa y espada e incapaz de conseguir papeles más serios –afortunadamente para él, nadie se lo imaginaría en un rollo de arte y ensayo-, y más dedicado a conquistar jovencitas que a trabajar en su carrera, vio cómo su fama y su fortuna se consumían muy rápido.
En sus últimos años, su cara comenzó a reflejar todos sus excesos, como si a Dorian Grey se le hubiera arruinado el retrato. En un postrer arranque de genio, se plantó en la sierra cubana para conocer a Fidel y se convirtió en un propagandista convencido de la revolución, que, según él, jamás iba a desembocar en el comunismo. Siempre le perdió la alergia al aburrimiento: “Vivir, he vivido muchísimo”, escribe en el último capítulo de sus memorias, “comiéndome el mundo como un glotón, y no creo que sea egolatría sugerir que pocos de los que han vivido en este siglo han tragado más mundo que yo”.
Incapaz de mantener ninguna relación valiosa –sus tres matrimonios acabaron como el rosario de la aurora-, asediado por tragedias familiares, el actor murió a los cincuenta años de un infarto, durante un viaje a Vancouver. A su entierro, a las afueras de Los Ángeles, no asistió casi nadie. Obviamente, su biografía no es digna de ser incluida en un libro de vidas de santos, pero cuesta pensar que el hombre que fue Robin, Custer o el corsario Blood, el que nos enseñó a desenvainar la espada con justa causa y a proteger a las damas desvalidas, no muriera redimido por la aventura.
Es más fácil sumarse a la hipercrítica y convertir a los políticos en chivos expiatorios que transformar los problemas colectivos en oportunidades.
Cada temporada se compone de unos porcentajes, más o menos estables, de obras maestras, filmes interesantes, títulos para pasar el rato y bodrios absolutos, con todas las categorías intermedias que se quieran establecer.