J. A. González Sainz | 13 de diciembre de 2020
En Tercer acto, Félix de Azúa no tiende al lector la trampa de decirle que lo que va a leer es lo que él ha visto, lo que va a poner ante sus ojos es justamente la conciencia de las trampas de la visión.
Un narrador, poco importa al cabo si con mucho o poco parecido con el autor, va recogiendo en la última extraordinaria novela de Félix de Azúa, Tercer acto, una larga ristra de imágenes de su vida desde los umbrales de un tiempo que se agota. Las imágenes acuden, brillan un momento y dejan el paso a otras, se quitan la delantera unas a las otras anticipándose o bien se recatan; algunas son tozudas, otras escurridizas, llegan de sopetón a veces (como la tan temida de la muerte de la madre) y a otras el narrador las tiene que invocar, que rastrear o sacar de sus escondites; son imágenes de su vida transcurrida (sobre todo con el grupo de amigos) y asimismo del transcurso de las ideas por su vida (y por las de los amigos), también representaciones de la pintura, tal vez mejor forma de poder acceder a lo incomprensible.
Con el conjunto de todas ellas, entrelazándolas al modo de una compleja y sugestiva constelación, el narrador compone su conciencia del mundo y de sí mismo, de nuestro país y nuestra historia reciente sobre la base de que, muy por encima de lo que se ha visto, está la conciencia que ha producido lo que se ha visto. Sin producción de conciencia, tanto en el escritor como luego en el lector, no hay obra de arte que valga. Así pues, el narrador de Tercer acto no le tiende al lector la trampa de decirle que lo que va a leer es lo que él ha visto; en realidad —en la realidad de la ficción—, lo que va a ponerle ante los ojos es justamente la conciencia de las trampas de la visión.
Tercer acto
Félix de Azúa
Literatura Random House
224 págs.
18,90€
La narración, que va desarrollándose en secuencias salteadas de unos tintes más cómicos e irónicos en las primeras escenas, que van virando poco a poco a trágicos hasta el magnífico y revelador final, tiene como verdadero protagonista, más que al narrador, al grupo de los amigos de juventud; y aun eso sería en buena parte erróneo, pues, si echamos buena cuenta, el verdadero protagonismo lo encarnan en el fondo (eso es, lo encarnan, y aun lo reencarnan) el conjunto de ideas, de representaciones, de fascinaciones y alucinaciones que ese grupo de amigos profesa en todos los sentidos de la palabra —también como profesores— y que les hizo ser lo que fueron y componer una ficción de realidad que ahora, en este texto, cierra su círculo con la realidad de su ficción.
Como abanderados —apelativo que, en buena parte, debiera ya sustituir al de profesores y, por extensión, al de los comunicadores y «conductores» de programas de «contenidos»—, ese grupo de amigos de la novela, que es una muestra de su generación y de las generaciones colindantes, de esas que, con pompa ya grotesca, se siguen llamando antifranquistas, ha sido sin ambages, según la conciencia del narrador, deletéreo. «Hicimos mucho daño», dice, y esa conciencia del daño producido a propios y ajenos, y de la larga sombra de sus secuelas en la España actual, aletea a lo largo de la tragicómica meditación que es toda la narración.
Quizá ese grupo de amigos y esas generaciones se lo pasaran o nos lo pasáramos bien, hubo más fiestas, más viajes, más ciudades y sexo y alucinógenos, hubo más aprecio por lo que se pretendía ser y por lo que se deseaba y por las búsquedas metafísicas y las metafísicas de las búsquedas con una fe en la vida que, de haber leído quizá bien a Machado, se hubiera visto que, bajo capa justamente de lo contrario, más bien podía ser «fe en el morir», «pobre alegría» y «pura fe en el morir»: «Yo, como Anacreonte,/ quiero cantar, reír y echar al viento / las sabias amarguras / y los graves consejos,/ y quiero, sobre todo, emborracharme,/ ya lo sabéis… ¡Grotesco!/ Pura fe en el morir, pobre alegría,/ y macabro danzar antes de tiempo».
Las imágenes que se narran en Tercer acto provienen de distintos momentos históricos cuyos años dan título a cada uno de los capítulos, como cuentas numéricas de un collar tan bello como asfixiante (la muerte por asfixia, por falta de aire, se repite y repite): las primeras imágenes vienen de los años sesenta del pasado siglo y luego de los setenta (las décadas de la juventud de los personajes en las que echa sus cimientos todo el ruinoso edificio en el que ahora habitamos), y luego ya proceden de varios momentos de este mismo siglo (del edificio ruinoso). Son las más, imágenes de merodeo físico y mental, de peregrinación, de búsqueda, pero sobre todo de búsqueda de la imagen que cada uno quería darse de sí mismo y del mundo, es decir, de las poses presuntamente más apuestas ante el espejo del mundo.
