Aquilino Duque | 14 de junio de 2020
Nuestro hombre en la CIA es un libro que habla de ciertos movimientos intelectuales en la España de los sesenta, con Pablo Martí Zaro como hilo conductor.
Si hay un libro cuya aparición haya encendido todas mis luces rojas en los últimos tiempos, es el titulado Nuestro hombre en la CIA, de Iván Vélez, arquitecto de profesión, «lancero libre» de la historiografía a quien hay que agradecer que, en unión de otros estudiosos beneméritos, haya hecho frente a esa leyenda negra en la que tanto se han regodeado en los últimos lustros la casta política de la democracia y sus «intelectuales orgánicos». Y es que tanto los personajes de esa obra como sus peripecias me son familiares y les debo mucho en todo lo más provechoso y hasta divertido de una vida y una vocación de las que no puedo quejarme.
El hilo conductor del relato y que da título al libro es Pablo Martí Zaro, a quien conozco desde que, en uno de mis viajes a Madrid desde Ginebra, donde yo residía en aquellos años del sexto decenio del siglo, me lo presentó Dionisio Ridruejo como colaborador suyo y hombre además interesado en el teatro, género en el que también yo trataba de abrirme camino por entonces y en el que no perseveré. Algo mejor se me daría otro género: el memorialismo, en el que hube de abordar, junto al tema taurino y al flamenco, el político, que ya había rozado en la novela.
Nuestro hombre en la CIA
Iván Vélez
Ediciones Encuentro
324 págs.
23,08€
En Ginebra me vi rodeado de «españoles de ambos hemisferios», bastante politizados los de nuestra península. Yo no me libré ni mucho menos de la escarlatina juvenil, puesta al día por la Revolución cubana, y algo atemperada por los dos polos de mi bienio madrileño entre los miércoles de la librería Ínsula y el bar del Instituto de Cultura Hispánica.
El caso es que ya tenía entre mis credenciales un par de composiciones en la antología España canta a Cuba, publicada en París por Ruedo Ibérico. Por fortuna, la afición a la amena literatura y, muy en concreto, a la de Gabriel Miró y Valle-Inclán en la narrativa española, me reforzó los anticuerpos que con el tiempo me permitirían una curación progresiva por la vía del humor.
El hecho es que, en 1966, aparecieron mis dos primeras novelas con las que, como dije en su día, rendía homenaje a don Ramón del Valle-Inclán en el centenario de su nacimiento. En una de ellas hay un personaje llamado Afrodisio Aviranaga, apellido que debo a mi compañero de trabajo en la OMS Alejandro Sancho, hijo del capitán de Ingenieros Alejandro Sancho Subirats que, con Ramón Franco, Companys y otros había conspirado en Barcelona en tiempos de la «Dictablanda» de Berenguer, siendo director general de Seguridad el general Mola, con el que había servido en Marruecos. Madariaga, a quien había conocido en Oxford y posteriormente saludado en Viena, en una librería de la Kärtnerstrasse, se movía entonces entre Europa y América, como Aviraneta en su día entre Francia y España, en un frenesí conspiratorio que, a nuestro juicio, el de Sancho y mío, era a la política lo que a la literatura el «arte por el arte».
Desde comienzos de los años sesenta, lo que en otros era obsesión política era para mí un espectáculo y, si mis obligaciones laborales me lo hubiesen permitido, habría hecho una escapada a Múnich para asistir al célebre Contubernio donde, además de reunir material para mi «obra en marcha», me ilusionaba encontrarme con Ridruejo, a quien saludé por vez primera en Madrid a los postres de una cena a la que me llevó mi entrañable José Luis Cano, celebrada en el restaurante Zarauz, en honor del poeta dizque católico Pierre Emmanuel, representante del Congreso por la Libertad de la Cultura.
