Armando Pego | 13 de septiembre de 2019
Un encuentro entre san Bernardo de Claraval y José Jiménez Lozano en busca del sentido de renunciar a todo «excepto al arte de escribir bien».
Frente a los tornados educativos que nos asedian clamando por las innovaciones tecnológicas, por el desarraigo de la memoria que no sea la oficial y por el culto narcisista a la enseñanza colaborativa, no pocos hemos decidido cobijarnos bajo el amparo de la figura penate del maestro. Entre los cascotes de la infancia perdida, de su mano descubrimos en la adolescencia mundos que, de tan desconocidos, deslumbraban nuestras ansias de realidad, fuese estética o matemática. Escondidos, aun clandestinos, sus sucesores no dejan de seguir obrando esa maravilla…
Absorbidos a menudo por la melancolía más que por la nostalgia, a los años les es otorgado también a veces un don raro. Aventurándose por cañadas oscuras, ya adulto, uno escucha de repente la voz de un maestro imprevisto que se desliza a su lado con una agilidad callada. Llega justo a tiempo de sostenernos frente a la tentación del escepticismo propio de la madurez. Cierras entonces los ojos y percibes, adensada, la oscura noticia de que nada, nada, nada debería poder apartarte de ese misterioso y cierto camino.
Decía Gaston Bachelard que uno siempre llega a ser joven demasiado tarde. Reconozco solo ahora la presencia de ese maestro, que él preferiría llamar escritor secreto y cuya aspiración testimoniaba así en una conversación con Gurutze Galparsoro: “Que sus libros se encuentren con alguien o ese alguien con sus libros en un plano de intimidad profunda, de apasionamiento, de compañía”. ¿Es preciso dar el nombre de este autor ante la comunidad de sus rendidos admiradores? Sin duda. José Jiménez Lozano.
Como no deja de suceder con el milagro de la auténtica literatura, su escritura ilumina con un extraño fulgor las preguntas que, aunque apenas sepa balbucear, uno no cesa de abordar. La gramática es una cuestión muy honda, muy verdadera, de belleza. Requiere, en ocasiones intensas, incluso su tiempo y su lugar.
Durante una estancia en el monasterio de Santa María de Poblet, entre maitines y laudes y después de completas, me enfrascaba media hora en las páginas de la Guía espiritual de Castilla (1984). Luego me asomaba a la ventana de la celda. A veces la niebla apenas dejaba ver el cimborrio que se recortaba en una esquina. Las noches, de una nitidez estrellada, permitían contemplar el cielo como una partitura de Francisco Salinas. ¿Podría desde entonces no echar de menos los sonidos del búho y la corneja entre los primeros resplandores de la noche y las últimas sombras del nuevo día?
En la letra de un sucesor de los solitarios de Port-Royal encontré, al fin, una lección necesaria de por qué san Bernardo de Claraval, en palabras de Étienne Gilson, “renunció a todo, excepto al arte de escribir bien”. Esa excepción resulta la renuncia más radical a lo que el éxito suele reclamar como su precio más amable: aparentar que se redacta con ingenio. ¡Quién consiguiera tal humildad!
¿Es indispensable simular el espejismo de un Claraval estilizado que refleje el aura rigurosa de Port-Royal para intentar transmitir una experiencia de comunión atenta a un sentido que la desborda? De camino al trabajo, o bajo el foco de una luz led ante un escritorio, acontece más de una vez silenciosamente. Y es bueno que sea así. Tal vez solo entonces estas líneas acierten…
‘Es pura y sincera, cuando el polvo de las preocupaciones terrestres no puede mancharla’San Bernardo de Claraval sobre la plegaria nocturna
En aquella estancia holandesa, tan real como imaginaria, donde dialogaba con Galparsoro, Jiménez Lozano citaba unas palabras de san Bernardo sobre la plegaria nocturna: “… se hace más libre y más pura. Es agradable y luminosa, está teñida del rojo del pudor. Es sosegada y tranquila, cuando ningún ruido viene a interrumpirla. Es pura y sincera, cuando el polvo de las preocupaciones terrestres no puede mancharla”. Concluía el autor de Historia de un otoño (1971) con el siguiente comentario: “Me imagino que san Bernardo no tendría mayor inconveniente en trasladar, como yo hago, ese elogio de la plegaria nocturna a la lectura nocturna. Ninguno”. De un humanismo íntegro, a caballo del tiempo, entre los espacios de sus palabras, ¿quién podría dudar de que estaba conversando en plena contemporaneidad con aquel “místico reaccionario y exquisito, que solo buscaba lo esencial”, como él mismo lo había definido?
Entre la plegaria y la lectura he venido hilando los retazos de estos recuerdos, en busca de algunos ecos de aquella verdad desnuda que solo las ficciones pueden hacernos soportables, justo como la que el solitario de Alcazarén ha venido entregando con apasionado compromiso a sus lectores desde hace más de cincuenta años.
Acostumbro a decirme que, a imitación del maestro José Jiménez Lozano, en cuya casa cuelga el rótulo de Petit Port-Royal, en el umbral de la que tal vez no logre ver construida quisiera grabar en letras desnudas y apaisadas la leyenda de Petit Clairvaux. No sean severos si he procurado ensayar aquí sus primeros trazos.
Armando Pego Puigbó (1970) es profesor universitario. Inspirado por la amistad literaria entre Dante y Guido Cavalcanti, ha desarrollado un proyecto literario cuya estética ha denominado “stilnovismo claravalense”, a través del blog Donna mi prega. Bajo el título general de Trilogía güelfa (Sevilla, 2014-2016), ha publicado en tres volúmenes una selección de sus entradas sobre poética, política, pedagogía y religión.
Muy pocos resisten a las transformaciones que va experimentando una biblioteca, que es un ser vivo. Alguien que ve un sistema planetario en unas motas de polvo es alguien que ama la vida y quiere comulgarla.