Alberto N. García | 16 de julio de 2021
Algunas series recientes, como Mare of Easttown o The Virtues, están apostando por una luminosidad humanista. No desde un afán parroquial o biempensante, sino trabajando la complejidad de las historias.
La última escena que vemos de Mare of Easttown —la serie estrella de esta pasada primavera— es la de un personaje atreviéndose a subir a un desván. Punteada por una suave melodía de piano, es una clausura que resuena emocionalmente en el espectador por su potencia simbólica. Durante sus siete episodios, esta historia, protagonizada por la estupenda Kate Winslet, ha machacado a sus personajes. Hay asesinatos horrendos, secretos criminales, familias desestructuradas, madres yonquis, padres malnacidos y desgracias antiguas que se antojan reliquias malditas contra el olvido. Y ahí, en medio de semejante pandemónium con acento de América profunda, pelea Mare Sheehan por ordenar el caos. Ella es la investigadora policial, la madre dolorida, la abuela coraje, la amiga confiada. La heroína cansada de la historia.
Pero el heroísmo no está reñido con el desaliento, ni con la caída ni con el error. Al contrario: es precisamente la naturaleza humana la que ensancha una gesta. Por eso, Mare Sheehan fatiga también una herida y una culpa. Y por eso el conflicto esencial de Mare of Easttown es interior: la protagonista busca reencontrar el sentido del mundo. Necesita hacer las paces con sus propios pecados, esto es, con sus derrotas personales. La mayor, la más incomprensible, la más lancinante: el suicidio de un hijo. Ascender al desván como imagen de cierre implica validar el verdadero happy-end: las llagas del alma también van sanando.
Siguiendo esa estela salvífica es donde un sabroso puñado de series recientes están apostando por una luminosidad humanista. No desde un afán parroquial o biempensante, sino trabajando la complejidad de las historias. Porque el humanismo no niega el dolor ni la dificultad, simplemente las afronta con esperanza, con la convicción de que, al final, todo saldrá bien. Puede haber sangre, sudor y lágrimas, pero el horizonte siempre se avistará soleado.
Son las coordenadas que espolean, por ejemplo, Upright, una deliciosa dramedia australiana que en España emite Sundance Channel. Bajo su corteza de road-movie, Upright nos recuerda cómo la cotidianidad también puede conducir atravesada por la conciencia de culpa, ese combate entre el bien y el mal que se libra en el corazón de cada persona. Upright narra la aventura de dos inadaptados: un músico cuarentón y solitario, Lucky, que se junta por casualidad, en medio del desierto australiano, con Meg, una adolescente en huida perpetua. Entre ellos se forja una insólita y tierna amistad mientras cruzan el país intentando transportar un piano, trasunto de la cruz para redimir sus pecados. Porque en Lucky pesa una misteriosa herida original contra la que sí o sí tiene que luchar. Quizá en el humanismo el verdadero viaje del héroe sea siempre el interior.
The End of the F*ing World (Netflix) también presenta una extraña pareja: James, un chaval de 17 años que devanea con ser un psicópata, y Alyssa, una compañera de instituto enfadada con el mundo. Ella ve en el friki de James una oportunidad para escapar de su caótico hogar. En The End of the F*ing World la huida hacia adelante se transforma en un regreso al origen, la pulsión homicida en amor puro y el escupitajo a la familia en una reivindicación de los lazos naturales. El pus se drena y lo último que contemplamos es una playa soleada y alguien que se inmola por el otro mientras verbaliza una verdad eterna: «Acabo de cumplir 18 años. Y creo que entiendo lo que una persona puede significar para otra».
Un último ejemplo de redención personal lo ofrece la potente The Virtues, una miniserie británica de solo cuatro episodios que en España emite Filmin. Cuenta cómo la vida de Joseph se va al carajo cuando su hijo pequeño y su ex esposa se mudan a Australia. Le acechan de nuevo el alcoholismo y la soledad, esos fantasmas de la locura. Entonces, decide regresar a su Irlanda natal, remontarse a sus orígenes. Allí vive su hermana Anna, a quien no ha visto desde que eran niños. Al volver al lugar de su infancia —una niñez de orfanatos y penurias— se ve obligado a enfrentarse a un pasado terrible, que le ha determinado emocionalmente hasta límites insoportables.
El realismo sucio y la atormentada vida de Joseph (un espectacular Stephen Graham) hacen de The Virtues una serie incómoda de ver. Honesta, sí, pero también demoledora en su intensidad de peña apaleada por la vida. ¡Esos últimos veinte minutos electrizantes, trágicos! Y, sin embargo, su conclusión también habilita un asidero resplandeciente. Entre tanta mierda emerge la esperanza. Hay heridas que cicatrizan. Misericordia. Compasión. El plano final es un recuerdo purificado y las últimas palabras del protagonista nacen de una heroica sencillez: «Te perdono». Superar el trauma pegándole un manotazo al rencor —¡de nuevo, una emoción tan humana!— para abrazar el meollo evangélico.
Ya lo advertía Cesare Pavese: «La única alegría en el mundo es comenzar. Es hermoso vivir porque vivir es comenzar, siempre, a cada instante». Y es hermoso porque, en el fondo, uno lo hace con la convicción de que siempre le aguarda una luz al final del túnel.
Es cada vez más frecuente producir películas que ponen el foco en el declive del personaje, sus vicios, sus traumas, sus inconfesables pecados. Nos preguntamos si es producto de la casualidad o síntoma de una tendencia a la desmitificación, fruto de una inversión de valores.
El anillo de la verdad, libro de Roger Scruton sobre Richard Wagner, permite una reflexión sobre la felicidad, la servidumbre interior o la entrega heroica.