Vidal Arranz | 15 de junio de 2021
Hace cien años, el autor de algunas de las mayores obras maestras del cine mudo conoció al ocultista Albin Grau. El resultado fue la belleza turbadora e inquietante de la expresionista Nosferatu.
Sabemos poco del ocultismo y, sin embargo, algunas de sus ideas se encuentran bien asentadas entre nosotros. Forman parte de la cultura popular, a la que han llegado a través del trabajo de creadores que utilizaron el cine, o la literatura, para difundir sus creencias, sin explicar su origen. Cuando hace cien años iniciaron su amistad el cineasta F.W. Murnau y el pintor ocultista y masón Albin Grau, el movimiento vivía una cierta pujanza, aunque siempre protegida por las sombras, y la película que hicieron juntos, Nosferatu, se convertiría en un hito de la creación cinematográfica expresionista, aunque su propósito quizás fuera otro distinto: lanzar un mensaje cifrado al mundo.
De hecho, la idea de adaptar al cine la novela Drácula, de Bram Stoker, partió de Albin Grau, que fue quien buscó a F.W. Murnau. El cineasta acababa de terminar El castillo Vogelod, una de las pocas películas que se conservan de esa etapa inicial de su filmografía. Según la visión de Grau, Nosferatu debía ser una gran obra de propaganda ocultista, que sirviera para difundir sus ideas. Y, de hecho, la promocionó como una película erótico-ocultista-espiritista-metafísica o, en otras ocasiones, tan solo como una película ocultista. El realizador alemán, que era ateo, no estaba especialmente interesado en estas creencias, pero sí en lo que tenían de rechazo y alternativa al mundo cultural cristiano. Y, desde luego, estaba interesado en rodar películas.
«Es increíble que cuando los hombres encuentran un paraíso inventen una religión para convertirlo en un infierno», dejó escrito Murnau, seguramente con motivo del rodaje de Tabú (1931), en Tahití, el mismo año de su muerte, hace ahora 90 años. No es un comentario casual, pues este sería uno de los temas recurrentes de su cine: dramatizar cómo la interferencia de las creencias religiosas o morales impide alcanzar una felicidad que estaba al alcance de la mano. La condición homosexual de Murnau, en tiempos en los que tal orientación era perseguida, es probable que influyera en tal perspectiva.
Luciano Berriatúa, experto en cine expresionista y restaurador de Nosferatu, afirma respecto del director alemán, en un artículo para la revista AGR: «En el mundo del ocultismo encontró gentes que luchaban contra esas injusticias y trataban de comprender la realidad y establecer una conducta ética sin recurrir a la religión». Pero, ¿realmente el ocultismo era eso?
Pocos expertos dudan en incluir al ocultismo dentro del mundo de las religiones, incluso dentro de las dogmáticas. El historiador Nicholas Goodrick-Clarke lo explica así: «El ocultismo tiene sus bases en una forma religiosa de pensar, cuyas raíces se remontan a la Antigüedad, y pueden ser descritas como la tradición esotérica de Occidente. Sus principales ingredientes pueden identificarse con el gnosticismo, los tratados herméticos sobre alquimia y magia, el neoplatonismo y la cábala, todos ellos originarios del área del Mediterráneo oriental». Añadamos la convicción de que la verdad responde a unas claves y unos arcanos simbólicos y que no puede ser conocida más que por un grupo de elegidos, y desde luego no por el común, y se verá mejor la conexión entre ocultismo, masonería y gnosticismo.
Esta perspectiva mistérica llevaba a algunos grupos, como el de Albin Grau, a interesarse por la espiritualidad del Antiguo Egipto, nada menos. Grau, que llegó a ser el Gran Maestre de la logia ‘Fraternitas Saturni’, publicó para esta organización, entre los años 1928 y 1930, cinco números de la revista Saturn Gnosis, con dibujos propios e ilustraciones alusivas a la existencia de un mundo oculto, cifrado en claves numéricas y simbólicas que solo los iniciados serían capaces de desentrañar. Algunas de estas pinturas eran complicadas construcciones geométricas y simbólicas en torno a la figura de la pirámide. La razón de este interés de Grau por el mundo de los faraones radica en que «era un seguidor del mago inglés Aleister Crowley, que se hacía llamar la ‘Gran Bestia 666’ y que se consideraba el Anticristo», explica el investigador Luciano Berriatúa. «Para Crowley, los 2000 años de intolerancia cristiana llegaban a su fin y el cristianismo sería sustituido por una nueva búsqueda del conocimiento más tolerante y moderna, inspirada en la del Antiguo Egipto».
