Javier Varela | 17 de noviembre de 2019
Con su música inconfundible e imperecedera, la voz de Los Secretos se ha ganado un lugar perpetuo en el corazón de varias generaciones.
Decía Carlos Gardel en su maravillosa canción Volver que veinte años no es nada, pero cuando se trata de la ausencia de un ídolo el paso de ese tiempo se hace eterno. El 17 de noviembre de 1999, el corazón de Enrique Urquijo se paró para siempre en el portal número 23 de la calle del Espíritu Santo, en el barrio madrileño de Malasaña. No por ser inesperado pilló por sorpresa a su familia, amigos y fans. La autopsia confirmó las sospechas: Enrique había muerto de una sobredosis, al mezclar diversas sustancias como heroína, cocaína y tranquilizantes.
Sus coqueteos eternos con las drogas y el alcohol le hicieron estar colgado y fueron fuente de inspiración de una de las obras más importantes de la música popular española. Aquella tarde de noviembre, otra tarde, dejó congelados los corazones de millones de seguidores de un compositor que había escrito la banda sonora de muchas vidas y que ha pasado como herencia de padres a hijos. Su muerte, a los 39 años, lo elevó a mito.
Mito porque varias generaciones llevan grabadas a fuego –aunque tú no lo sepas– las canciones de Enrique Urquijo. Unas letras de trago áspero y, a veces, indigesto que regalaba para el que gustase de hacerlas propias en un momento de flaqueza -que tan bien conocía el cantante madrileño- y que se colaban en el corazón al escucharlas sobre un vidrio mojado.
Su voz torturada, sus melodías pegadizas y su extremada sensibilidad y fragilidad permitían transitar al lado oscuro. Y siempre como el perdedor en una historia de amor, salvo en una canción. Su primer éxito, Déjame, cuando formaba parte de Tos junto a sus hermanos, Javier y Álvaro, y su amigo Canito. En aquel tema, que se ha convertido en la canción de muchas personas, el que dejaba a la chica era él. El resto de su vida no contó más que rupturas dolorosas en las que siempre era el perdedor y en las que siempre deseaba volver a ser un niño.
Parco en palabras, de semblante taciturno, con una sonrisa que enamoraba y con una profunda melancolía dibujada en su rostro. Así era Enrique y así eran sus canciones. Un perdedor, eso sí, que sabía ponerle color a su tristeza a través de sus canciones. «Era un tipo de una tiernísima tristeza, tan desvalido, tan dulce, tan buena gente, y tan automaltratado. No conozco a nadie que no lo quisiera… Él era el único que no se quería», ha dicho en alguna ocasión su buen amigo Joaquín Sabina, con el que compartió aquellos ojos de gata, en la que reconocía que se volvía vulgar al bajarse de cada escenario.
Un artista sin dirección, incomprendido y que se pasó la mitad de su existencia sumido en un círculo vicioso que lo llevaba de la depresión a las drogas. Un artista capaz de subirse a un escenario ante miles de personas y sacar su lado más extrovertido y, pocas horas después, encaramarse a un altillo, en cualquier local de mala muerte, y llenar el alma de una decena de espectadores vomitando sus canciones con la única compañía de su guitarra, su voz y sus letras. Ahí es donde mejor se sentía Enrique Urquijo, enamorando a alguna buena chica. En ese cara a cara con el público, la timidez se convertía en intimidad, donde los sentimientos estaban a flor de piel y donde se sentía en su hábitat natural.
Unas canciones y unas letras que le hacían temblar y con las que hacía temblar. Enrique Urquijo, primero con Tos, luego con Los Secretos y en el final de su carrera con Los Problemas, fue capaz de escribir las canciones más bellas de amor y de desamor. Con letras sencillas, como él; con melodías facilonas. Su timidez le enseñó a utilizar sus canciones como medio de expresión para vagar por la calle del olvido sin sentir el vértigo en el que vivía desde que era pequeño. Desde aquel día que en el colegio, junto a sus hermanos, conoció a Canito y comenzaron a ensayar.
No conozco a nadie que no lo quisiera… Él era el único que no se queríaJoaquín Sabina, cantante y compositor
Si ya antes se sentía un incomprendido y un niño mimado, el cartel de ‘babosos’ con el que se etiquetó a sus bandas –primero a Tos y luego a Los Secretos- los acompañó durante toda su carrera. En los días de la movida madrileña, hay quien los menospreciaba por expresar sus más íntimos sentimientos sin tapujos y dar mayor valor a la letra. Pero así era Enrique. Capaz de confesar que quiero beber hasta perder el control como de implorar a su pequeña hija: agárrate a mí María. Ni siquiera su nacimiento le permitió tener una vida ordenada y lograr la estabilidad emocional. Prefirió seguir por el túnel y en el camino de autodestrucción por los que también transitaron otros compañeros de generación como Antonio Vega.
Días antes de aparecer muerto, estaba ingresado en una clínica de desintoxicación en su enésimo intento de cambio de planes pero, según cuenta Miguel A. Bargueño en su libro Adiós Tristeza, pidió el alta voluntaria. Aquello fue su perdición y horas después apareció sin vida en un portal de Malasaña donde vivía un camello que frecuentaba en momentos de crisis. Desgraciadamente, no podremos decir aquello de que solo ha sido un sueño.
¿Quién no habrá pensado aquello de y no amanece, mientras escuchaba una de las canciones de Enrique Urquijo? 20 años después de su fallecimiento, y en una época en la que está tan de moda agasajar a las efímeras estrellas de la música, nos acordamos de lo mucho que hicieron sus letras por nuestras vidas. Porque el músico madrileño, con su música inconfundible e imperecedera, se ha ganado un lugar perpetuo en el corazón de varias generaciones. Cuántas grandes canciones nos dejó sin escuchar; cuántos emocionantes conciertos suyos nos hemos perdido; cuántas letras nos hemos quedado sin saborear. No me imagino.
La cantante Rosalía ha sido criticada por apropiarse de símbolos de la cultura gitana y flamenca. Pensar en una protección del patrimonio inmaterial que suponga el inmovilismo es condenarlo a la desaparición.