Armando Zerolo | 14 de septiembre de 2021
Detrás del ruido que deshace el mundo y que incrementa el caos, bajo la queja, el lamento y el resentimiento, suenan nuevas melodías para las fiestas de siempre. Tenemos poetas, como Josep María Esquirol, que saben ponerle letra a la canción.
¿Cómo hablar sin esperanza de esta época que nos ha tocado vivir si en el ambiente flotan palabras como las de Josep María Esquirol? Ha escrito un libro, Humano, más humano. Una antropología de la herida, que es la oración de las horas de nuestros días, la voz de la esperanza y la letra para que la cantemos a coro sus lectores.
Humano, más humano
Josep María Esquirol
Acantilado
176 págs.
14€
Parece que faltan hacedores de mundo en un tiempo que tantos dicen que se ha vuelto inhabitable, y actos poéticos que construyan el mundo. Sobra la queja que esteriliza la tierra que pisamos. Pero hay una experiencia nueva que nos abre al sentido de la existencia, que nos permite entender que «el sentido procede de la juntura que somos, de la juntura entre la herida y lo que nos hiere, entre la profundidad de la herida y la profundidad de lo que nos hiere». Son palabras nuevas para una experiencia colectiva renovada.
Vivimos en la intemperie, bajo un cielo infinito, en un día que será noche, y en una vida que será, también, muerte. Acondicionar cuevas con pinturas rupestres y pintar estrellas en la cúpula de un templo ha sido siempre el ensayo de humanizar el vacío infinito que nos desborda. Hacerlo humano, habitable, seguro, ordenado. Convertirlo en mundo, en escenario previsible donde la vida, tal y como la vivimos nosotros, aquí y ahora, sea amable. Es la poiética de la vida.
Expresar el anhelo por un mundo más habitable, y la tristeza porque nunca lo será del todo, es lo más humano, más humano que lo humano. Tanto es así que es la principal fuente de creación artística, el intento de expresar lo que le falta a lo que hay, lo infinito que da sentido a la finitud. Pero tratar de eliminar esta tensión, de solucionar de una vez por todas la condición humana, y resolver el problema de los seres finitos que viven y sufren por una infinitud que les hiere, es la raíz unívoca de todos los males. Tras una queja justa pueden surgir las respuestas más crueles. «Quien solo reprocha, aunque aparentemente esté en lo cierto, no ha madurado lo suficiente. La agresividad es una inmadurez y una debilidad».
Estar en lo cierto no basta para hacer mundo, también hay que tener el coraje de vivir en lo concreto. El modo en que Esquirol habla de la herida y de la concreción del mundo, y por qué dice que somos «obreros de mundo», me ha hecho pensar en dos objetos insignificantes que dejan una huella cósmica en la existencia, que son estrellas en la bóveda de nuestras cavernas: un cepillo de dientes y un zapato desparejado.
Nada ha reflejado más la sensación de ausencia de mi padre recién fallecido que ver su cepillo de dientes junto al mío la mañana siguiente a su muerte. Un cepillo de dientes usado, quizás uno de los objetos más depreciados, esa cosa que a nadie le gusta ir enseñando y que, por supuesto, no compartimos. Un asco de instrumento. Él solo fue capaz de mostrar ante mi un Universo negativo, el mayor vacío que alguien pueda experimentar. La ausencia total, el no volver a ser, de alguien muy querido. La potencia evocadora de ese objeto nos hace pensar en el sentido que podemos llegar a dar a las cosas solo por usarlas de un modo personal, siendo protagonistas del acto mínimo que realizamos. ¡Cuánta poesía hay, pues, en el acto de lavarse los dientes! La huella impresa en ese objeto llena de sentido la vida y crea un mundo más humano. No podríamos decirlo si el desuso no provocase en nosotros un vacío tan grande. El objeto usado habla de la persona y del mundo amable que ha ido creando para él y para los demás.
El segundo objeto que siempre ha sido para mí un símbolo expresivo de la poética humana, de la capacidad divina que tenemos de crear mundo, es un zapato desparejado en la cuneta, al borde de un accidente de tráfico. Ese objeto habla más de la vida que se ha ido, que todo el amasijo de hierros y vidrios quebrados que pueblan la calzada. El airbag desinflado, el parabrisas deformado y los hierros retorcidos reflejan la violencia del impacto, pero no hablan del vacío. Un zapato, y solo uno, sin su otro par, hablan de la enorme presencia de alguien. Es un agujero negro en la conciencia, es el símbolo del inmenso vacío que deja la ausencia y, por tanto, del sentido que una sola persona es capaz de aportar al mundo.
Quizás en nuestra época no falte sentido. Quizás estemos viviendo la aparición de algo nuevo. Quizás los lamentos y los juicios de época no sean más que los golpes de tambor de un rito caníbal. Puede que nos falte silencio y paciencia para saber ver que el acto poético es constante, y que toda vida es un nuevo inicio. Un cepillo y un zapato son pinturas en el techo de la caverna, estrellas en la cúpula del templo humano. Son los sillares colocados por los hacedores de mundo. Pequeños símbolos del sentido de lo concreto y del valor poético de la acción humana:
«Ser poeta y creador de mundo significa, pues, contribuir a la armonía, a la belleza, a la permanencia y a la habitabilidad del mundo, a la eucosmia -para emplear una bella palabra que se encuentra en Aristóteles-, a la justicia y al ajustamiento».
Detrás del ruido que deshace el mundo y que incrementa el caos, bajo la queja, el lamento y el resentimiento, suenan nuevas melodías para las fiestas de siempre. Tenemos poetas, como Josep María Esquirol, que saben ponerle letra a la canción.
Es imposible pensar que no se seguirá escribiendo Poesía en el futuro. Se escribirá y leerá más, porque probablemente será más necesaria aún que ahora.
Sin la práctica continua (intelectiva, afectiva y rememorativa), el conocimiento no perdura. No sólo somos lo que hacemos. Hacemos también lo que llegamos a ser.