Con Emmanuel me reuní varias veces, en Madrid, en París, en Ginebra. En un almuerzo en Casa Anselmo, no lejos de la sede de Seminarios y Ediciones, se hablaba de los estudios del entonces príncipe de España y él sugirió que sería buen tema para una pieza teatral. No sé si fue ese mismo día cuando lo acompañé al Museo del Prado y luego, por así decir, lo invité a desayunar en un café de Recoletos. En París fue él quien me invitó a comer en su elegante domicilio en Rue de Varenne, creo recordar, y me presentó a su esposa, una joven vietnamita que solo apareció, muy vestida de calle, y se despidió, pues tenía otros planes.
El día de Casa Anselmo, alguien comentó que yo me había casado o estaba a punto de casarme y él dijo, con cierta tristeza resignada, que el matrimonio era al fin y al cabo una experiencia más en la vida. No recuerdo si fue él quien me acompañó a la sede de Cuadernos, donde Dionisio recaló brevemente a raíz del Contubernio y conocí a Ignacio Iglesias y a Francisco Farreras. La última vez que nos vimos fue en unas Rencontres en la Universidad de Ginebra, en las que habló el físico Oppenheimer.
Dionisio ha sido, con Octavio Paz, una de las personas del mundo literario con quien mejor he creído sintonizar. Con ambos estaré en deuda mientras viva. Por eso me duele leer frases suyas como las que se citan en este libro, que explican y confirman algo que otro gran amigo suyo, Juan Ramón Masoliver, me dijo cuando hablábamos de los primeros traspiés de la Transición: «Menos mal que Dionisio murió a tiempo, porque si no, habría hecho todavía muchas tonterías». La única que vez que me aconsejó, por carta, que por qué no me ponía yo a militar, añadía: «Me dirás: ¿dónde? Y te diré: contigo mismo y con los que están consigo mismos». Más arriba me decía: «Siempre somos los mismos trescientos que, como en un tiovivo imaginario, nos vamos intercambiando la representación del pluralismo secreto del país».
De que la CIA estuviera detrás de estas actividades y las influyera a través de diversas fundaciones ya se venía hablando, según se dice en este libro, desde 1967
Creo que fue a la salida de uno de aquellos tiovivos, en un hotelito del Viso madrileño, cuando me presentó Dionisio a su colaborador Pablo Martí Zaro, ante quien con toda seguridad ya debía de haber hecho grandes ausencias de mi persona. Al cumplirse el año de la muerte de Dionisio, publiqué yo un largo artículo sobre él en el diario Informaciones, reproducido en el trabajo que le dedico en el libro Memoria, ficción y poesía, y Pablo fue uno de los primeros en felicitarme.
No tardaría en recibir una llamada suya, invitándome a unos coloquios que se iban a celebrar en Lisboa. Coincidí allá, entre otros, con Luis García San Miguel, el vasco Carlos Santamaría y los catalanes Rubert de Ventós y Ricard Salvat. Leí una ponencia en la que Ventós me reprochó un exceso de adjetivaciones, pero mi mayor aportación fue a través de la poesía, mi refugio durante los debates. En una de las poesías que leí, todas de asunto portugués, aludía al mito de don Sebastián y a los «altos infantes» de que hablaba Camoens, de quien por entonces yo traducía Os Lusiadas. El que aquí no estuvo muy de acuerdo fue el donostiarra Carlos Santamaría, profesor de Matemáticas de Juan Carlos en el palacio de Miramar, como tampoco lo estaba con mi idea de que mi trabajo de entonces sobre el Coto de Doñana fuera una metáfora de la defensa de España.
En marzo de 1978, dos años después, Pablo me volvió a llamar para convocarme, esta vez a Salamanca. Ya conocía algunas ponencias y, en particular, la de Caro Baroja no me hizo mucha gracia. También en esos días murió mi padre y no estaba para muchas alegrías. Pablo insistió y por fin me puse en camino. Esta vez, aparte de los mencionados, estaban Joaquín Ruiz-Jiménez, Gonzalo Torrente Ballester, a quien di las gracias por una beca de la Fundación March en la que fue jurado, Antonio Tovar, que me dijo estar reseñando un libro de versos mío, el etarra Emparanza (a) «Txillardegui», un catalán lector de catalán en Cerdeña, un grupito de gallegos de rellano de escalera, etc.