En el fondo, y aunque el cine aparezca poco en la novela de Azúa, a diferencia por ejemplo de la pintura o la filosofía, algo parecido a lo que a mi entender anticipa La dolce vita de Fellini (o mejor, de Flaiano y Fellini). Una dolce vita un poco más tardía y a la española, es decir, más divertida y a la vez más tremenda. La dolce vita es de 1960 y en ella, siempre a mi entender, se plasma ese gran trompicón de la historia —muchos dirán paso o salto o zancada— que consiste en estirar hasta más allá de lo estirable el fingimiento, la vaciedad e inconsistencia y apariencia barrocas: las acciones se convierten en puras actuaciones o representaciones, el estar en posar, el ser en hacer ver o llenar tiempo, los hechos dejan de existir en sí y se transforman en noticias, las personas en espectadores o bien en comparsas, las cosas en imágenes y los lugares en escenarios: todo sustituible, indistinguible, compatible, cualquier cosa vale cualquier otra, es decir, todo carece de valor. Al final de la película, unos pescadores que sí trabajan en algo concreto sacan del mar un extraño y monstruoso animal incomprensible ante el que el grupo de amigos escenifican sus poses y sus banalidades.
Pero el paso más allá que da Azúa en Tercer acto es de mayor calibre, señala las nefastas consecuencias de todo ello —de todo ese gran jolgorio de las costumbres y las representaciones o, como indica repetidas veces, de esa especie de grotesco entierro de la sardina en que había caído y cae siempre el país— y deja entrever el fondo tal vez de la cuestión. En primer lugar, todo se produce sobre un escenario, igual da que sea un bar, una casa o una cueva en un acantilado frente al crepúsculo, porque los lugares son escenarios y los individuos, encarnaciones de personajes de ficción y encarnadores de ideas. De este modo, no se habla tanto de juventud como de primer acto, no tanto de madurez como de segundo acto y así hasta el tercero y definitivo. Sobre las tablas del teatro, y contra grandes panoramas de mares —o de bares— o arriscadas cuevas en acantilados, de viajes reales y alucinatorios y ciudades populosas, tienen lugar las más tediosas o divertidas representaciones, que son acciones, sí y actos, pero sobre todo ideas e ideales. Podían parecer grandiosas y sin duda algo de ello había, pero tras el primer acto la representación empieza a cobrar sus verdaderos tintes y dejando su reguero de verdaderas víctimas. La tragicomedia, el género específicamente español, toma las riendas de la representación y, al final, evaporadas las ínfulas románticas, aparece lo valioso de siempre trágicamente echado a perder, un breve momento de unión verdadera al amor de las personas y las cosas.
Ahí está, de nuevo a mi entender, lo que Azúa pone de relieve: era, es, romanticismo, el de bisutería y el auténtico, el que en el fondo alienta en los personajes, en el personaje del maestro o en el central de Josean, el gesto y la representación romántica del gran contradictor, del gran transgresor, del gran viajero de la noche, del gran guerrero, del nuevo mío Cid por extraño que parezca, del que viene al mundo con su tabla rasa del mundo. Es romanticismo ese tentar de Josean a los abismos a ver si se sube a las alturas celestiales o bien se hunde en los despeñaderos del infierno si un ángel no te sale al encuentro. Romanticismo del puro, del duro, anhelo infinito, reto infinito y pose también infinita, pero a la española, no con la presunción italiana por ejemplo, sino con soberbia, con la desordenada excelencia que se corteja a sí misma con orgullo y pretende volar en compañía de la verdad despreciando el aire en contra, porque él y sólo él es el único y diabólico aire en contra.
La filología de Azúa nos pone ante los ojos nuestra colosal tragicomedia y la culpabilidad de las ideas que se repiten degradándose cada vez más en sus propias heces
Romanticismo, todavía romanticismo y romanticismo de nuevo, como otra vez ahora y ya sin la menor grandeza siquiera, el mismo romanticismo que Victor Klemperer, un modesto filólogo alemán, escrutó con esmerado tesón como causa de los peores males políticos, y Nietzsche, otro filólogo, tildó en el fondo de enfermedad. La filología de Azúa nos pone ante los ojos en esta obra magistral de la responsabilidad —«puedo decir», «debo decir», así comienzan varios párrafos— nuestra colosal tragicomedia y la culpabilidad de las ideas que se repiten degradándose cada vez más en sus propias heces, como los finales de las grandes fiestas y las grandes alucinaciones.
«Hay dos modos de conciencia —escribió también Machado—:/ una es luz, y otra, paciencia./ Una estriba en alumbrar / un poquito el hondo mar; /otra, en hacer penitencia / con caña o red, y esperar el pez, como pescador». Una es «la conciencia de visionario»; la otra «esa maldita faena / de ir arrojando a la arena, / muertos, los peces del mar». A lo mejor, en su primer acto, en esos sueños de los que acusa al narrador su amigo Josean, Azúa creyó que su conciencia era la primera, la luz del visionario; en esta soberbia narración, narración de historias y narración de ideas, de un nada soberbio narrador, más bien se ve el segundo modo de la conciencia, el de la paciencia penitente del pescador, la «maldita faena».
Siendo indiscutible que tematiza la lucha entre el bien y el mal, la libertad y la (in)justicia o la Ley y la Gracia, Los hermanos Karámazov entabla sobre todo un Juicio a la Creación entera.
La mejor manera de ganar la batalla cultural es no librándola. ¿Por qué? Porque batalla cultural significa violencia disfrazada de cultura.