Es curioso, sin embargo, constatar en qué consistían las tan tolerantes y modernas convicciones sustitutivas del cristianismo que defendía Crowley. Berriatúa lo resume así: «Según Aleister Crowley, todas las grandes civilizaciones han avanzado gracias a los sacrificios de sangre. Sólo con estos sacrificios pueden alejarse las sombras de las enfermedades, que, siguiendo al alquimista Paracelso, son entes astrales creados por los malos pensamientos de los hombres». Las enfermedades, por tanto, «no tienen causas físicas, sino espirituales. Son creadas por el miedo y la ignorancia, las dos fuerzas generadoras de todos los males», prosigue el restaurador de Nosferatu, y los remedios médicos, por consiguiente, no sirven de nada. Como se ve, se trata de ideas que siguen acompañándonos, con distintas formalizaciones y argumentaciones. Y, lo que es más llamativo y sorprendente, siempre son defendidas por sus partidarios con la vehemencia de quien las cree más avanzadas y verdaderas.
En realidad, hay pocos elementos en la película que delaten este propósito propagandístico ocultista. El más explícito, quizás, es la conversión del Van Helsing original de Stoker en un seguidor de Paracelso, el profesor Bulwer. Junto a ello, las cartas cifradas con simbología oculta que intercambian el conde Orlok y su seguidor, el agente inmobiliario Knock. Aunque lo más significativo quizás sea una omisión en relación a la novela original de Bram Stoker: la ausencia de cualquier referencia al poder protector de la cruz cristiana frente a las amenazas y seducciones del vampiro.
El caso es que, fuera cual fuera, el propósito apologético de Nosferatu fracasó, en gran medida por las muchas dificultades que la película encontró para ser vista. La principal de ellas, la demanda de la viuda de Bram Stoker, pues la película adaptaba la obra de su marido -lo reconocía explícitamente en los títulos de crédito- sin pagar los correspondientes derechos de autor.
El litigio derivó en una persecución verdaderamente encarnizada que a punto estuvo de borrar la película del mapa, tal y como Florence Stoker pretendía. Afortunadamente, algunas copias distribuidas fuera de Alemania escaparon al furor legalista de la viuda y, años después, con dificultad, se lograría recomponer una imagen bastante fidedigna de la creación original de Murnau.
Henos aquí ante una de las grandes paradojas de la historia del cine: Nosferatu, una de sus películas referenciales de la etapa muda, reconocida como influencia por unos y otros, apenas pudo ser vista en su momento. Y después proliferaron versiones en muy mal estado de conservación. Más allá de otras posibles interpretaciones, esto acredita que el poder de sus imágenes más emblemáticas relumbraba incluso en medio de versiones mutiladas y maltrechas. Habrá que esperar hasta 2006 para que, con la aparición de nuevas copias desconocidas -entre ellas, una de la Filmoteca Nacional Española que contenía planos que los expertos ignoraban que hubieran llegado a rodarse-, se diera forma a la versión actual de la película, la disponible hoy.
En el Blu-ray-libro de la película editado por Divisa hace unos meses, Luciano Berriatua se pregunta por las razones para el ensañamiento de Florence Stoker con la película, que no duda en calificar de «sorprendente». «Se ha dicho muchas veces, aunque no está demostrado, que Stoker era también ocultista y que pertenecía a la ‘Golden Down’. ¿Pudo ser un enfrentamiento entre sectas ocultistas lo que lo motivase?». En realidad, no hay forma de saberlo con certeza. Al menos por el momento.
El propio Berriatúa subraya algunas posibles huellas ocultistas en la novela de Stoker, que giran muy especialmente en torno al carácter mágico de la sangre. «En la novela Drácula se hace particular hincapié en la monstruosidad que supone una transfusión de sangre ¡porque es una transfusión de almas! Esa fuerza vital será llamada por los teósofos la Prana», explica el investigador. De ahí el nombre de la productora de Nosferatu, Prana Films. De lo que no hay duda es de que la sangre, y el supuesto poder que personalidades como Rudolf Steiner le atribuían, fascinaron a los ocultistas. Lo que explica también la elección del mito vampírico para el primer filme de su productora.
La sangre tiene también una connotación sexual. En su libro On the nightmare, el biógrafo de Freud Ernest Jones subraya el carácter sexual de la sangre y destaca la gran cantidad de referencias sexuales que incluye la literatura popular vampírica, en la que lo habitual es primero gozar carnalmente de la víctima y luego devorarla. «Existen sólo diferencias mínimas entre los mitos del vampiro y el súcubo, que roba la energía sexual de los mortales mientras duermen», explica el experto David Pirie en su ensayo de referencia, ya clásico, El vampiro en el cine.