No recuerdo si fue en Salamanca o en Lisboa donde el amigo Salvat, muy firme en lo de que Cataluña era una «nación», me preguntó cómo era que no había ido en Roma a su escenificación de Noche en el Museo del Prado, de Alberti. Presidía Tovar, que reprendió de malos modos a García San Miguel, que tuvo la malhadada idea de abogar por el centralismo. Se leyeron textos en diversas germanías peninsulares: bable, castúo, panocho, portugués macarrónico, etc., y abrió plaza Francisco Candel, que lo hizo en charnego. ¡Cómo sentí no haber traído el recorte de un texto en caló del amigo Manolo Barrios reproducido en ABC de Sevilla, para subir al estrado! Habría acabado con el cuadro. Ruiz-Jiménez citó a un romántico alemán que hablaba de «la madre patria» y, a una pregunta mía en el almuerzo, me aclaró que, en efecto, el tal, creo que Hölderlin, había escrito Mutterland y no Vaterland. Caro Baroja no acudió por fin y tampoco lo hizo Julián Marías, de quien Pablo me dijo que se preocupaba demasiado por la inclusión de la palabra ‘nacionalidades’ en la Constitución, detalle inocuo y baladí. Yo llevaba esta vez una ponencia, en la que me había asesorado con José Luis Comellas y, visto el panorama, se la mostré previamente a Pablo, quien me desaconsejó su presentación.
Siempre somos los mismos trescientos que, como en un tiovivo imaginario, nos vamos intercambiando la representación del pluralismo secreto del país
De que la CIA estuviera detrás de estas actividades y las influyera a través de diversas fundaciones ya se venía hablando, según se dice en este libro, desde 1967, y por eso, el pérfido corresponsal de Le Monde en Madrid, José Antonio Novais, le puso a Pablo el remoquete de Pablo Martí CIA. La fugaz aparición de un exembajador norteamericano en el hotel en que parábamos en Lisboa la vimos algunos como un indicio de lo que era el secreto de Polichinela.
Pablo debió de hacer frente en solitario a las dificultades económicas de la aventura de Seminarios y Ediciones. No voy a abundar en lo que se dice en este libro al respecto. En aquellos tiempos, yo paraba en Roma o en Ginebra más tiempo que en Madrid. Cada vez que pasaba por la capital no dejaba de buscarlo, aunque solo fuera para tomar una copa. Una vez, nos citamos en un bar de la calle de la Princesa, pues yo iba a comer con Rosales, que vivía en Altamirano. Recuerdo que le dije, y me lo tomó de buen talante, que yo no tenía prejuicios democráticos.
La última vez que lo vi me dio la triste noticia de la muerte de su mujer. Me trajo en auto hasta la glorieta de Gregorio Marañón y, al despedirnos, como se acercaba el fin de año, se me escapó un inoportuno «feliz Año Nuevo», que él me agradeció con tristeza. No volví ya a saber de él hasta que Rafael Borràs, al revisar el manuscrito del medio libro que me encargó sobre el conde de Barcelona donde mencionaba a Pablo, me dio la noticia de su fallecimiento.
Cuando trataba de publicar una recopilación de artículos, Pablo me brindó la colección Hora H, de Seminarios y Ediciones. Solo me pidió que, al pie de cada trabajo, pusiera la referencia del medio en que había aparecido, y eso me echó para atrás. Ese primer librito mío, que se abría por cierto con la reseña de un libro del italiano Gian Battista Angioletti, Tutta l´Europa, de los enviados por el Congreso por la Libertad de la Cultura, saldría por fin, qué coincidencia, con el sello de Ediciones Encuentro y con el título de La idiotez de la Inteligencia.
Hay que felicitarse de que una plaga como la presente haya irrumpido en nuestra patria con la siniestra en el poder. Lo malo es que, una vez más, cuente con la complicidad de la derecha vergonzante.
Si salimos con bien de este aviso de la Creación, no sería mala idea celebrarlo con un «Te Deum», como aquel de la plaza de España de Barcelona en enero de 1939.