Armando Pego | 13 de junio de 2021
La lectura de los poemas de juventud de Dante es, sin duda, ardua y las satisfacciones que puede deparar resultan en apariencia nimias en relación con el esfuerzo que requiere.
El día de Año Nuevo quise estrenar mi conmemoración del séptimo centenario de la muerte de Dante Alighieri con una de esas ligeras encuestas, poco representativas, con que Twitter aporta su granito de arena a la democratización estadística, tiránica e igualadora, de cualquier debate, desde la opinión sobre el concebollismo de la tortilla de patatas a la validez del argumento ontológico de san Anselmo.
Así que planteé a mi TL qué obra (re)leería para recordar esa fecha redonda. Di a escoger entre la Divina Comedia, la Vita nuova, De Monarchia y… las Rimas. Por descontado, la canonicidad del viaje al ultramundo triunfó con indiscutible superioridad. En cambio, me maravilló -y me conmovió- que unos pocos participantes, que podían contarse con los dedos de una mano, mostraran su voluntad de visitar la poesía juvenil de Dante.
Comoquiera que hace unos meses acepté gustoso la invitación de la redacción de El Debate de hoy a participar en su especial Centenario Dante alrededor de la Divina Comedia, permítanme ahora acabar de rendir a las Rimas este homenaje que desde entonces he considerado pendiente.
Leer la Comedia es una deuda de cultura que jamás se consigue satisfacer del todo. Con la Vida nueva -donde, según Julio Martínez Mesanza, «en realidad Dante, para mayor gloria suya, es el máximo exponente de la cultura medieval»– se tiene contraído un pago que suele diferirse. Adentrarse en las Rimas es literalmente un acto de amor. Gozándose en su verdad, casi de manera paulina, un lector dichoso «todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta» (1Cor 13,7).
La lectura de los poemas de juventud de Dante es, sin duda, ardua y las satisfacciones que puede deparar resultan en apariencia nimias en relación con el esfuerzo que requiere. Es comprensible que suela pasarse de largo sobre tal sucesión de sonetos, canciones y baladas, como quien mira un paisaje desde la ventanilla de un tren de alta velocidad. Demorarse en ellas proporciona, a cambio, una intimidad alegre y exigente que permite sentir, apegada a su fermento, la fuerza poética del compañero de viaje de Virgilio.
En su extraordinario libro Dante, poeta del mundo terrenal (1929), Erich Auerbach descubría en la sintaxis de su lírica juvenil un elemento tan nuevo que confiesa no saber definirlo sino diciendo que «el pensamiento, gracias a su articulación, se ha convertido en melodía». He ahí la clave de la modernidad más radical del medievalismo dantesco. El Amor que mueve el sol y las estrellas despliega el universo real de los ritmos, los metros y los periodos que la investigación poética de Dante persiguió sin descanso y con un rigor sobrenatural durante toda su carrera.
Desde el aristocratismo provenzalizante del Stil nuevo a la madurez desengañada del güelfo en el exilio, la poesía de Dante, como también la filosofía de santo Tomás de Aquino, integró la enseñanza de la Antigüedad en la formación de una voz absolutamente singular. La narratividad de la Vida nueva alcanza su precisión y su más alto vuelo en la Comedia. Su búsqueda es indisociable del aprendizaje mediante esa forma incompleta, ágil, nerviosa del ensayo de cancionero que son las Rimas.
Adentrarse en las ‘Rimas’ es literalmente un acto de amor. Gozándose en su verdad, casi de manera paulina, un lector dichoso «todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta»
No puede renunciarse a ellas sin cegar la fuente de esos tres rasgos que el mismo Auerbach destacaba como los pilares de la estricta coherencia de la obra dantesca, basada no en un carácter racional, sino en la visión que guía todo su itinerario y cada una de sus jornadas: realismo, invocación y unidad. La propia organización interna de los poemas, dispersos y siempre por reconstruir, muestra que en todo poeta existe la aguda conciencia de que su obra cabría en un verso y que, aun en el desacierto de un simple encabalgamiento, quedaría comprometida su consumación.
Un lector podría pasar las hojas de las rimas sospechando que no son sino meros ejercicios retóricos y de estilo, sublimes si se quiere en algunos casos concretos, pero que responden tan solo a un trabajo de taller. A veces, puede reconocerse en una estrofa o en el orden en que se dispone una sola palabra la intuición de un desarrollo posterior. Aun a tientas, este conocimiento le seguirá revelando el secreto de la energía que sostiene la producción entera de Dante.
Bien puede decirse que la grandeza del autor de la Comedia consiste en que nunca guardó para sí su sabiduría. Entre un amigo desconocido de su círculo florentino y san Bernardo y Beatriz en el último cielo, el poeta nunca cesó de crear en conversación con unos y con otros, elegidos o condenados. Se alza como una figura siempre presente entre épocas y entre mundos, contemporáneo tanto de Virgilio o de Guido Guinezzelli como de T. S. Eliot. Sobrepasados, cualquiera de sus deslumbrados lectores no deberíamos declinar su rigurosa –y cálida- invitación: «Voi que savete ragionar d’Amore, / udite la ballata mia pietosa».
La Divina Comedia y sus lecturas como pilar de los homenajes a Dante en el VII centenario de su muerte. El Purgatorio y la amistad como punto de partida.
Viajes trágicos como los de «Hamlet» o el monstruo de «Frankenstein» nos recuerdan, pese a todo, los lazos culturales del continente.