Quizás el propósito de «Nosferatu» era propagar una doctrina sobre el mundo, pero la grandeza de la obra de Murnau está en la fuerza de sus imágenes
La historia de Nosferatu, la primera adaptación de Drácula de la historia del cine, es importante situarla en este marco cultural. «Es difícil imaginar un concepto sobrenatural o religioso más apropiado a la segunda mitad del siglo XX que el vampiro», explica Pirie. «En un ambiente de decadencia de las convicciones espirituales, el vampirismo sigue siendo la más física, la menos espiritual de todas las manifestaciones sobrenaturales. Es el triunfo del sexo sobre la muerte, de la carne sobre el espíritu, de lo corpóreo sobre lo invisible». También encarna el triunfo de la oscuridad de las pasiones sobre la luz de la razón y el autocontrol.
Sin embargo, hay que reconocer que este contenido sexual apenas está explicitado en la obra de Murnau, pese a que algunas de sus publicaciones propagandísticas la presentaran como una película erótico-ocultista-espiritista-metafísica. Los aficionados al vampirismo cinematográfico tampoco encontrarán en Nosferatu la imagen icónica del Drácula elegante y seductor que luego haría fortuna en el cine. El conde Orlok/Nosferatu es un ser de apariencia grotesca, monstruosa, animalesca, en el borde mismo de lo reconocible como humano. Lo es por su rostro, con esas orejas excesivamente grandes, esos incisivos tan anómalos o, sobre todo, esas manos terminadas en unas uñas larguísimas que evocan las garras de un ave de presa.
Nosferatu encarna a la perfección una de las ideas clave de la novela de Bram Stoker, su animalidad, su carácter de alimaña, pero, en cambio, no aparece su carácter seductor. «El monstruo es el que no se detiene, el que mira al otro como un bocado o un rival, nunca como alguien que puede ampliar el campo de su libertad», explica Gustavo Martín Garzo en un prólogo a la novela de Stoker. El monstruo se mueve en el terreno del instinto, ajeno a la moral, pendiente solo de satisfacer sus necesidades y deseos, sin atender a más razones. Por ello, el mito de Drácula representa también el mundo del deseo sin límites. Pero esta dimensión apenas se percibe en la película de Murnau, donde prima más el hambre, motivada por la necesidad, que el deseo.
Paradójicamente, el momento más erótico de la película es uno en el que no aparece el vampiro: Ellen, la mujer del protagonista, lee en un tratado cómo estos seres succionan la sangre de sus víctimas y en su rostro podemos ver una ambigua expresión de excitación y terror. Pero en la escena crucial, en la que ella se entrega como cebo para provocar la muerte del vampiro, cuando Nosferatu la hace suya, tiene más de acto devorador que sexual. Previamente hemos asistido a la inquietante llegada del vampiro, convertido en una sombra descorporeizada que asciende por las escaleras como un sigiloso depredador. Ya en la habitación de ella se hace presente, de nuevo como sombra, en la forma de una mano/garra que se desliza sobre el pecho de la mujer hasta llegar a su corazón, agarrarlo y apoderarse de él. Ni siquiera el plano que muestra a Nosferatu mordiendo a la mujer recostada en la cama facilita una lectura erótica. Lo que vemos nos invita a pensar más bien en un animal que devora a la víctima que acaba de abatir. El remake que realizó Werner Herzog en 1979, tan fiel a la película de Murnau en tantas cosas, sí incorpora en cambio explícitamente esta dimensión sexual y de seducción. Como también recoge la dimensión trágica de un ser que no puede morir y que se ve condenado a una existencia eterna y sin paz.
Quizás el propósito de Nosferatu era propagar una doctrina sobre el mundo, pero la grandeza de la obra de Murnau está en la fuerza de sus imágenes. En la extraordinaria composición del vampiro que realiza el actor Max Schreck, que lo sitúa en ese terreno fronterizo entre el monstruo y el hombre y que es capaz de expresar el horror en su propio cuerpo y en sus gestos. Y, al tiempo, dotarlo de una inocencia como la que luego veremos en el monstruo de Frankenstein, la inocencia de la falta de culpa y de conciencia moral, porque el vampiro, como la criatura, se mueve en un mundo ajeno a todo eso. A fin de cuentas, un vampiro no puede hacer otra cosa para sobrevivir más que devorar a sus víctimas. Es su condición. El vampiro es, sin duda, el mito ideal para ilustrar un tiempo en el que prima la exaltación de los instintos y lo oscuro sobre el autocontrol y la luz.
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